El pueblo de Maddox parecía el decorado de una película de vaqueros. Había un almacén, una farmacia, una iglesia, un ayuntamiento donde proyectaban películas los fines de semana y el hotel restaurante de Mickey el Irlandés. Ahí fue donde se detuvo la tía Mame.
—¡Ya estamos aquí! —dijo.
—¿No te habrán alquilado esos bellezones un barucho de mala muerte? —pregunté atónito.
—¡Oh, no, cariño! Nosotras nos alojamos en la vieja mansión Maddox. Tú te hospedarás aquí.
—¿Cómo que me hospedaré aquí? ¿Es que no hay sitio donde tú estás?
—Cariño, la mansión Maddox tiene más de dos docenas de dormitorios, pero no pensarías que te iba a alojar allí con tres chicas solteras. Al fin y al cabo, son, por así decirlo, mis invitadas este verano y mi deber es hacer de carabina —dijo con mojigatería.
—¿Quién demonios has creído que eres? —pregunté enfadado—. ¿La encarnación del puritanismo?
—¡Oh, Patrick, cariño! —dijo elevando la mirada al cielo de Maine—. ¡Cómo te ha endurecido la vida en esa implacable agencia de publicidad! ¿Qué ha sido de tu sensibilidad? He tratado de inculcarte un mínimo de gentileza y un cierto respeto por las cosas importantes para las damas y los caballeros de buena familia y…
—¡No me vengas con monsergas! —gruñí—. Me educaste con la peor chusma que…
—¡Oh, cariño! —dijo consultando con elegancia su reloj de pulsera—. ¡Tengo que irme volando! Esta noche cenamos con los Saltonstall. No sabes lo mucho que lamento no haber podido conseguir una invitación para ti, pero, bueno, pásate mañana. La vieja mansión Maddox no tiene pérdida. Dobla a la izquierda cuando salgas de Mickey el Irlandés y echa a andar hasta el otro extremo de la isla. Ahí es donde vivimos. ¿Qué tal a eso de la una? —Se marchó antes de que pudiera vilipendiarla a gusto.
Mickey el Irlandés era idéntico a cualquier otro hotel restaurante, un local frío y desolado, iluminado con fluorescentes y decorado con una espantosa máquina de discos, fotografías de las candidatas a Miss Rheingold del año 1947 y anuncios de licor, sibilantes tubos de neón y tubos de cristal con burbujas. Lo único que valía la pena era la hija de Mickey, Pegeen, una pelirroja escultural con una silueta que hacía subir la temperatura y un carácter que hacía que volviese a descender bajo cero. Si de frialdad se trata, esa chica era un auténtico glaciar.
—Me… me llamo Dennis —dije cuando me recuperé de la impresión de verla.
—¡Ah, sí! —dijo cortante—, el nuevo candidato para las Maddox. Pase por aquí. —Antes de que pudiera entender lo que acababa de decir, estábamos en el piso de encima del restaurante, en una habitación que daba a la única calle de la isla de Maddox—. Esta es —dijo—. Si no le gusta la habitación, dígamelo, porque es la única que tenemos y así mi padre podrá alquilársela a otro. Puede cenar cuando quiera y lo que quiera, pero preferiría saberlo ahora.
Para entonces yo estaba fuera de mis casillas y pensé: «Muy bien, pelirroja, ahora me toca a mí».
—Gracias —dije—. Cenaré en mi habitación, y tomaré un
entrecôte à la Bordelaise, pommes soufflées
, ensalada verde,
créme brûlée
y
caffè espresso
. A las ocho en punto —añadí con una pizca de maldad. Para mi sorpresa, ella lo anotó todo—. Tome —dije ofreciéndole una moneda de cincuenta centavos.
—No, gracias —respondió—. Si quiere dar propina, déjela en el tarro que hay abajo, en la barra. Mi padre y yo recaudamos fondos para las viudas de los pescadores. —Y, con esas palabras, se marchó.
Estaba furioso. Bastante era haber viajado hasta la isla de Maddox, pero que me dejasen tirado en el hotel restaurante de Mickey el Irlandés, verme obligado a pasar la noche solo en un pueblo fantasma, que la tía Mame me tratase con paternalismo, que no me dejasen ver a las hermanas Maddox y encima tener que soportar el desdén de Pegeen pasaba de la raya. Traté de encontrarle defectos a la habitación, pero no pude. Era sencilla pero pulcra, con auténticas sábanas irlandesas en la cama. El baño de al lado también estaba inmaculadamente limpio. Enfadado, me acosté en la cama y me quedé dormido.
A las ocho en punto llegó mi comida.
—Aquí está su cena —dijo Pegeen despertándome—. Cómasela ahora, que aún está caliente. Y, por favor, no se tumbe en la cama con los zapatos puestos. Esto no es el Hotel Mills.
Con esas palabras se marchó y me dejó con la cena más deliciosa que he comido nunca…, y que era además exactamente lo que había pedido. Nunca había estado tan avergonzado, ni tan furioso.
Más tarde, esa misma noche, bajé desesperado al bar a tomar una copa, en parte porque me encontraba solo, y en parte para tratar de reparar mi comportamiento. Pegeen y su padre estaban allí con un par de parroquianos habituales, pero, cada vez que traté de iniciar una conversación, me respondieron con total indiferencia. Fuera de mí, subí a la habitación a eso de las diez; descubrí que la siesta me había quitado el sueño, y no pude pegar ojo en toda la noche.
Al día siguiente, me levanté, tardé un buen rato en bañarme y afeitarme y me puse de punta en blanco para ir a comer con las hermanas Maddox. Consulté el reloj: eran las once en punto. Me senté a leer de arriba abajo un ejemplar de la revista
Life
, anuncios incluidos. Luego volví a leerla. A la una menos cuarto, me puse en camino.
La isla de Maddox estaba habitada por unos cincuenta lugareños, que vivían allí todo el año, y unas cien familias con grandes casas de madera que sólo ocupaban en verano. Al otro extremo de la isla había un enorme e impresionante edificio, con la palabra «Maddox» pulcramente tallada en el poste de la entrada. Era una de esas monstruosidades estilo general Grant, cubierta de torres y torreones, cúpulas, pararrayos, porches y balcones. Aunque un poco venida a menos, se notaba que, en su época, había sido una mansión imponente.
Subí fatigado por el camino que conducía hasta la casa. Al llegar a la puerta, apareció la tía Mame:
—¡Cariño! ¡Por fin has llegado! —Iba vestida con una camisa fina de algodón y un pantalón sujeto por un único tirante, como si fuese una especie de Huckleberry Finn disfrazado.
—Te estaba observando desde el mirador con mis prismáticos.
—¿Es que no vas a ofrecerme algo de beber? —pregunté con amargura.
—¡Ah, sí, las bebidas! Llamaré a Ito. —Desapareció y no volvió hasta al cabo de media hora, que pasé irritado esperando en una tumbona y tratando de entender un ejemplar de
Botteghe Oscure
. Cuando llegó vestida para una recepción real y con una bandeja de plata en la que transportaba una licorera llena de jerez y dos copas, yo estaba que echaba chispas.
Tomamos un jerez, luego otro, y un tercero, mientras la tía Mame parloteaba con mucha labia sobre los Cabot, los Lodge, los Saltonstall y los Faneuil y yo me consumía silenciosamente de rabia. Por fin, Ito anunció que la comida estaba servida. Cuando vi que la mesa en el enorme y antiguo comedor estaba puesta para sólo dos personas se me acabó la paciencia.
—¿Dónde demonios están las Maddox? —exclamé.
—¡Oh! —dijo la tía Mame sin inmutarse—, han ido a comer con los Lowell. Tuve que excusarme ya que tú…
—Pero ¿cuándo voy a verlas? —grité desde el otro extremo de la larga mesa.
—¿Qué prisa tienes, cariño? De todos modos, no creo que se interesen por ti.
Miró recatadamente la mousse que tenía en el plato y zanjó así la conversación.
Si alguna vez se concibió plan alguno para hacer enloquecer a alguien, ése fue el de la tía Mame en su papel de aristócrata de Nueva Inglaterra. Me dejó en la mesa con una copa de oporto, un cigarro rancio y una mosca y se «retiró» al salón. Cuando me reuní con ella —unos tres minutos más tarde— me dio un ejemplar de
Walden
para que se lo leyera en voz alta ¡mientras ella hacía labores! No hablamos de nada hasta que se pinchó en el dedo y soltó una interjección breve y nada propia de una señora. Dejé el libro y estaba a punto de enviarla a paseo cuando oí un trío de voces melifluas en el porche.
En cuanto las tres hermanas Maddox entraron en la habitación, olvidé lo que iba a decirle a la tía Mame. Se quedaron en el umbral con sus vestidos blancos como si estuvieran esperando que las pintara Sargent. De hecho, de ese verano no guardo ningún recuerdo de las tres hermanas como individuos, sino siempre agrupadas artísticamente, como en sus fotografías, que, aunque espléndidas, no captaban su belleza. El cabello negro azulado, los ojos negros y profundos, la perfección estilo
noli me tangere
de la carne y sus miembros estaban fuera del alcance del objetivo de la cámara.
—¡Oh, queridas, estáis ahí! —dijo despreocupadamente la tía Mame mientras yo me esforzaba por ponerme en pie—. Margot, Miranda, Melissa, mi sobrino Patrick.
Quise de decir algo, pero justo en ese momento las tres hicieron una profunda reverencia como si yo fuese Carlos II. La rapidez y la elegancia de aquel gesto tan anacrónico me dejaron tan perplejo que volví a desplomarme en la silla.
—¡Borrachín! —murmuró la tía Mame, y absorbió a las tres bellezas en una conversación al estilo de Nueva Inglaterra.
Por suerte, esa noche no las habían invitado a cenar con el gobernador Winthrop, ni con John Alden o Boss Curley, así que la tía Mame me rogó que cenara con ellas, aunque no antes de que fuese a cambiarme y me pusiera una corbata. Pegeen me dedicó una mirada de lástima al verme bajar por las escaleras de Mickey el Irlandés con mi traje de fiesta, y los lugareños silbaron al verme andar penosamente por el camino polvoriento a plena luz del día con zapatos de charol, pero no me importó. La idea de volver con la tía Mame y su cohorte de diosas era suficiente.
Esa noche volvieron a dejarme con el oporto, mientras la tía Mame se llevaba a aquellos cisnes al salón. A las diez me despidieron de forma sumaria, pero no antes de que descubriese que las tres hermanas Maddox no sólo eran guapísimas, sino muy inteligentes. Margot tenía gustos literarios y hablaba de Kafka con elegancia y elocuencia. Miranda pintaba y tomaba fotografías. Melissa sabía mucho de música. No estaba borracho —era imposible estarlo con las bebidas que servía la tía Mame ese verano—, pero me sentía como si me hubiera acabado las reservas de Mickey el Irlandés. Margot, Miranda y Melissa, pensaba; Melissa, Miranda y Margot. Me dormí con la imagen de aquellas tres sirenas girando en mi cabeza.
* * *
Una vez roto el hielo, se me permitió volver a la mansión Maddox con cierta regularidad, aunque la tía Mame se comportaba como una severa carabina, y, al parecer, las tres hermanas estaban muy solicitadas entre los herederos de las grandes familias de Boston que veraneaban en la isla de Maddox. E, incluso cuando me invitaban, era siempre bajo la constante vigilancia de la tía Mame, que animaba a las chicas —aunque tampoco es que hiciera mucha falta— a seguir sus propios intereses cada mañana. La vida en la mansión Maddox era bastante rutinaria, aunque se tratase de una rutina muy poco habitual. Pasaban los días en la playa discutiendo cuestiones intelectuales como el teatro japonés, los madrigales ingleses, la escultura de Henry Moore, la importancia del hilo metálico en los tejidos contemporáneos, las obras inéditas de Joe Gould, los interesantes diseños creados por el tintado batik, la extraña belleza de las voces tísicas mexicanas, el modo en que Katina Paxinou leía Electra, los diseños textiles de una niña de diez años de un reformatorio de Rhode Island, aparte de alabar mutuamente su talento. Miranda pintaba al estilo de Eugene Berman —
Mame en el mausoleo, Margot de luto
— y tomaba fotografías a la manera de Cecil Beaton —
Mame entre las velas, Melissa morte y Mame y Margot como náyades
(a la tía Mame el pelo le apestó a algas varios días después de que hiciera aquella fotografía, que salió bastante mal)—. Miranda me pidió que posara como fauno durmiente, paje florentino, corredor espartano y otras cosas parecidas con algunas pelucas y telas que encontraba en el desván y me hacían sentir avergonzado.
Una mañana, cuando estábamos solos en la playa, Miranda echó una mirada alentadora a mi torso (que incluso hoy no está del todo mal) y dijo:
—¿Te parecería demasiado descarada si te pidiera que posaras desnudo para mí? Verás, nunca he podido pagar un modelo y…
Me quedé tan perplejo y el pulso en mi diafragma latía con tanta fuerza mientras miraba embelesado el adorable rostro de Miranda que apenas pude decir palabra. Pero cuando estaba a punto de desatar el cordón de mi bañador, la cara de la tía Mame asomó detrás de las dunas acompañada de las de Margot y Melissa.
—¡Pues claro que lo hará, querida! —gritó la tía Mame—. Vamos, cielo, ¡fuera los pantalones! Eres guapo y esbelto y posar para Miranda será totalmente apropiado, mientras nosotras tres estemos presentes para vigilaros.
No me habría sorprendido más si me hubiese caído encima un rayo. Ahogado de rabia y vergüenza, me apresuré a ponerme toda la ropa mientras la tía Mame, al estilo de una señora Gardiner bostoniana, gritaba cosas acerca de la belleza del cuerpo humano.
* * *
Melissa componía música, muy moderna y atonal, creo, aunque el viejo piano Beckstein de la sala de música estaba tan desafinado que nunca pude saberlo con certeza. Una noche, cuando llevaba más tiempo de lo que nadie habría podido soportar a solas con mi copa de oporto, oí golpear y repiquetear el piano en la sala de música y me dirigí allí en lugar de pasar al saloncito. Melissa estaba sola al teclado, angelicalmente iluminada por las velas. Estaba tan hermosa que solté un jadeo audible. Alzó la mirada y me dedicó una sonrisa deslumbrante.
—Es una pieza que he compuesto hoy —dijo con su voz profunda y celestial—. ¿Te importaría pasarme las páginas, por favor?
Atravesé la habitación como un zombi. La música parecía compuesta para el teatro kabuki, aunque, concentrado como estaba en los magníficos hombros de Melissa, en sus brazos y su
poitrine
, lo mismo podía haber tocado
Jingle Bells
.
—Ahora, por favor —susurró.
Tembloroso, me incliné para poner sitio a su delicioso cuello cuando la puerta se abrió de repente.
—¡Aquí estáis! —exclamó la tía Mame. Iba flanqueada por Margot y Miranda—. ¡Espléndido! Justo a tiempo para un conciertito. ¡Toca, Melissa!
Se encendieron las luces y estuve al lado del piano pasando páginas hasta avanzada la medianoche.
Margot sabía leer y escribir. Estaba informadísima sobre el existencialismo, Sartre y Kafka. Incendiado de deseo, la observaba flotar hasta el emparrado con un vaporoso vestido blanco (aquellas chicas siempre vestían de blanco) con una pila de libros franceses de tapas amarillas, papeles amarillos y lápices del mismo color. Mi corazón brincaba de admiración. ¡Pero no había manera de estar con ella a solas!