La Torre de Wayreth (13 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Torre de Wayreth
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Más bien no tenía sentido hasta que había oído decir al Señor de la Noche que Nuitari se había rebelado contra su madre.

El interrogatorio se había alargado una agotadora hora tras otra. Durante todo ese tiempo, Raistlin oía los gritos, los aullidos y los chillidos de otros prisioneros que sufrían el desgarro del potro y los mordiscos del látigo. Le llegaba el olor a carne quemada.

El Señor de la Noche cada vez se sentía más frustrado por las negativas de Raistlin.

—Me dirás todo lo que sepas y más aún —le dijo el Señor de la Noche—. Que venga el Ejecutor.

Raistlin había intentado utilizar el Bastón de Mago, pero los magos se habían abalanzado sobre él y, tras unos cuantos calambres, le habían tirado el bastón al suelo. Había conjurado un Círculo de Protección alrededor de sí mismo. Pero el Señor de la Noche era un experto en tratar con hechiceros poco colaboradores. Había pronunciados unas pocas palabras y había señalado a Raistlin con sus uñas manchadas de sangre. El hechizo de protección se hizo añicos como un globo de cristal que cae a un suelo de mármol.

Raistlin había sentido un miedo como nunca antes lo había asaltado, peor que aquella vez que yacía indefenso debajo de las garras de un Dragón Negro en Xak Tsaroth. Los guardias empezaron a acercarse a él y no tenía ninguna forma de defenderse de ellos. Entonces ocurrió algo extraño. Todavía no había encontrado una explicación. Los guardias no pudieron ponerle las manos encima.

Él no había hecho nada por defenderse. No le quedaban fuerzas para recurrir a la magia. El viaje a través de los corredores de la magia, la pelea posterior, el conjuro del hechizo del Círculo de Protección, todo lo había debilitado. Pero la sencilla realidad era que cada vez que los guardias intentaban cogerlo, empezaban a temblar con tanta fuerza que ni siquiera podían controlar sus manos.

Raistlin se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Abrió la bolsa en la que llevaba las canicas y rebuscó. El Orbe de los Dragones rodó entre las demás, sin diferenciarse en nada excepto por los ojos. Una de las cosas que había aprendido del Orbe de los Dragones era que tenía un instinto de supervivencia tan acusado o incluso más desarrollado que el suyo.

Cogió el Orbe de los Dragones, lo sostuvo en la palma de la mano y lo miró con atención, sopesándolo y reflexionando. Había corrido un gran riesgo al llevar el orbe a Neraka, al corazón del Imperio de la Reina Oscura. El orbe estaba hecho con la esencia de dragones malignos y podía crecerse entre los de su propia especie, tan cerca de su reina maligna. Podía volverse contra él y encontrar un amo más importante y poderoso.

Sin embargo, parecía que el orbe había decidido protegerlo. Y no se debía al amor que sentía por él, de eso estaba seguro. Raistlin sacudió la cabeza, perplejo. Al orbe sólo le interesaba protegerse a sí mismo. Aquel pensamiento no era muy tranquilizador. El orbe sentía el peligro. Creía que estaba en peligro y eso significaba que él también lo estaba.

Pero ¿de dónde provenía ese peligro?, ¿de quién? Aquella ciudad, de todos los lugares posibles, debería ser un remanso de paz para aquellos que recorrían los caminos de la oscuridad.

—Por Nuitari, es verdad que juegas con canicas —exclamó Iolanthe. Arrugó la nariz y tosió—, ¿Qué es ese olor pestilente?

Raistlin estaba tan inmerso en sus pensamientos que no la había oído levantarse. Rápidamente, recogió las canicas junto con el Orbe de los Dragones y las dejó caer en la bolsa.

—Me he preparado una taza de té —respondió como toda explicación—. He estado enfermo y me viene bien.

Iolanthe abrió una ventana para que entrara aire, aunque el olor de la calle era casi tan desagradable como el del interior. El aire estaba gris por el humo de los fuegos de las fraguas y apestaba a la basura que se acumulaba en los callejones y al agua nauseabunda que corría por las alcantarillas, a la altura de los tobillos.

—Esa enfermedad... —dijo Iolanthe, mientras agitaba la mano para expulsar el olor—, ¿fue consecuencia de la Prueba?

—Una secuela —contestó Raistlin, sorprendido de que hubiera llegado a esa conclusión tan rápido.

—¿Y la misma explicación sirve para tu piel dorada y tus pupilas en forma de reloj de arena?

Raistlin asintió.

—Los sacrificios que hacemos por la magia... —comentó Iolanthe con un suspiro. Cerró la ventana—. Yo tampoco salí indemne. Nadie sale indemne. Llevo mis cicatrices por dentro.

Iolanthe se apartó el negro cabello y volvió a suspirar. Vestía un camisón de seda que en las tierras orientales de Khur se conocía como caftán. La seda era pesada y de vivos colores, con un estampado de aves rojas y azules entre flores de color morado y naranja, hojas verdes y los tallos sinuosos de las vides.

Aquella mujer desconcertaba a Raistlin. Su forma tan franca de hablar, su encanto, su inteligencia, el humor y la vivacidad que demostraba y su belleza —especialmente su belleza— hacían que se sintiese incómodo.

Porque, a pesar de la maldición que velaba sus ojos, podía ver que Iolanthe era hermosa. Su cabello era tan negro que parecía azul, los ojos violetas y el tono aceitunado de su piel la distinguían de todas las mujeres que había conocido en su vida. Mujeres como Laurana, la doncella semielfo, que era rubia, transparente y etérea; o Tika, con sus rizos de un intenso rojo y su sonrisa generosa, su voluptuosidad, su risa, su aspecto sano y su ternura.

Por el contrario, Iolanthe era el misterio, el peligro y la intriga. Hacía que Raistlin se pusiera nervioso. Incluso su ropa, con su sinfín de colores, lograba que se sintiera incómodo. Lo desaprobaba. Aquellos que tomaban la túnica negra y recorrían los caminos de las sombras no debían llevar consigo la belleza y el color.

Iolanthe le sonreía y Raistlin se dio cuenta de que se había quedado mirándola. Sintió un ardor en la piel, que se sumó a su irritación. Había dominado un Orbe de los Dragones, había aprisionado a Fistandantilus en su interior y había burlado al Señor de la Noche, pero se sonrojaba como un adolescente lleno de espinillas sólo porque una mujer hermosa le sonreía.

—Veo que el Señor de la Noche te ha devuelto el bastón —dijo Iolanthe—. Qué amable por su parte. Normalmente no se muestra tan considerado.

Raistlin se quedó sorprendido por su comentario, hasta que descubrió el brillo risueño en sus ojos de color violeta. Se dio cuenta de que tendría que haber inventado alguna explicación para la reaparición del bastón, pero se había quedado absorto preguntándose sobre el proceder del Orbe de los Dragones. Intentó pensar en algo creíble que pudiera decir, pero por lo visto había enmudecido. La mujer lo confundía, no le dejaba pensar. Cuanto antes se alejara de ella, mejor.

Iolanthe se arrodilló en el suelo, con el caftán de seda flotando alrededor, y el aire se impregnó de su perfume de gardenias. Observó el bastón, sin tocarlo, estudiando con interés la madera lisa y la garra del dragón que sujetaba la bola de cristal en la parte superior.

—Así que éste es el famoso Bastón de Mago.

Una vez más, pilló a Raistlin desprevenido. Se quedó mirándola, estupefacto.

—Aproveché la oportunidad de hacer mis humildes investigaciones anoche, mientras dormías —explicó ella—. No hay muchos bastones legendarios por el mundo. Encontré la descripción en un antiguo libro. ¿Cómo ha llegado a ti, si puedo preguntarlo?

Raistlin iba a responderle que no era asunto suyo.

—Par-Salian me lo dio cuando aprobé la Prueba —respondió, sorprendiéndose a sí mismo.

—¿Par-Salian? —Iolanthe se recostó lánguidamente en el suelo, apoyándose sobre un codo—. ¿El Portavoz de la Orden de los Túnicas Blancas, y digo «blancas»? ¿Él te regaló algo tan valioso?

—Yo mismo era un Túnica Blanca cuando me presenté a la Prueba —contestó Raistlin—. Debido al amable interés que Lunitari demostró por mí, después vestí la túnica roja. Hace poco que tomé la negra.

—Las tres —murmuró Iolanthe. Sus ojos de color violeta se posaron en él. Sus pupilas negras se dilataron, como si quisieran crecer hasta absorberlo—. Qué cosa más poco común.

Se levantó elegantemente, con el caftán danzando alrededor de sus pies desnudos.

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Se dice que el Señor del Pasado y el Presente habrá vestido las tres túnicas.

Raistlin la miró atentamente.

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Ahora, si me disculpas —continuó ella alegremente—, voy a cambiarme. Me pondré mi túnica negra para nuestra excursión a la Torre de la Alta Hechicería. Llevaría mi caftán, porque a mí me gustan los colores vivos, pero a los vejestorios que viven allí les daría un síncope.

Salió graciosamente de la habitación, dejando una estela de perfume tras de sí. A Raistlin le cosquilleó la nariz y estornudó. Iolanthe volvió ataviada con una túnica negra de seda parecida al caftán por su corte, que le dejaba los antebrazos desnudos. Raistlin oyó el leve tintineo de unas campanas cuando caminaba y vio que la hechicera llevaba una pulsera de campanillas doradas alrededor del tobillo. Era un sonido discordante que hacía que le rechinaran los dientes.

—Normalmente también llevo pulseras de oro a juego —explicó Iolanthe, como si le hubiera leído el pensamiento. Mordisqueó un poco de la tostada que Raistlin había dejado y cogió la taza. Olisqueó los restos del té e hizo una mueca—. Pero ya no me atrevo a llevar mis joyas por Neraka. Los soldados no han recibido su paga, entiéndelo. El emperador contaba con que las piezas de acero entraran sin parar en sus arcas, procedentes del botín que conseguiría en Palanthas. Por desgracia para él, nos ha llegado la noticia de que los Dragones Plateados han acudido a proteger esa hermosa ciudad.

—Es cierto —confirmó Raistlin—. Los vi antes de marcharme.

—Así que vienes de Palanthas. Qué interesante.

Raistlin se maldijo a sí mismo por haber descubierto esa información. ¡No se equivocaban quienes llamaban «bruja» a esa mujer!

—Da igual la razón —prosiguió Iolanthe—, Ariakas ha perdido su fuente de ingresos. Lo que es peor, como confiaba en ganar esas piezas de acero, ya se las había gastado. Ahora tiene unas deudas inmensas, aunque poca gente lo sabe.

—¿Y por qué yo soy uno de ellos? —quiso saber Raistlin, molesto—. ¿Por qué me cuentas todo esto? No quiero saberlo. Propagar esos rumores es... es...

—¿Una traición? —Iolanthe se encogió de hombros—. Sí, supongo que sí. Pero no son rumores, Raistlin Majere. Son hechos. Yo lo sé. Soy la amante de Ariakas.

Raistlin sintió que se le erizaba el vello de los brazos y de la nuca. Su vida pendía de un hilo.

—También soy amiga de tu medio hermana, la Señora del Dragón Kitiara uth Matar —añadió con voz suave.

Raistlin se quedó boquiabierto.

—¿Conoces a mi... hermana?

—Pues sí —repuso Iolanthe. Se quedó callada un momento y después, de repente, se lanzó a un discurso—: Sus tropas, los soldados del Ejército Azul de los Dragones, sí que reciben su paga..., y es muy buena. Aunque no consiguió tomar Palanthas, controla gran parte de Solamnia. Exige y recibe tributo de las ciudades más ricas, que tuvo el buen sentido de no quemar hasta los cimientos. Y ella se encarga de que las pagas lleguen a sus soldados. Los Dragones Azules de Kit son leales y muy disciplinados, a diferencia de los Rojos, que son unos descerebrados y unos engreídos, y pasan todo el tiempo peleándose entre ellos. Ariakas cometió la estupidez de permitir que sus Dragones Rojos y los soldados saquearan, desvalijaran y prendieran fuego a las ciudades que conquistaron y ahora se queja porque no tiene dinero.

Raistlin recordó Solace y la posada de El Último Hogar, donde había pasado tantas horas felices, arrasada hasta los cimientos. Recordó el terrible asedio a Tarsis. No dijo nada, pero en su fuero interno se permitió una sonrisa de triste satisfacción por el daño que Ariakas se había hecho a sí mismo.

La sonrisa se desvaneció en cuanto Iolanthe le tomó la mano, en un gesto espontáneo.

—Qué bueno es tener alguien con quien hablar. Alguien que comprenda. ¡Un amigo!

Raistlin apartó la mano.

—Yo no soy un amigo —dijo. Después pensó que quizá había estado grosero, así que añadió apresuradamente—: Acabamos de conocernos. Apenas sabes quién soy.

—Siento como si te conociera desde hace mucho tiempo —contestó Iolanthe, sin mostrarse nada ofendida—. Kitiara habla mucho de ti. Está muy orgullosa de ti y de tu hermano. Por cierto, ¿dónde está tu hermano?

Raistlin decidió que había llegado el momento de cambiar de tema.

—Lo que dijo anoche el Señor de la Noche sobre Nuitari...

—Era verdad. Todo era verdad, menos lo de que habían ejecutado a Ladonna. Me habría enterado. Pero Nuitari ha abandonado a su madre, Takhisis, y ahora el Cónclave de Hechiceros va a unirse en contra de la Reina Oscura.

Raistlin se quedó callado, sin decir nada que lo comprometiera. Él no formaba parte del Cónclave. No les había pedido permiso para tomar la túnica negra. De hecho, lo había hecho sin consultarles siquiera y eso lo convertía en un renegado. El Cónclave consideraba proscritos a los renegados.

Iolanthe se acercó más a él. El perfume se le metió por la nariz y le despertó como un leve dolor de cabeza.

—Ya sé lo que estás pensando —le dijo en un susurro—, porque yo estoy pensando lo mismo: ¿qué significa todo esto para mí? —Le dio una palmada juguetona en el hombro—. Deberíamos ir a la torre esa de la que tanto hablas y descubrirlo.

Volvió la cabeza y le lanzó una mirada.

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En mi tierra hay un dicho: "Cada uno tiene que calentarse su propia taza de té". Es un buen consejo en cualquier parte de Neraka, pero sobre todo en lo que se refiere a nuestros colegas hechiceros.

—Entiendo —repuso Raistlin.

Sintió que lo invadía el nerviosismo. Por fin iba a ver la magnífica Torre de la Alta Hechicería, a conocer a los hechiceros que le ayudarían a dar forma a su futuro.

—¿Nos vamos? ¿Estás listo? —Iolanthe vio que Raistlin miraba hacia el bastón y sacudió la cabeza—. Sería mejor que no lo llevases en público. El Señor de la Noche estará buscándolo. Aquí estará seguro. Siempre protejo la puerta con hechizos.

—El bastón se protege a sí mismo —dijo Raistlin. No le gustaba tener que dejarlo, había llegado a depender de él. Pero comprendió que su consejo era muy sensato.

Iolanthe cerró la puerta con llave y trazó una runa con la yema del dedo, después pronunció unas palabras mágicas. La runa se encendió con un suave tono azulado.

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