La señora Lerat terminó el último estribillo, y las demás repetían a coro dando vueltas a sus pañuelos:
«El niño perdido es el hijo del buen Dios».
Se aplaudió mucho a la cantante, que se sentó, afectando sentirse destrozada. Pidió algo de beber, porque había puesto demasiado sentimiento en la canción y tenía miedo de romperse algún nervio. Sin embargo, nadie quitaba los ojos de Lantier, sentado tranquilamente al lado de Coupeau, comiéndose el resto del pastel de Saboya, que mojaba en un vaso de vino. Fuera de Virginia y de la señora Boche, nadie le conocía. Los Lorilleux olían a gato encerrado, mas, como nada sabían, adoptaron un semblante afectado. Goujet, que se había dado cuenta de la emoción de Gervasia, miraba al recién llegado de reojo. Como se produjera un silencio molesto, Coupeau dijo sencillamente:
—Es un amigo.
Y dirigiéndose a su mujer:
—¡Vamos, muévete un poco!… Mira si hay todavía café caliente.
Gervasia los contemplaba de una manera dulce y estúpida a la vez. Primero, cuando su marido empujó a su antiguo amante dentro de la tienda, se agarró la cabeza con las dos manos, con el mismo gesto instintivo que en los días de tormenta cada vez que oía un trueno. Aquello no le parecía posible; las paredes caerían y aplastarían a todo el mundo. Y a continuación, viendo a los dos hombres sentados sin que ni siquiera las cortinas de muselina se hubiesen movido, había encontrado súbitamente aquello como lo más natural del mundo. El pato no le había caído muy bien; había comido demasiado, y esto le impedía pensar. Una enorme pereza la amodorraba y la tenía quieta en el borde de la mesa, con el único deseo de que no la molestaran. «¡Dios mío! ¿Por qué hacerse mala sangre cuando los demás no se la hacen y cuando las cosas se arreglan por sí mismas a satisfacción de todos?». Se levantó para ver si quedaba café.
En el cuarto del fondo, los niños dormían. Agustina los había atemorizado durante los postres, endulzándoles las fresas, e intimidándoles con terribles amenazas. Ahora se sentía muy mal y estaba acurrucada sobre un banquillo, con la cara pálida, sin decir nada. La robusta Paulina había dejado caer su cabeza contra el hombro de Esteban, que también estaba dormido, apoyado en la mesa. Nana se encontraba sentada en la alfombra de la cama, cerca de Víctor, a quien tenía puesto un brazo sobre los ojos cerrados, repetía con voz débil e incesante:
—¡Mamá, tengo pupa!… ¡Mamá, tengo pupa!
—¡Caramba! —murmuró Agustina, cuya cabeza le caía sobre los hombros—. Están hechos una sopa; han cantado como personas mayores.
Gervasia recibió un nuevo golpe a la vista de Esteban. Creía que se ahogaba, pensando que el padre de aquel chiquillo estaba allí, al lado, comiendo pastel, sin que hubiese manifestado tan siquiera el deseo de besar al pequeño. Estuvo a punto de despertar a Esteban, y de llevarle a sus brazos, pero se dio cuenta de lo bien que se habían arreglado las cosas, y pensó que no sería conveniente turbar el fin de la comida. Volvió con la cafetera y sirvió un vaso de café a Lantier, quien no parecía ocuparse mucho de ella.
—Ahora me toca a mí —balbuceaba Coupeau con una voz pastosa—. Me han dejado para el último… Pero cantaré «Qué puerco de muchacho».
—Sí, sí. «Qué puerco de muchacho» —gritaron todos.
Volvieron a alborotarse, olvidando a Lantier. Ellas prepararon sus vasos y cuchillos para acompañar el estribillo. Se reían de antemano mirando al plomero que se afirmaba sobre las piernas con chulería. Principió con voz de vieja enronquecida:
«Todas las mañanas cuando me levanto,
tengo el corazón sin pies ni cabeza
le mando a comprar a la Grève
una copa de veinte céntimos.
Está a tres cuartos de hora en el camino.
Y cuando vuelve,
se ha bebido la mitad de mi copa:
¡Qué puerco de muchacho!».
Todas golpeaban en sus vasos y cantaban a coro en medio de una gran algarabía:
«¡Qué puerco de muchacho!
¡Qué puerco de muchacho!».
La calle de la Goutte-d'Or se mezclaba en el jaleo; todo el barrio cantaba «¡Qué puerco de muchacho!». Enfrente el relojero, los muchachos de la tienda de comestibles, la tripicallera, la frutera, que sabían la canción, coreaban el estribillo y se largaban pescozones tan sólo por reír. En verdad, la calle acabó por estar borracha nada más que del olor del banquete que salía de la casa de los Coupeau y que hacía hacer eses a las gentes sobre las aceras. Hay que decir, en honor a la verdad, que en ese momento estaban completamente ebrios dentro de la tienda. Aquello había ido aumentando poco a poco, desde que tomaron la primera copa de vino, después de la sopa. Ahora, era el apoteosis: todos berreaban y estaban a punto de reventar de tanto que habían comido. En medio de toda aquella pintura burlesca, la rojiza luz de dos lámparas que tiznaban, ponía un tono adecuado. El clamor del festín apagaba el ruido de los últimos coches. Dos guardias municipales acudieron creyendo que se trataba de un motín, pero al ver allí a Poisson cambiaron un pequeño saludo de inteligencia y se alejaron lentamente junto a las negras casas.
Coupeau se encontraba en aquel verso que dice:
«El domingo en la Petite Villette,
después del calor
fuimos a cosa de mi tío Tinette
que es pocero.
Por coger huesos de cerezas,
cuando regresamos
se revolvió en la mercancía.
¡Qué puerco de muchacho!
¡Qué puerco de muchacho!».
La casa se estremeció, tal algarabía ascendía en el aire tibio y tranquilo de la noche, que estos alborotadores se aplaudían a sí mismos, ya que no podían gritar más.
Ninguno de ellos llegó a acordarse nunca cómo terminó aquella juerga. Lo único que tenían por seguro es que era muy tarde, porque no había nadie en la calle. Tal vez hubieran bailado alrededor de la mesa agarrados de las manos. Todo lo veían a través de una neblina amarilla, con rojas figuras que saltaban, la boca abierta de oreja a oreja. Se había festejado con vino a la francesa, y no sabían a quién se le había ocurrido echar sal en los vasos. Los niños debían de haberse desnudado y acostado solitos. Al día siguiente la señora Boche se vanagloriaba de haber sacudido dos cachetes a su marido en un rincón, donde hablaba demasiado pegado a la carbonera; pero Boche, que no se acordaba de nada, decía que todo eso era mentira. En lo que todos estaban de acuerdo era en declarar que la conducta de Clemencia había sido un tanto inconveniente; había terminado por enseñar todos los encantos que poseía, y hasta la acometió tal desarreglo que echó a perder una de las cortinas de muselina. Los hombres, cuando menos, salían a la calle; Lorilleux y Poisson, con el estómago alborotado, marcharon de prisa a la tienda del salchichero. Cuando uno está bien educado se ve en seguida. Así, pues, aquellas señoras, la Putois, la Lerat y Virginia, molestas por el calor, se habían ido al cuarto interior para quitarse el corsé, e incluso Virginia había querido echarse sobre la cama un momento para evitar malas consecuencias. Después la reunión se disolvió; los unos, marchándose detrás de los otros, acompañándose todos, desapareciendo en el fondo del obscuro barrio, en un postrer alboroto, donde se oía una disputa entablada por los Lorilleux, y un «trulala, trulala», continuado y lúgubre del tío Bru. Gervasia creía recordar que Goujet se había puesto a sollozar al marcharse; Coupeau seguía cantando; en cuanto a Lantier, tuvo que permanecer allí hasta el final; Gervasia creía haber sentido un soplido entre sus cabellos, pero no podía decir si provenía de Lantier o de la cálida noche.
Mientras tanto, como la señora Lerat se resistiese a volver a aquella hora a Batignolles, se quitó de la cama un colchón para ella, que se tendió en un rincón de la tienda, después de haber apartado la mesa. Allí durmió en medio de las migas del festín. Durante toda la noche, entre el fatigado sueño de los Coupeau, que dormían la mona, el gato de la vecina, aprovechando una ventana abierta, roía los huesos del pato, acabando de enterrar al animal entre el rumorcillo de sus finos dientes.
El sábado siguiente, Coupeau, que no había vuelto a comer a casa, se presentó con Lantier, hacia las diez. Habían comido juntos patas de carnero, en el restaurante de Thomas, en Montmartre.
—No hay que reñir, patrona —dijo el plomero—. Nos hemos portado muy bien… Con él no hay peligro; siempre lo lleva a uno por el buen camino.
Y se puso a contar cómo se habían encontrado en la calle Rochechouart. Después de comer, Lantier había rechazado la invitación que le hizo para tomar un café en
La Bola Negra
, diciendo que, cuando se está casado con una mujer bonita y honrada, no se debía frecuentar semejantes tugurios. Gervasia escuchaba con sonrisa maliciosa. Desde luego no pensaba en regañarle; se sentía demasiado cohibida. Después del día de la fiesta, de sobra sabía que volvería a ver a su antiguo amante el día menos pensado; pero a semejante hora, en el momento en que se disponía a meterse en la cama, la brusca llegada de los dos hombres la había sorprendido; y con mano temblorosa, se recogía el pelo que le caía por los hombros.
—Escucha —dijo Coupeau—, puesto que ha tenido la delicadeza de rehusar mi invitación, tú vas a darnos una copita… ¡Ah!, ¡bien que nos la debes!
Las obreras se habían marchado hacía un buen rato, y tanto mamá Coupeau como Nana acababan de acostarse.
Entonces, Gervasia, que tenía ya cerrada una de las maderas, dejó la tienda abierta, y sobre un extremo de la mesa puso vasos y lo que quedaba de una botella de coñac. Lantier permanecía de pie, evitando hablarle directamente. No obstante, cuando le servía, exclamó:
—Una gota nada más, señora; se lo suplico.
Coupeau los miró y dijo sin rodeos que no debían hacerse los bobos. ¡Lo pasado, pasado! Si al cabo de nueve años se iba a conservar el rencor, terminaría uno por no querer ver a nadie. Él hablaba con el corazón en la mano. Además, ya sabía con quién se las gastaba, con una mujer honrada y con un hombre de honor; en fin, dos amigos. Estaba completamente tranquilo, pues conocía la integridad de ambos.
—¡Claro…, claro! —repetía Gervasia con los ojos bajos, sin darse cuenta de lo que decía.
—¡Es una hermana para mí, ahora; nada más que una hermana! —dijo a su vez Lantier.
—Pues a darse la mano, ¡por vida de!… —exclamó Coupeau—, y a reírse del mundo entero. Cuando se tiene algo aquí —dijo señalando al corazón—, se vive más satisfecho que los millonarios. Yo pongo la amistad ante todo, porque la amistad es la amistad, y no hay nada por encima de ella.
Tan duros golpes se daba en el estómago, de puro conmovido, que tuvieron que calmarle. Se bebieron su copa en silencio. Entonces Gervasia pudo mirar a Lantier a su gusto; pues la noche de la fiesta lo había visto como entre sueños. Estaba más grueso y parecía que piernas y brazos le pesaran, a causa de su pequeña estatura. Pero la cara conservaba sus agradables facciones bajo la gordura de su vida de holgazán; y como seguía cuidando con todo esmero su pequeño bigote, no se le habría echado más edad de la que tenía: treinta y cinco años. Llevaba un pantalón gris y un grueso abrigo azul, como un señor, y, con cadena de plata, de la que pendía un anillo, un recuerdo.
—Me voy —dijo—. Vivo en el quinto infierno.
Estaba ya en la acera, cuando el plomero le llamó para hacerle prometer que no volvería a pasar por la puerta sin entrar a saludarles. Gervasia, que acababa de desaparecer sin hacer ruido, volvió empujando a Esteban, que en mangas de camisa venía frotándose los ojillos, medio dormido aún y sonriente. Pero en cuanto vio a Lantier empezó a temblar y a azorarse, mirando alternativamente a su madre y a Coupeau.
—¿No te acuerdas de este señor? —preguntó el último.
El niño bajó la cabeza sin responder, y a continuación hizo con ella un leve movimiento afirmativo.
—Bueno, pues no te hagas el tonto y bésale.
Lantier, grave y tranquilo, esperaba. Cuando Esteban se decidió a aproximarse, se inclinó y presentó las mejillas, y él también devolvió un sonoro beso al chiquillo. Entonces éste se atrevió a mirar a su padre. Pero de repente estalló en sollozos y echó a correr como un loco, mientras Coupeau le trataba de salvaje.
—Es la emoción —dijo Gervasia, pálida y conmovida también.
—¡Oh!, generalmente es muy dulce y cariñoso —explicaba Coupeau—. Lo he educado muy bien, como tendrá usted ocasión de ver… Ya se acostumbrará a usted. Tiene que ir conociendo a la gente… En fin, y aunque no hubiera de por medio más que este pequeño, sería motivo más que sobrado para no estar siempre reñidos, ¿no es cierto? Debíamos haber hecho esto hace mucho tiempo, pues yo me dejaría antes cortar la cabeza que impedir a un padre ver a su hijo.
Y con esto habló de poner fin a la botella de coñac. Los tres bebieron de nuevo. A Lantier no parecía asombrarle nada, conservaba su calma. Antes de irse, para devolver las atenciones al plomero, quiso ayudarle a cerrar la tienda, y sacudiéndose las manos por limpieza, dio las buenas noches al matrimonio.
—Que descansen ustedes. Voy a ver si atrapo el ómnibus. Les prometo que volveré pronto.
A partir de esa noche, Lantier fue a menudo a la calle Goutte-d'Or. Iba cuando el plomero se encontraba en casa, preguntaba por él desde la puerta y hacía como que entraba únicamente por verle. Sentado junto al escaparate, siempre con el gabán puesto, afeitado y bien peinado, hablaba con la delicadeza y ademanes de un hombre que hubiera recibido educación. Así fue como los Coupeau fueron enterándose poco a poco de los detalles de su vida. Durante los últimos ocho años había estado dirigiendo una fábrica de sombreros, por temporadas, y si le preguntaban por qué se había retirado, hablaba de la pillería de un socio, compatriota suyo, un canalla que se había comido la casa con las mujeres. Pero su antiguo título de patrón quedaba sobre su persona, como nobleza de la que no podía prescindir. Decía siempre que estaba a punto de concluir un negocio soberbio, de fábricas de sombreros, que le pondrían a él al frente y le confiarían sus enormes intereses.
Mientras esto llegaba no hacía nada; se paseaba al sol, con las manos en los bolsillos, lo mismo que un burgués. En las ocasiones en que se lamentaba, si alguien le indicaba alguna fábrica que pedía obreros, contestaba, con compasiva sonrisa, que no estaba dispuesto a morirse de hambre deslomándose para satisfacer a los demás. Aquel mozo, como decía Coupeau, no podía vivir del aire. Era un vivillo, sabía componérselas; algún asunto debía traer entre manos, pues a fin de cuentas tenía aspecto de prosperidad; sin dinero no se puede llevar ropa limpia y corbatas de niño bien. Hasta una mañana lo vio el plomero hacerse lustrar los zapatos en el bulevar de Montmartre. La verdad era que Lantier, que charlaba sin parar de los demás, se callaba o mentía cuando se trataba de él. Ni siquiera quería decir dónde vivía. No; vivía en casa de un amigo, allá abajo, donde Cristo dio las tres voces, mientras encontraba mejor situación, y no quería que los amigos fuesen a verle, porque no estaba nunca en casa.