La tercera mentira (10 page)

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Authors: Agota Kristof

Tags: #Drama, #Belico

BOOK: La tercera mentira
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Mi padre no cantaba. A veces silbaba mientras partía leña para la cocina. Por la tarde, e incluso muy entrada la noche le oíamos teclear en su máquina de escribir.

Era un ruido agradable y tranquilizador, era como una música, como la máquina de coser de mamá, como el ruido de platos, como el canto de los mirlos en el jardín, como el viento en las hojas de la viña silvestre que teníamos en la galería o en las ramas del nogal que crecía en el patio.

El sol, el viento, la noche, la luna, las estrellas, las nubes, la lluvia, la nieve, todo era maravilloso. No teníamos miedo de nada. Ni de las sombras ni de las historias que se contaban los adultos. Historias de guerra. Teníamos cuatro años.

Una noche llega mi padre vestido de uniforme. Deja el abrigo y el correaje en la percha junto a la puerta del salón. Del correaje cuelga un revólver.

Durante la cena, mi padre dice:

—Tengo que irme a otra ciudad. Ha estallado la guerra, me han movilizado.

Decimos:

—No sabíamos que fueras militar, papá. Tú eres periodista, no soldado.

Dice:

—En tiempo de guerra todos los hombres son soldados, hasta los periodistas. De manera especial los periodistas. Tengo que averiguar qué ocurre en el frente para poder contarlo. A esto se le llama hacer de corresponsal de guerra.

Le preguntamos:

—¿Por qué llevas revólver?

—Porque soy oficial. Los soldados llevan fusil y los oficiales revólver.

Mi padre dice a mi madre:

—Acuesta a los niños. Tengo que hablar contigo.

Mi madre nos dice:

—¡Venga, a la cama! Después os contaré un cuento. Despedíos de vuestro padre.

Abrazamos a nuestro padre, después nos vamos a nuestra habitación, pero volvemos a salir enseguida en silencio. Nos sentamos en el pasillo, detrás mismo de la puerta del salón.

Mi padre dice:

—Me voy a vivir con ella. Ha estallado la guerra y no hay tiempo que perder. La quiero.

Mi madre pregunta:

—¿No has pensado en los niños?

Mi padre dice:

—Ella también espera un hijo. Por esto no puedo seguir callado.

—¿Quieres el divorcio?

—No es el momento. Después de la guerra, ya veremos. Entretanto reconoceré al niño que va a nacer. A lo mejor no vuelvo. No se sabe.

Mi madre pregunta:

—¿Ya no nos quieres?

Dice mi padre:

—No se trata de esto. Os quiero. Me ocuparé siempre de los niños y también de ti. Pero también quiero a otra mujer. ¿Lo entiendes?

—No. No lo entiendo ni quiero entenderlo.

Oímos un disparo. Abrimos la puerta del salón. La que ha disparado es mi madre. Tiene en las manos el revólver de mi padre. Todavía vuelve a disparar. Mi padre está en el suelo. Mi madre sigue disparando. A mi lado cae Lucas, también está en el suelo. Mi madre arroja el revólver, empieza a gritar, se arrodilla al lado de Lucas.

Salgo de casa, echo a correr por la calle, grito:

—¡Socorro, socorro!

Algunas personas me dan alcance, me conducen a casa, tratan de calmarme. También tratan de calmar a mi madre, pero ella continúa gritando:

—¡No, no, no!

El salón está lleno de gente. Llega la policía y dos ambulancias. Nos llevan a todos al hospital.

En el hospital me ponen una inyección para dormirme porque continúo gritando.

Al día siguiente el médico dice:

—Está bien. No es grave. Puede marcharse.

La enfermera dice:

—¿Dónde? En su casa no hay nadie. Sólo tiene cuatro años.

Dice el médico:

—Vaya a ver a la asistenta social.

La enfermera me lleva a un despacho. La asistenta social es una vieja peinada con moño. Me hace una serie de preguntas:

—¿Tienes abuela? ¿Alguna tía? ¿Una vecina que te quiera?

Le pregunto:

—¿Dónde está Lucas?

Dice ella:

—Está aquí, en el hospital. Está herido.

Digo:

—Quiero verle.

Dice:

—Está inconsciente.

—¿Qué quiere decir esto?

—Que de momento no puede hablar.

—¿Está muerto?

—No, pero tiene que descansar.

—¿Y mi madre?

—Tu madre está bien. Pero a ella tampoco la puedes ver.

—¿Por qué? ¿También está herida?

—No, duerme.

—¿Y mi padre? ¿También duerme?

—Sí, tu padre también duerme.

Me acaricia el cabello.

Le pregunto:

—¿Por qué duermen todos menos yo?

Dice:

—Es así. A veces ocurren estas cosas. Toda una familia se pone a dormir y el que no duerme se queda solo.

—No quiero quedarme solo. Yo también quiero dormir, como Lucas, como mamá, como papá.

Dice ella:

—Pero alguien tiene que quedarse despierto para esperarlos y poder cuidarlos cuando vuelvan, cuando despierten.

—¿Despertarán?

—Algunos sí. Eso es lo que esperamos, por lo menos.

Nos quedamos callados un momento. Ella pregunta:

—¿No conoces a nadie que pueda ocuparse de ti mientras esperas?

Pregunto:

—Mientras espero qué.

—Mientras esperas a que vuelva alguna persona de tu familia.

Digo:

—No, no tengo a nadie. Y no tengo ganas de que se ocupen de mí. Quiero volver a mi casa.

Ella dice:

—No puedes vivir solo en tu casa a la edad que tienes. Si no tienes a nadie, tengo la obligación de meterte en un orfanato.

Digo:

—Me da igual. Si no puedo vivir en mi casa, me da igual donde me manden.

En el despacho entra una mujer, dice:

—He venido a buscar al niño. Quiero llevármelo a mi casa. No tiene a nadie. Conozco a su familia.

La asistenta social me dice que vaya a pasearme por el pasillo. En los pasillos hay mucha gente. Están sentados en bancos, hablan. Casi todos llevan puesta la bata de estar por casa.

Dicen:

—Es terrible.

—¡Qué lástima! ¡Tan buena familia!

—Ella tenía razón.

—¡Los hombres, siempre los hombres!

—Es una vergüenza que haya esas mujerzuelas.

—Y nada menos ahora que ha empezado la guerra.

—Cuando estamos preocupados por otras cosas.

La mujer que ha dicho «Quiero llevarme el niño a mi casa» sale del despacho. Me dice:

—Ven conmigo. Me llamo Antonia. ¿Y tú? ¿Eres Lucas o Klaus?

Doy la mano a Antonia.

—Soy Klaus.

Tomamos el autobús, caminamos. Entramos en una habitación pequeña donde hay una cama grande y una camita de niño, una cama plegable.

Antonia me dice:

—Como todavía eres pequeño, puedes dormir en esa cama, ¿verdad?

Digo:

—Sí.

Me acuesto en la cama pequeña. Tiene la medida justa, toco los barrotes con los pies.

Antonia me dice:

—Esa camita es para el niño que estoy esperando. Será tu hermanito o tu hermanita.

Le digo:

—Ya tengo un hermano. No quiero tener más. Ni tampoco ninguna hermana.

Antonia está acostada en la cama grande, dice:

—Ven, ven a mi lado.

Salgo de la cama, me acerco a la suya. Me coge la mano, se la pone en el vientre:

—¿Lo notas? Se mueve. No tardará en venir.

Me atrae hacia ella, hace que me eche en la cama, me acuna.

—Mientras sea tan guapo como tú...

Después me vuelve a acostar en la cama pequeña.

Mientras Antonia me mecía en sus brazos yo notaba los movimientos del niño y me hacía la ilusión de que era Lucas. Me equivocaba. Del vientre de Antonia salió una niña.

Estoy sentado en la cocina. Dos viejas me han dicho que me quedara en la cocina. Oigo los gritos de Antonia. No me muevo. Las dos viejas entran de cuando en cuando para calentar agua y para decirme:

—Está tranquilo.

Más tarde, una me dice:

—Ya puedes entrar.

Entro en la habitación, Antonia me tiende los brazos, me abraza, se ríe:

—Es una niña. Mírala. Una niñita muy guapa, tu hermana.

Miro la cuna. Veo una cosa pequeña y morada que berrea. Le cojo la mano, empiezo a contar, acaricio sus dedos uno por uno, tiene diez. Le meto el pulgar de la mano en la boca, deja de llorar.

Antonia me sonríe.

—La llamaremos Sarah. ¿Te gusta el nombre?

Digo:

—Sí, cualquier nombre está bien. No importa. Es mi hermanita, ¿verdad?

—Sí, es tu hermanita.

—¿Y también de Lucas?

—Sí, de Lucas también.

Antonia se echa a llorar. Le pregunto:

—¿Dónde dormiré ahora que la cama pequeña está ocupada?

Dice ella:

—En la cocina. Le he dicho a mi madre que te prepare una cama en la cocina.

Pregunto:

—¿No puedo dormir en vuestra habitación?

Antonia dice:

—Mejor que duermas en la cocina. La pequeña llorará a menudo y os despertará a todos varias veces cada noche.

Digo:

—Si llora y te molesta, lo que tienes que hacer es meterle el pulgar en la boca. El pulgar izquierdo, como yo.

Vuelvo a la cocina. En ella sólo hay una vieja, la madre de Antonia. Me da unas tostaditas con miel para comer. Me da leche para beber. Después me dice:

—Acuéstate, pequeño. Escoge la cama que te guste más.

En el suelo hay dos colchones con sus almohadas y sus mantas. Escojo el colchón que está debajo de la ventana, así podré mirar el cielo y las estrellas.

La madre de Antonia se acuesta en el otro colchón y, antes de dormirse, reza:

—Dios todopoderoso, ayúdame. La niña no tiene padre. ¡Mi hija tiene una niña sin padre! ¡Si mi marido lo supiera! Lo he engañado. Le he ocultado la verdad. ¿Y este otro niño que ni siquiera es suyo? ¡Cuánta desgracia! ¿Qué puedo hacer para salvar a esa pecadora?

La abuela sigue refunfuñando y yo me duermo, feliz de estar cerca de Antonia y de Sarah.

La madre de Antonia se levanta por la mañana temprano. Me envía a comprar a una tienda del barrio. Lo único que tengo que hacer es dar la lista y el dinero.

La madre de Antonia prepara la comida. Baña a la niña y la cambia varias veces al día. Lava la ropa y la tiende en unas cuerdas puestas sobre nosotros en la cocina. Siempre está hablando por lo bajo. Probablemente reza.

No se queda mucho tiempo. Diez días después del nacimiento de Sarah se marcha con su maleta y sus oraciones.

Estoy bien, solo en la cocina. Por las mañanas me levanto temprano para ir a buscar la leche y el pan. Cuando Antonia se despierta, entro en la habitación con un biberón para Sarah y café para Antonia. A veces le doy yo el biberón, después me quedo a mirar cómo Antonia baña a Sarah, procuro hacerla reír con los juguetes que los dos, Antonia y yo, le hemos comprado.

Sarah está cada día más guapa. Le están saliendo cabellos y dientes, sabe reírse y ha aprendido muy bien a chuparse el pulgar izquierdo. Desgraciadamente Antonia tiene que volverse a poner a trabajar porque sus padres ya no le mandan más dinero.

Antonia sale todas las noches. Trabaja en un cabaret, baila y canta. Llega muy tarde, por la mañana está cansada, ya no puede ocuparse de Sarah.

Todas las mañanas viene una vecina, baña a Sarah, la mete en su parque con los juguetes, en la cocina. Juego con ella mientras la vecina prepara la comida y lava la ropa. Después de lavar platos, la vecina se va y entonces soy yo quien se ocupa de todo si Antonia sigue durmiendo.

Por la tarde paseo a Sarah con el cochecillo. Nos paramos en parques, donde hay espacios para jugar, dejo que Sarah corretee por la hierba, juegue con la arena, la columpio.

Cuando cumplo los seis años me obligan a ir a la escuela. El primer día me acompaña Antonia. Habla con el maestro y se va. Cuando terminan las clases vuelvo corriendo a casa para ver si todo va bien y poder salir de paseo con Sarah.

Cada día vamos más lejos hasta que una vez, por casualidad, me encuentro en mi calle, la calle donde yo vivía con mis padres.

No digo nada a Antonia, ni a nadie. Cada día, sin embargo, me las arreglo para pasar por delante de la casa de persianas verdes, me paro un momento y lloro. Sarah llora conmigo.

La casa está abandonada. Las persianas están cerradas, por la chimenea no sale humo. El jardín delantero está invadido por malas hierbas; detrás, el patio seguramente está lleno de nueces que han caído del árbol y que no recoge nadie.

Una noche, mientras Sarah duerme, salgo de casa. Corro por la calle, sin ruido, en plena noche. Debido a la guerra están apagadas las luces de la ciudad, cuidadosamente camufladas las ventanas de las casas. Me basta con la luz de las estrellas, tengo grabadas en la cabeza todas las calles, todas las travesías.

Salto la verja, rodeo la casa, voy a sentarme al pie del nogal. Meto las manos entre las hierbas y toco nueces duras y secas. Me lleno de ellas los bolsillos. Al día siguiente vuelvo con una bolsa y recojo todas las nueces que me es posible llevar. Al ver la bolsa de nueces en la cocina, Antonia me pregunta:

—¿De dónde han salido esas nueces?

Digo:

—De nuestro jardín.

—¿De qué jardín? Nosotros no tenemos jardín.

—Del jardín de la casa donde vivía antes.

Antonia me sienta en sus rodillas.

—¿Cómo has dado con ella? ¿Cómo es que la recuerdas? Entonces sólo tenías cuatro años.

Digo:

—Ahora tengo ocho. Dime qué pasó, Antonia. Dime dónde están todos. ¿Qué les ha pasado? A papá, a mamá, a Lucas.

Antonia llora y yo me aprieto fuertemente contra ella.

—Tenía la esperanza de que lo olvidarías todo. No te h hablado nunca de todo esto para que lo olvidases.

Digo:

—No he olvidado nada. Cada noche, cuando miro al cielo, pienso en ellos. Están allá arriba todos, ¿verdad? Han muerto todos.

Antonia dice:

—No, todos no. Sólo tu padre. Sí, tu padre murió.

—¿Y mi madre? ¿Dónde está?

—En un hospital.

—¿Y mi hermano Lucas?

—En un centro de reeducación. En la ciudad de S., cerca de la frontera.

—¿Qué le pasó?

—Recibió un disparo, una bala que rebotó.

—¿Qué bala?

Antonia me aparta, se levanta.

—Déjame, Klaus, te lo ruego, déjame.

Se va a su habitación, se tiende en la cama, continúa sollozando. Sarah también se echa a llorar. La cojo en brazos, me siento al borde de la cama de Antonia.

—No llores, Antonia. Cuéntamelo todo. Es mejor que lo sepa todo. Ahora ya soy bastante mayor para saber la verdad. Hacerse preguntas es peor que saberlo todo.

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