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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Torre de Wayreth (11 page)

BOOK: La Torre de Wayreth
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Como si fuera el contrapeso de sus pensamientos, el Señor de la Noche resopló.

—Está mintiendo. Es un espía.

—¿Un espía? —repitió Iolanthe, atónita—. ¿De quién?

—Del Cónclave de Hechiceros —el Señor de la Noche arrastró la última palabra con desprecio.

Iolanthe irguió el cuerpo.

—Os aseguro, señor, que la Orden de los Túnicas Negras está dedicada al servicio de la reina Takhisis.

El Señor de la Noche sonrió. Lo hacía en muy raras ocasiones, y siempre era un mal presagio para alguien. El Ejecutor también sonrió.

—Por lo visto no habéis sido informada. Parece que la líder de vuestra orden, una hechicera llamada Ladonna, nos ha traicionado y está ayudando a los enemigos de nuestra gloriosa reina. Y no lo ha hecho sola, sino con el apoyo de vuestro dios, Nuitari. Ladonna ya ha sido atrapada y ejecutada, por supuesto. Nuitari ha suplicado el perdón por su error de juicio y ha regresado al lado de su diosa madre. Todo está en orden, pero ha sido una inconveniencia.

Iolanthe sintió que el peligro le agarraba el cuello con manos férreas. Tenía información de primera mano que contradecía al Señor de la Noche, pero debía fingir ignorancia.

—No sabía nada de todo esto —dijo, esforzándose por parecer tranquila—. Puedo garantizaros mi lealtad, Señor de la Noche. Si el Cónclave se ha separado de la Reina Oscura, yo me separaré del Cónclave.

El Señor de la Noche resopló. Era evidente que no la creía. Entonces, ¿por qué la había hecho llamar? Estaba intentando recopilar información, lo que significaba que no sabía tanto como aseguraba.

Iolanthe se embarcó en una profusa perorata sobre su devoción a Takhisis. Mientras hablaba, no dejaba de pensar.

«Me habría enterado si Ladonna hubiese caído presa y la hubiesen ejecutado. El Cónclave al completo se habría alzado. El credo de los hechiceros, producto de interminables años de persecución, reza: "Tocan a uno y tocan a todos".

»
Así que ¿qué significa todo esto en mi situación? ¿El Señor de la Noche sospecha que tuve algo que ver en la huida de Ladonna? Sin duda lo cree, aunque sólo sea porque ve fantasmas y conspiradores en cada esquina. Si pudiera, arrestaría a su propia sombra por estar siguiéndolo.»

Seguía dándole vueltas a todo e intentaba decidir cómo salir de aquel lío, cuando el joven hechicero tomó las riendas.

—Como prueba de mi lealtad a Takhisis, entregaré mi bastón —dijo Raistlin en voz baja—. Valoro este bastón tanto como mi propia vida, pero os lo entregaré voluntariamente. Y contaré a vuestra señoría cómo he llegado aquí. Entré a través de los corredores de la magia. En mi defensa puedo decir que no sabía que entrar en el templo fuera un crimen. Acabo de llegar a Neraka. He venido a servir a la reina Takhisis, a trabajar y a combatir a sus enemigos. Que su Oscura Majestad me mate aquí mismo si estoy mintiendo.

Los clérigos oscuros, como el Señor de la Noche, solían asegurar a sus seguidores, con mucho convencimiento, que su reina tenía el poder de matar al instante a los traidores. Raistlin había proclamado su lealtad a la reina y lo había hecho invocando su nombre. El cielo no descargó ningún rayo mortal sobre él. Raistlin no estalló envuelto en llamas. La carne humeante no se le desprendió de los huesos. El joven hechicero seguía de pie en medio de la sala, vivo, tranquilo y a salvo. Esbozando apenas una sonrisa, Iolanthe esperó la reacción del Señor de la Noche.

Éste, impotente, trataba de fulminar a Raistlin con la mirada. El Señor de la Noche podía tener sus razones para sospechar que Raistlin estaba burlándose de sus procedimientos, pero no podía poner en tela de juicio la decisión de su reina, y mucho menos delante de testigos. Takhisis había considerado que Raistlin debía vivir. Por consiguiente, el Señor de la Noche no podía ejecutarlo. Pero sí podía hacerle la vida imposible.

—Tienes que agradecer a nuestra reina que te haya salvado —dijo el Señor de la Noche con acritud—. Puedes quedarte en la ciudad de Neraka, pero a partir de este momento te queda prohibida la entrada en el templo.

Raistlin asintió con una reverencia.

»
Tu bastón quedará confiscado —continuó el Señor de la Noche— y se guardará en un almacén hasta que abandones la ciudad. Además, mostrarás el contenido de tus bolsas aquí y ahora.

El Señor de la Noche podía ser un pervertido, un sádico y un loco, pero no era estúpido. Se había percatado, al igual que Iolanthe, de que la mano del joven mago no se separaba de una de las bolsas que llevaba colgadas del cinturón.

Raistlin parecía dudar. Iolanthe se acercó a él.

—No seas tonto. Haz lo que te dice —le susurró en voz baja.

Raistlin le lanzó una mirada y dejó el bastón en el suelo. Iolanthe se sorprendió al ver que no parecía demasiado apenado por su pérdida, porque sin duda tenía que saber que cualquier objeto de valor que el Señor de la Noche «guardara» desaparecía para siempre.

—Os quedaréis como testigo, señora —dijo el Señor de la Noche, mirándola con expresión ceñuda.

La hechicera suspiró y se unió a Raistlin, que estaba abriendo las bolsitas una a una, vaciando su contenido sobre la mesa. Fueron apareciendo los típicos ingredientes para hechizos: telarañas, guano de murciélago, pétalos de rosa, la piel de una serpiente negra, aceite negro, clavos de un ataúd, caracolas y cosas por el estilo. El Señor de la Noche estudiaba todos los objetos con repugnancia y se cuidaba mucho de tocarlos.

Todas las bolsas menos una descansaban en la mesa del Señor de la Noche. Iolanthe se fijó en que una todavía colgaba del cinturón de Raistlin, aunque éste la había deslizado hábilmente hacia un costado y la tapaba con la amplia manga de su túnica negra.

—Éstos son todos mis ingredientes para hechizos, señor —dijo Raistlin, y añadió humildemente—: Estaría muy agradecido si me los devolvierais, señor. No soy un hombre rico y me han costado mucho.

—Estos objetos son de contrabando —declaró el Señor de la Noche— y serán destruidos.

Llamó a uno de los peregrinos oscuros, que recogió los diferentes componentes con cautela y repugnancia, los metió en un saco y se los llevó. Otro peregrino oscuro cubrió el bastón con una manta, lo cogió y lo sacó de la habitación.

Raistlin no protestó. A juzgar por la ligera sonrisa sarcástica que esbozaba, sabía que el Señor de la Noche lo estaba castigando de forma arbitraria. Unos pétalos de rosa no iban a precipitar la caída de su Oscura Majestad. Todos los objetos que llevaba podían comprarse en cualquier tienda de hechicería de la ciudad.

—Acato vuestra decisión, señor —dijo Raistlin, haciendo una reverencia—. ¿Puedo irme?

—Si vuestra señoría lo desea, lo guiaré hasta la salida —se ofreció Iolanthe.

Apoyó los dedos en el brazo del joven y se sobresaltó al sentir el inusual calor que desprendía a través de los pliegues de la túnica. Era como si lo consumiera la fiebre, pero no mostraba síntomas de estar enfermo, aparte de un lógico cansancio. La intriga que Iolanthe sentía por el hermano de Kitiara crecía por momentos. Los dos estaban ya alejándose poco a poco cuando los detuvo la voz del Señor de la Noche:

—Muéstrame el contenido de la bolsa que queda.

Un rubor tiñó la piel dorada de Raistlin.

—Prometo a vuestra señoría que no tiene nada que ver con la magia. —Más que asustado, parecía avergonzado.

—Yo juzgaré eso —repuso el Señor de la Noche con un tono malhumorado. Dio un golpe sobre la mesa—. Ponlo aquí.

Raistlin desató el cierre de la bolsa con lentitud, pero no la abrió.

—No tienes elección —susurró Iolanthe—. Sea lo que sea lo que escondes, ¿merece la pena que te despellejen vivo por ello?

Raistlin se encogió de hombros y dejó caer la bolsa en la mesa, delante del Señor de la Noche. Dentro, se adivinaban varios bultos, y aterrizó con un golpe sordo.

El Señor de la Noche la observó con recelo. No estaba dispuesto a tocarla.

—Bruja, abridla —ordenó a Iolanthe.

Lo que a Iolanthe le habría gustado abrir era a aquel hombre odioso, en canal, pero contuvo su furia. Sentía tanta curiosidad como el Señor de la Noche por ver qué guardaba el joven mago con tanto celo.

Estudió la bolsa antes de levantarla y se fijó en que era de una piel muy gastada y que estaba atada con un cordel de cuero. No tenía escrita ninguna runa. No estaba protegida por ningún hechizo. Podría haber utilizado un truco sencillo para cerciorarse de que ningún otro escudo mágico la envolvía, pero no quería que el Señor de la Noche tuviese la impresión de que desconfiaba de un colega. Miró a Raistlin por debajo de sus largas pestañas, con la esperanza de que le hiciera alguna señal para decirle que no había ningún peligro. El hechicero parpadeó por debajo de la capucha y sonrió débilmente.

Iolanthe inspiró profundamente y tiró del cordel. Miró el interior de la bolsa y primero pareció sorprendida, justo antes de que le sobreviniera una carcajada. Dio la vuelta a la bolsa y el contenido se derramó, rodando en todas las direcciones.

—¿Qué es eso? —quiso saber el Señor de la Noche, furioso.

El Ejecutor se agachó para observarlo desde más cerca. A diferencia del Señor de la Noche, el Ejecutor sí era perverso y estúpido.

—Yo diría que son canicas, mi señor —contestó el Ejecutor solemnemente.

Iolanthe tenía que hacer esfuerzos por controlar sus labios, empeñados en curvarse en una sonrisa. En la oscuridad, alguien rió. El Señor de la Noche miró en derredor con expresión airada y la carcajada murió al instante.

—Canicas. —El Señor de la Noche fulminó a Raistlin con la mirada. Raistlin se sonrojó aún más. Parecía que la vergüenza lo hubiese paralizado.

—Sé que es un juego de niños, mi señor, pero soy muy aficionado. Jugar a las canicas me relaja. Si me permitís recomendároslo, si algún día os sentís alterado...

—Ya me has hecho perder demasiado tiempo. ¡Fuera! —ordenó el Señor de la Noche—. Y no vuelvas. La reina Takhisis se las arregla perfectamente sin los «tributos» de gentuza como tú.

—Sí, mi señor —contestó Raistlin y empezó a recoger rápidamente las canicas.

Iolanthe se agachó para coger una canica que había caído al suelo y que se había detenido cerca de la túnica del joven mago. Era una canica verde que brillaba con un resplandor inquietante. Recordaba, de cuando era niña, que esas canicas se llamaban «ojo de gato».

—Por favor, señora, no os molestéis —dijo Raistlin con su suave voz.

Con un gesto hábil, le arrebató la canica de entre los dedos. Cuando sus manos se rozaron, Iolanthe volvió a sentir aquel extraño calor que emitía su piel.

Ya arrastraban a otro prisionero a la sala. Estaba cargado con cadenas. Completamente cubierto de sangre, parecía más muerto que vivo. Raistlin lo miró cuando él e Iolanthe pasaron apresurados a su lado.

—Ese podrías ser tú —dijo la hechicera en voz baja.

—Sí —repuso, y añadió—: Estoy muy agradecido por vuestra ayuda, señora.

—No hace falta que seas tan formal. Me llamo Iolanthe —contestó ella, sacándolo rápidamente de la Corte.

La hechicera no tenía ni idea de dónde estaba ni de cómo salir de aquel laberinto de túneles, pero no dejaba de caminar. Su principal objetivo era poner toda la distancia posible entre el Señor de la Noche y ella.

—Tú eres Raistlin Majere. Ese es tu nombre, ¿verdad?

—Así es, señora. Quiero decir... Iolanthe.

Tuvo la tentación de decirle que conocía a su hermana Kitiara, pero decidió que eso sería revelar demasiada información demasiado pronto. El saber es poder y ella todavía no sabía cómo utilizar ese poder, o ni siquiera si merecía la pena que se preocupara. Un hechicero que jugaba a las canicas...

Encontró a un peregrino oscuro que se mostró encantado de escoltarlos fuera del templo. Mientras recorrían los salones llenos de recodos, Iolanthe se percató de que Raistlin se fijaba en todo. Sus extraños ojos jamás estaban quietos y mentalmente tomaba nota de cada giro, de cada escalera que pasaban, de los grupos de celdas y los pozos de ácido, de los puestos de guardia. Iolanthe podría haberle advertido que, si su intención era hacer un mapa del lugar, estaba perdiendo el tiempo. Las mazmorras se habían diseñado pensando en que fueran lo más confusas posible. En la circunstancia poco probable de que un prisionero lograra escapar, no tardaría en perderse en aquel laberinto y en volver a caer en las manos de los guardias o en precipitarse en un pozo de ácido.

Iolanthe estaba ansiosa por interrogar al joven mago, pero no podía dejar de pensar en el clérigo oscuro que caminaba cerca de ellos y que, sin duda, estaba ojo avizor debajo de su capucha. Por fin llegaron a una escalera muy estrecha y tortuosa por la que no podían subir juntos. A su guía no le quedó más remedio que adelantarse.

Ascendían lentamente, porque Raistlin se había quedado sin aliento casi nada más empezar y tenía que apoyarse en la barandilla de hierro.

—¿Estás bien? —preguntó Iolanthe.

—Durante muchos años sufrí una enfermedad. Ahora estoy curado, pero me ha dejado débil.

Mientras seguían subiendo, Iolanthe dijo algo educado. El joven mago no respondió. Iolanthe se dio cuenta de que ni siquiera la había oído. Estaba muy lejos de allí, absorto en sus propios pensamientos. Cuando llegaron a lo alto de la escalera, no había rastro del peregrino oscuro, pues éste había creído que aquellos molestos extraños lo seguían de cerca y ya había dado la vuelta a una esquina.

—Parece que nuestro guía nos ha perdido —comentó Iolanthe—. Deberíamos esperarlo aquí. En este sitio horrendo, nunca sé dónde estoy.

Raistlin miraba en derredor.

—En la escalera ibas muy concentrado en algo. Te he dicho una cosa y ni siquiera me has oído.

—Lo siento —contestó Raistlin—. Estaba contando.

—¿Contando? —repitió Iolanthe, perpleja—. ¿Contando el qué?

—Los escalones.

—¿Para qué?

—Tengo la costumbre de observarlo todo. Veinte escalones bajan al puesto de guardia desde la abadía en la que me materialicé. Mi repentina aparición de la nada causó bastante revuelo —añadió con un destello de humor en sus desconcertantes ojos.

—Ya me imagino.

—Al salir de la sala, subimos cuarenta y cinco escalones en la última escalera.

—Todo eso es muy interesante, supongo, pero no le encuentro una utilidad práctica. Sobre todo en un sitio tan inquietante como éste.

—Evidentemente, te refieres al movimiento entre planos, entre el mundo físico y el Abismo —respondió Raistlin.

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