Antonia coge a Sarah, la acuesta a su lado y me dice:
—Acuéstate al otro lado, dejemos que se duerma. No puede oír lo que tengo que decirte.
Nos quedamos tendidos los tres en la cama grande, mucho rato, en silencio. Antonia nos acaricia los cabellos, tan pronto los de Sarah como los míos. Así que oímos que Sarah respira regularmente sabemos que se ha dormido. Antonia habla mientras mira el techo. Me explica que mi madre mató a mi padre.
Digo:
—Recuerdo los disparos y las ambulancias. Y a Lucas. ¿Mi madre también disparó contra Lucas?
—No, a Lucas lo hirió una bala perdida. La bala se le metió junto a la columna vertebral. Estuvo inconsciente meses enteros, creían que se quedaría inválido. Ahora hay esperanzas de que pueda quedar completamente curado.
Pregunto:
—¿Mamá también está en la ciudad de S. con Lucas?
Antonia dice:
—No, tu madre está aquí, en esta ciudad. En un hospital psiquiátrico.
Pregunto:
—¿Psiquiátrico? ¿Qué quiere decir esto? ¿Está enferma o está loca?
Antonia dice:
—La locura es una enfermedad como otra cualquiera.
—¿Puedo ir a verla?
—No sé. No debes. Demasiado triste.
Reflexiono un momento, después pregunto:
—¿Por qué se volvió loca mi madre? ¿Por qué mató a mi padre?
Antonia dice:
—Porque tu padre me quería a mí. Nos quería a las dos, a Sarah y a mí.
Digo:
—Sarah todavía no había nacido. Entonces es por tu culpa. Todo lo que ocurrió fue por culpa tuya. Si no hubiera sido por ti, todos habríamos sido felices en la casa de las persianas verdes, a pesar de la guerra y después de la guerra. Si no hubiera sido por ti, mi padre no estaría muerto, mi madre no se habría vuelto loca, mi hermano no estaría inválido y yo no estaría solo.
Antonia se calla. Salgo de la habitación.
Voy a la cocina, cojo el dinero que Antonia ha dejado preparado para hacer la compra. Todas las noches deja sobre la mesa de la cocina el dinero necesario para la compra del día siguiente. No me pide nunca cuentas.
Salgo de la casa. Voy hasta una calle larga y ancha por la que circulan autobuses y tranvías. Me dirijo a una vieja que está esperando el autobús en la esquina:
—Por favor, señora, ¿cuál es el autobús que va a la estación?
Me pregunta:
—¿A qué estación, pequeño? Hay tres.
—A la estación más próxima.
—Toma el tranvía número cinco, después el autobús número tres. El revisor te dirá dónde tienes que apearte para el cambio.
Llego a una estación inmensa, llena de gente. Todos se empujan, gritan, sueltan palabrotas. Me pongo en la cola de los que esperan delante de una ventanilla. Avanzamos lentamente. Cuando por fin me toca el turno, digo:
—Un billete para la ciudad de S.
El empleado me dice:
—El tren para S. no sale de aquí. Tienes que ir a la estación del sur.
Cojo otros autobuses y tranvías. Cuando llego a la estación del sur ya es de noche y no hay ningún tren para S. hasta el día siguiente por la mañana. Voy a la sala de espera, encuentro un sitio en un banco. Hay muchísima gente, huele mal y el humo de pipas y cigarrillos me pica en los ojos. Trato de dormir pero, así que cierro los ojos, veo a Sarah sola en el cuarto, a Sarah yendo a la cocina, a Sarah llorando porque yo no estoy. Se queda sola toda la noche, porque Antonia tiene que ir a trabajar, mientras yo estoy sentado en una sala de espera para trasladarme a otra ciudad, la ciudad donde vive mi hermano Lucas.
Quiero ir a la ciudad donde vive mi hermano, quiero encontrar de nuevo a mi hermano, después iremos juntos a reunirnos con nuestra madre. Mañana por la mañana iré a la ciudad de S. Mañana me iré.
No puedo dormir. Encuentro en los bolsillos las tarjetas de racionamiento, sin esas cartillas Antonia y Sarah no tendrán comida.
Tengo que volver.
Echo a correr. Las zapatillas de gimnasia no hacen ruido. Ya es la mañana, cerca de casa hago cola para el pan, después para la leche, vuelvo a casa.
Antonia está sentada en la cocina. Me coge en brazos:
—¿Dónde estabas? Sarah y yo nos hemos pasado la noche llorando. No nos dejes nunca más.
Digo:
—No quiero dejaros. He traído el pan y la leche. Falta un poco de dinero. Fui a la estación. Y a otra estación. Quería ir a la ciudad de S.
Antonia dice:
—Dentro de poco tiempo iremos juntos. Iremos a ver a tu hermano.
Digo:
—También me gustaría ver a mi madre.
Un domingo por la tarde vamos al hospital psiquiátrico. Antonia y Sarah se quedan esperando en la recepción. Una enfermera me lleva a una salita amueblada con una mesa y unas butacas. Delante de la ventana hay un velador con plantas verdes. Me siento, espero.
Vuelve la enfermera llevando del brazo a una mujer vestida con una bata, a la que ayuda a sentarse en una de las butacas.
—Da los buenos días a tu mamá, Klaus.
Miro a la mujer. Es gorda y vieja. Lleva peinados hacia atrás y recogidos en la nuca sus cabellos grisáceos, atados con una hebra de lana. Lo veo cuando ella se vuelve y se queda mirando fijamente la puerta cerrada. Después, pregunta a la enfermera:
—¿Y Lucas? ¿Dónde está?
La enfermera responde:
—Lucas no ha podido venir, pero aquí está Klaus. Da los buenos días a tu mamá, Klaus.
Digo:
—Buenos días, mamá.
Me pregunta:
—¿Por qué estás solo? ¿Por qué no ha venido Lucas contigo?
La enfermera dice:
—Lucas también vendrá, muy pronto.
Mi madre me mira. De sus ojos azul claro comienzan a brotar gruesas lágrimas. Dice:
—Mentiras. Siempre mentiras.
Le gotea la nariz. La enfermera la suena. Mi madre deja caer la cabeza sobre el pecho, no dice nada más, no me mira más.
La enfermera dice:
—Estamos cansadas. Vamos de nuevo a la cama. ¿Quieres abrazar a tu mamá, Klaus?
Digo no con la cabeza, me levanto.
La enfermera dice:
—Sabrás ir solo hasta la recepción, ¿verdad?
No digo nada, salgo de la habitación. Paso delante de Antonia y de Sarah sin decir nada, salgo del edificio, aguardo delante de la puerta. Antonia me pone la mano en el hombro y Sarah me da la mano, pero yo me deshago de las dos y me meto las manos en los bolsillos. Vamos hasta la parada del autobús sin decir palabra.
Por la noche, antes de que Antonia salga para ir a trabajar, le digo:
—La mujer que he visto no es mi madre. No volveré a ir a verla. Ve tú a verla y así sabrás en qué la has convertido.
Pregunta:
—¿No me perdonarás nunca, Klaus?
No respondo. Añade:
—Si supieras cuánto te quiero.
Digo:
—No deberías quererme. No eres mi madre. La que debería quererme es mi madre, pero ella sólo quiere a Lucas. Por culpa tuya.
El frente está más cerca. La ciudad es bombardeada día y noche. Pasamos mucho tiempo en el sótano. Hemos bajado colchones y mantas. Al principio también vienen nuestros vecinos, pero un día desaparecen. Antonia dice que han sido deportados.
Antonia ahora no trabaja. El cabaret donde cantaba ya no existe. La escuela ha cerrado. Es muy difícil conseguir comida, incluso con cartillas de racionamiento. Por suerte, Antonia tiene un amigo que viene de cuando en cuando y nos trae pan, leche en polvo, galletas y chocolate. Por la noche el amigo se queda a dormir en casa porque no puede volver a la suya a causa del toque de queda. Esas noches Sarah duerme conmigo en la cocina. Yo la acuno, le hablo de Lucas, con el que pronto nos reuniremos, y nos dormimos mirando las estrellas.
Una mañana Antonia nos despierta temprano. Nos dice que nos pongamos ropa de abrigo, que nos pongamos varias camisas y jerséis, el abrigo y unos cuantos pares de calcetines, porque tenemos que hacer un largo viaje. Con el resto de nuestra ropa llena dos maletas.
El amigo de Antonia nos viene a buscar con un coche. Ponemos las maletas en el portaequipajes, Antonia se sienta delante, Sarah y yo detrás.
El coche se para delante casi de mi antigua casa, en la entrada del cementerio. El amigo se queda en el coche, Antonia camina aprisa y nos lleva casi arrastrando a Sarah y a mí, cogidos de la mano.
Nos paramos delante de una tumba con una cruz de madera en la que está escrito el apellido de mi padre con un nombre de pila doble: el mío y el de mi hermano, Klaus-Lucas T.
Sobre la tumba, entre varios ramilletes ajados, hay uno casi fresco, un ramillete de claveles blancos.
Digo a Antonia:
—Claveles; mi madre tenía el jardín lleno de claveles. Eran las flores favoritas de mi padre.
Antonia dice:
—Ya lo sé. Decid adiós a vuestro padre, niños.
Sarah dice dulcemente:
—Adiós, papá.
Yo digo:
—No era el padre de Sarah. Era nuestro padre únicamente, el de Lucas y el mío.
Antonia dice:
—Ya te lo expliqué. ¿No lo entendiste? No importa. Venga, que no tenemos tiempo que perder.
Volvemos al coche, nos lleva a la estación del sur. Antonia da las gracias a su amigo y le dice adiós.
Hacemos cola delante de la ventanilla. Sólo ahora me atrevo a preguntárselo a Antonia:
—¿Dónde vamos?
Dice:
—A casa de mis padres. Pero primero nos pararemos en la ciudad de S. para recoger a tu hermano Lucas.
La cojo de la mano, la beso.
—Gracias, Antonia.
Ella aparta la mano.
—No me des las gracias. Lo único que sé es el nombre de la ciudad y el nombre del centro de reeducación, no sé más.
Cuando Antonia paga los billetes me doy cuenta de que no me habría sido posible pagar el viaje hasta la ciudad de S. con el dinero de la compra.
El viaje es incómodo. Hay muchísima gente, huyen del frente. Sólo disponemos de un asiento para los tres. El que está sentado tiene a Sarah sobre las rodillas, el otro se queda de pie. Durante el viaje, que debía durar cinco horas pero que tarda doce a causa de las alarmas, intercambiamos varias veces el asiento. El tren se para en pleno campo, salen los viajeros y se echan al suelo, en el campo. Cuando esto sucede, extiendo el abrigo en el suelo, pongo a Sarah encima y me tiendo sobre ella para protegerla de las balas, de la metralla y de los proyectiles.
De noche, ya tarde, llegamos a la ciudad de S. Vamos a la habitación de un hotel. Sarah y yo nos acostamos inmediatamente en la cama grande, Antonia vuelve a bajar al bar para hacer algunas averiguaciones y no vuelve hasta la mañana siguiente.
Ya tiene la dirección del Centro donde seguramente está Lucas. Vamos al día siguiente.
Es un edificio situado en un parque. La mitad ha quedado destruido. Está vacío. Vemos algunos muros en pie, ennegrecidos por el humo.
Hace tres semanas que el Centro fue bombardeado.
Antonia hace preguntas. Va a informarse a las autoridades locales, intenta ponerse en contacto con los supervivientes del Centro. Se entera del domicilio de la directora. Vamos a verla.
Nos dice:
—Recuerdo muy bien a Lucas. Era el peor niño de la casa. Siempre molestando, siempre fastidiando a todo el mundo. Un niño realmente insoportable, incorregible. Nadie venía a verle nunca, nadie preguntaba por él. Si no recuerdo mal, había un drama de familia. No puedo decirle más.
Antonia insiste.
—¿Volvió a verle después del bombardeo?
La directora dice:
—Yo también fui una víctima de aquel bombardeo y nadie me pregunta si me pasó nada. Hay mucha gente que quiere hablar conmigo, que quiere preguntarme sobre algún hijo suyo. Nadie se interesa por mí. En cambio, después de aquel bombardeo tuve que pasar dos semanas en el hospital. Debido al susto, ¿comprende? Yo era la responsable de todos aquellos niños.
Antonia vuelve a preguntar:
—Haga memoria. ¿Qué recuerda de Lucas? ¿Volvió a verle después del bombardeo? ¿Qué pasó con los niños que sobrevivieron?
La directora dice:
—No lo volví a ver nunca más. Se lo repito, yo fui una víctima más. Los niños volvieron a sus casas, los que sobrevivieron, claro. En cuanto a los muertos, fueron enterrados en el cementerio de la ciudad. Los que no murieron, pero no se sabía la dirección de su familia, fueron distribuidos. En pueblos, granjas, pequeñas ciudades. Esas familias debían devolver al niño una vez terminada la guerra.
Antonia revisa la lista de los que murieron en la ciudad.
Me dice:
—Lucas no murió. Lo encontraremos.
Subimos de nuevo al tren. Nos apeamos en una pequeña estación, recorremos el centro de la ciudad. Antonia lleva a Sarah dormida en sus brazos, yo llevo las maletas.
Nos paramos en la plaza principal. Antonia llama a una puerta, sale a abrir una vieja. Conozco a la vieja. Es la madre de Antonia. Dice:
—¡Alabado sea Dios! Todos sanos y salvos. He pasado un miedo terrible. No he parado un momento de rezar.
Me coge la cara entre las manos.
—¿También tú has venido?
Digo:
—No había otro remedio. Tengo que cuidar de Sarah.
—Naturalmente, tienes que cuidar de Sarah.
Me abraza contra su pecho, me besa, después coge a Sarah en brazos.
—¡Qué guapa estás! ¡Cuánto has crecido!
Sarah dice:
—Tengo sueño. Quiero dormir con Klaus.
Nos acuestan en la misma habitación, la habitación donde dormía Antonia cuando era pequeña.
Sarah llama abuela y abuelo a los padres de Antonia, yo los llamo tía Mathilda y tío Andreas. Tío Andreas es pastor y no ha sido movilizado porque está enfermo. La cabeza le tiembla siempre, como si estuviera diciendo «no» todo el tiempo.
Tío Andreas me lleva a dar una vuelta por las calles de la ciudad, a veces hasta que se hace de noche. Dice:
—Siempre había deseado tener un hijo. Un niño habría comprendido el amor que siento por esta ciudad. Se habría dado cuenta de la belleza de estas calles, de estas cosas, de este cielo. Sí, esta belleza del cielo que no se encuentra en ningún otro lugar del mundo. Mira. No hay nombre para los colores de este cielo.
Digo:
—Parece un sueño.
—Un sueño, sí. Sólo tuve una hija. Se marchó muy pronto, cuando era muy joven. Ha vuelto con una niña y contigo. Tú no eres hijo mío, tampoco eres mi nieto, pero eres el niño que esperaba.
Digo:
—Pero yo tengo que volver con mi madre cuando esté curada, también tengo que encontrar a mi hermano Lucas.