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Authors: Agota Kristof

Tags: #Drama, #Belico

La tercera mentira (14 page)

BOOK: La tercera mentira
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Digo:

—Por supuesto, mamá. Perdóname, pero tengo un sueño espantoso.

Me acuesto y, antes de dormirme, hablo mentalmente a Lucas, como vengo haciendo desde hace muchísimos años. Le digo más o menos lo de siempre. Le digo que, si está muerto, tiene suerte y que me encantaría estar en su lugar. Le digo que a él le ha correspondido la mejor parte, que yo debo llevar la carga más pesada. Le digo que la vida es de una futilidad total, que no tiene sentido, es aberración, sufrimiento infinito, invento de un No-Dios cuya maldad rebasa la comprensión.

No vuelvo a ver más a Sarah. A veces tengo la impresión de descubrirla en la calle, pero nunca es ella.

Paso una vez por delante de la casa donde antes vivía Antonia, pero no hay ningún nombre conocido en los buzones y, de todos modos, ignoro el nuevo nombre de Antonia.

Años más tarde recibo una participación de boda. Sarah se casa con un cirujano, la dirección de las dos familias corresponde al barrio más rico, más elegante de la ciudad, llamado «la Colina de las Rosas».

«Amiguitas» tengo muchas. Son chicas que encuentro en las tabernas próximas a la imprenta, tabernas por las que acostumbro a pasar antes y después del trabajo. Son obreras o camareras, rara vez las veo dos veces y no llevo nunca ninguna a mi casa para presentársela a mi madre.

Paso las tardes de los domingos en casa de mi jefe Gaspar en compañía de su familia. Jugamos a cartas mientras tomamos cerveza. Gaspar tiene tres hijos. La mayor, Esther, juega con nosotros, tiene casi mi edad, trabaja en una fábrica de tejidos, es tejedora desde que tenía trece años. Los dos chicos, algo más jóvenes y también tipógrafos, salen los domingos por la tarde. Van a ver partidos de fútbol, al cine, a pasear por la ciudad. Anna, la mujer de Gaspar, tejedora como su hija, lava los platos, hace la colada, prepara la cena. Esther tiene los cabellos rubios, los ojos azules y una cara que recuerda la de Sarah. Pero no es Sarah, no es mi hermana, no es mi vida.

Gaspar me dice:

—Mi hija está enamorada de ti. Cásate con ella. Te la doy. Eres el único que la mereces.

Digo:

—No quiero casarme, Gaspar. Tengo que cuidar de mi madre y esperar a Lucas.

Gaspar dice:

—¿Esperar a Lucas? ¡Pobre imbécil!

Y añade:

—Si no quieres casarte con Esther, mejor que no vuelvas.

No vuelvo más a casa de Gaspar. A partir de ese momento paso todo el tiempo libre en casa, solo con mi madre, salvo las horas en que paseo sin objeto por el cementerio o por la ciudad.

A los cuarenta y cinco años me convierto en encargado de otra imprenta que pertenece a una casa editora. Ya no trabajo por las noches, sino de las ocho de la mañana a las seis de la tarde con dos horas de descanso a mediodía. Mi salud está ya bastante maltrecha en esa época. Tengo los pulmones saturados de plomo, la sangre, mal oxigenada, va envenenándose. A eso se llama saturnismo, enfermedad de los impresores, de los tipógrafos. Tengo cólicos y náuseas. El médico me recomienda que beba mucha leche, que tome el aire a menudo. A mí la leche no me gusta. También sufro de insomnio y, por tanto, de gran fatiga nerviosa y física. Después de treinta años de trabajo nocturno me resulta imposible acostumbrarme a dormir por la noche.

En la nueva imprenta imprimimos todo tipo de textos, poemas, prosa, novelas. El director de la editorial viene a menudo para controlar el trabajo. Un día me pone delante de los ojos mis propios poemas, que ha encontrado en un estante.

—¿Qué es eso? ¿De quién son esos poemas? ¿Quién es ese Klaus Lucas?

Farfullo unas palabras porque sé que, en general, no tengo ningún derecho a imprimir nada de tipo privado.

—Soy yo. Los poemas son míos. Los he impreso fuera de horas de trabajo.

—¿Quiere decir que ese Klaus Lucas es usted, el autor de esos poemas?

—Sí, soy yo.

Pregunta:

—¿Y cuándo los ha escrito?

Digo:

—En los últimos años. Había escrito muchísimos más, antes, cuando era joven.

Dice:

—Tráigame todo lo que tenga. Pase mañana por mi despacho y traiga todo lo que haya escrito.

A la mañana siguiente entro en el despacho del director con mis poemas. Son varios centenares de páginas, mil quizá.

El director sopesa el paquete.

—¿Todo esto? ¿Y no había intentado nunca publicarlos?

Digo:

—No lo había pensado. Escribía para mí, para hacer algo, para divertirme.

El director se ríe.

—¿Para divertirse? Pues sus poemas no es que sean lo que se dice divertidos. En todo caso, los que llevo leídos hasta ahora. Quizá en su juventud era usted más alegre.

Digo:

—En mi juventud no lo era en absoluto.

Dice:

—Tiene usted razón. No eran tiempos para estar muy alegre. Pero desde la revolución hay muchas cosas que han cambiado.

Digo:

—No para mí. Para mí no ha cambiado nada.

Dice él:

—Por lo menos ahora podemos publicar sus poemas.

Digo:

—Si usted cree, si le parece bien, publíquelos. Pero le ruego que no dé a nadie mi dirección ni mi verdadero nombre.

Vino Lucas y volvió a marcharse. Yo mismo lo eché. Me dejó un manuscrito inacabado. Estoy terminándolo.

El hombre de la embajada no me anunció su visita. Dos días después de haber venido mi hermano, llama a la puerta de mi casa a las nueve de la noche. Afortunadamente mi madre está acostada. Es un hombre de cabellos rizados, pálido y delgado. Lo hago pasar a mi despacho. Dice:

—Hablo mal su lengua, no me lo tenga en cuenta si me expreso con brusquedad. Su hermano, mejor dicho, su supuesto hermano, Claus T., se ha suicidado hoy. Se ha arrojado debajo de un tren a las dos y cuarto de la tarde en la estación del Este, justo cuando nos disponíamos a repatriarlo a su país. Ha dejado en la embajada una carta para usted.

El hombre me tiende un sobre en el que está escrito: «A la atención de Klaus T.».

Abro el sobre. Leo en un tarjetón: «Me gustaría que me enterraran al lado de nuestros padres». El nombre de la firma es Lucas.

Doy el tarjetón al hombre de la embajada.

—Quiere que lo entierren aquí.

El hombre lee el tarjetón, me pregunta:

—¿Por qué firma con el nombre de Lucas? ¿Era de verdad hermano de usted?

Digo:

—No, pero estaba tan convencido de ello que no puedo negarle lo que me pide.

El hombre dice:

—Es curioso. Hace dos días, después de la visita que le hizo a usted, le preguntamos si había dado con algún familiar suyo. Nos dijo que no.

Digo:

—Es verdad. Entre nosotros no existe parentesco alguno.

El hombre pregunta:

—De todos modos, ¿autoriza usted a que sea enterrado junto a sus padres?

Digo:

—Sí. Al lado de mi padre. Es el único difunto de mi familia.

Seguimos el coche fúnebre, el hombre de la embajada y yo. Está nevando. Yo llevo un ramillete de claveles blancos y otro de claveles rojos. Los he comprado en una floristería. En nuestro jardín no hay claveles, ni siquiera en verano. Mi madre planta todo tipo de flores salvo claveles.

Al lado de la tumba de mi padre cavan otra tumba. Bajan el ataúd de mi hermano, hincan en la tierra la cruz que lleva mi nombre con una ortografía diferente.

Vuelvo al cementerio todos los días. Contemplo la cruz donde está inscrito el nombre de Claus y pienso que debería sustituirla por otra que llevase el nombre de Lucas.

Pienso también que pronto volveremos a estar todos juntos. Cuando muera mi madre no habrá ya razón para seguir.

El tren... es una buena idea.

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