Alguien dio unos golpes en el suelo desde la habitación de abajo.
—¡Estamos en mitad de la puta noche! —gritó una voz a través de las tablas de madera—. ¡Deja de ir de un lado a otro o tendré que subir y hacer que pares!
Por un momento, a Raistlin se le pasó por la cabeza lanzar una bola de fuego a través del suelo, pero lo único que iba a conseguir con eso era quemar la posada. Se tiró en la cama. Estaba agotado. Necesitaba dormir. Intentó cerrar los ojos, pero cada vez que lo hacía, veía el diminuto grano de arena encendiéndose y cayendo en la oscuridad. Veía la vela consumiendo las horas.
«Esta noche... la Noche del Ojo.
»
Esta noche debo destruir la magia.
»
Esta noche debo destruirme a mí mismo.»
Porque de eso se trataba. La magia era su vida. Sin ella, no era nada, menos que nada. Sí, era cierto que Takhisis había prometido que recibiría la magia de ella, como Ariakas. Raistlin tendría que dedicarle sus oraciones, tendría que suplicarle. Y ella decidiría si le tiraba las migajas o no.
Y si se negaba, si se enfrentaba a ella, ¿dónde, en todo el ancho mundo, podría esconderse de la diosa?
Raistlin sintió que se ahogaba. Se levantó de la cama, se acercó a la ventana y abrió los postigos para que pasara el aire fresco de la noche. A lo lejos, la silueta oscura del templo dominaba Neraka y parecía borrar las estrellas. Las torres y los chapiteles se retorcían bajo su mirada febril. Se convertían en una garra que se cernía sobre él, que se alargaba hacia su cuello...
Raistlin volvió en sí ahogando un gemido. Se había quedado dormido de pie. Volvió con pasos vacilantes a la cama y se derrumbó en ella. Cerró los ojos y llegó el sueño, abalanzándose sobre él como un animal salvaje que le quisiera hundir en las profundidades más lúgubres.
Mientras dormía, la parte más lógica de su cerebro debió de seguir trabajando, ya que, cuando se despertó unas horas después, ya sabía lo que tenía que hacer.
* * *
Amanecía un nuevo día y era el momento del cambio de guardia. Los soldados que acababan su turno estaban de buen humor y se dirigían a las tabernas. Los soldados que lo comenzaban gruñían y maldecían. La bruma, de un gris plomizo, retiraba sus tentáculos de la ciudad. Las nubes se disiparían. La Noche del Ojo estaría despejada. La Noche del Ojo siempre estaba despejada. Los dioses se encargaban de que así fuera.
Raistlin caminaba rápido, las manos dentro de las mangas, la cabeza gacha, la capucha echada. Chocó contra unos soldados que lo miraron enfadados y que le gritaron unos cuantos insultos a los que no prestó atención. Los soldados siguieron su camino, pues acudían tarde a su deber o los empujaba la impaciencia por un buen trago.
Raistlin entró en el Barrio Rojo. Sólo había estado allí una vez antes, era de noche y fingía que estaba inconsciente.
Siguió el camino que había tomado Maelstrom y encontró lo que creyó que era la entrada a los túneles que discurrían bajo la tienda de Lute. La entrada estaba bien escondida y Raistlin no estaba seguro. Rodeó el edificio hasta la parte delantera y levantó la vista hacia el emblema: un laúd colgado de una cuerda sobre la puerta. El viento jugaba con las cuerdas y arrancaba de ellas un murmullo.
Raistlin aporreó la puerta. Los perros ladraron.
—¡Todavía no está abierto! —gritó una voz profunda desde el interior.
—Ahora sí lo está —dijo Raistlin. Cogió un poco de estiércol de una bolsa y empezó a darle vueltas entre los dedos, mientras entonaba las palabras del hechizo—.
¡Daya laksana banteng!
El vigor se apoderó de su cuerpo. Raistlin pegó una patada a la pesada puerta de madera y ésta se rompió en trozos. La barra de hierro se desprendió y cayó al suelo. Raistlin apartó a un lado unos cuantos trozos de madera con su bastón y entró en la tienda.
A su encuentro salieron dos mastines. Los perros no lo atacaron. Se plantaron delante de él, con las cabezas gachas y las orejas echadas hacia atrás. La hembra enseñó los colmillos amarillos.
—Llama a los perros —dijo Raistlin.
—¡Vete al Abismo! —aulló un hombre con barba negra que estaba sentado en un taburete al fondo de la abarrotada habitación—. ¡Mira cómo has dejado mi puerta!
—Llama a los perros, Lute —repitió Raistlin—. Y no se te ocurra tocar esa ballesta. Si lo haces, lo único que va a quedar sobre el taburete será un montón de carne grasienta y peluda de enano quemado.
Lute alejó la mano de la ballesta lentamente.
—Shinare —
llamó en un tono hosco—.
Hiddukel.
Venid aquí.
Los perros gruñeron a Raistlin y regresaron junto a su dueño.
—Enciérralos en esa habitación —ordenó Raistlin, señalando el dormitorio del medio enano.
Lute mandó a los perros a su habitación y, entre jadeos y maldiciones, se bajó del taburete y cerró la puerta detrás de los animales. Raistlin se abrió paso entre los montones de trastos hasta el fondo de la tienda.
—¿Qué quieres? —preguntó Lute, mirándolo con odio.
—Necesito hablar con Talent.
—Has venido al lugar equivocado. Está en El Broquel Partido...
Raistlin pegó un puñetazo en el mostrador.
—No estoy de humor para oír mentiras. ¡Dile a Talent que tengo que halar con él ahora!
Lute resopló.
—No soy tu recadero...
Raistlin agarró la tupida barba de Lute y le pegó un tirón que hizo asomar las lágrimas a los ojos del medio enano.
Lute aulló y trató de zafarse de Raistlin desesperadamente. Sus esfuerzos fueron tan vanos como si hubiera querido partir una de las vigas de roble que sostenían el techo. Raistlin todavía estaba bajo los efectos del hechizo vigorizante. Dio otro tirón a la barba de Lute y le arrancó unas gotas de sangre y un quejido de dolor. Al oír los gritos de su señor, los perros ladraron furiosamente y se lanzaron contra la puerta.
—Te arrancaré la barba de raíz —lo amenazó Raistlin entre dientes—, a no ser que hagas lo que te digo. Irás a buscar a Talent ahora. Le dirás que nos encontraremos en el mismo sitio que la última vez: en los túneles de debajo de este edificio.
Lute maldijo entre dientes.
Raistlin tiró con más fuerza.
—¡Haré lo que dices! —chilló Lute, dando torpes golpes a la mano de Raistlin—. ¡Suéltame ya! ¡Suelta!
—¿Hablarás con Talent? —preguntó Raistlin sin soltar al medio enano. Lute asintió. Las lágrimas le caían por las mejillas. Raistlin lo soltó y Lute estuvo a punto de caer de espaldas. El medio enano se masajeó la dolorida barbilla.
—Tendré que enviar a Mari. No puedo ir yo en persona. Me has roto la puerta. Me robarían la tienda.
—¿Dónde está Mari?
—Normalmente se pasa por aquí a esta hora.
Como si esas palabras la hubiesen hecho aparecer, la kender se asomó por la puerta.
—Oye, Lute, ¿qué le ha pasado a tu puerta? —preguntó—. Vaya, hola, Raist. No te había visto.
—No te preocupes por nada —gruñó Lute—. Y no se te ocurra poner un pie en la tienda. Corre a buscar a Talent. Dile que vaya a los túneles.
—Claro, Lute, ahora voy. Pero ¿qué le pasado a la puerta...?
—¡Vete, estúpida! —aulló Lute.
—Tienes que darte mucha prisa, Mari —dijo Raistlin—. Es urgente.
La kender miró a uno y después al otro, y echó a correr.
—¡Y trae a un carpintero! —gritó Lute.
—¿Cómo llego al túnel? —preguntó Raistlin.
—Ya que eres tan listo, adivínalo —repuso Lute. Todavía estaba frotándose la barbilla.
Raistlin echó un vistazo a la tienda repleta de cachivaches.
—Claro... la trampilla está debajo del cajón del perro. No puede decirse que sea demasiado original. ¿Está cerrada? ¿Tiene llave?
Lute murmuró algo.
—Siempre me queda la opción de abrir un agujero en tu suelo —dijo Raistlin.
—No tiene llave. Simplemente levanta la maldita trampilla y baja la puta escalera. Mira bien dónde pisas. La escalera tiene mucha pendiente. Sería una pena que te cayeras y te rompieras la crisma.
Raistlin se acercó al cajón del perro y lo apartó. Debajo, encontró la trampilla. El hechizo estaba empezando a desvanecerse, pero por suerte le quedaba la fuerza suficiente para tirar de la pesada puerta de madera. En momentos como aquél era cuando echaba de menos a Caramon.
Raistlin escudriñó la oscuridad, que sería aún más impenetrable cuando cerrara la trampilla.
—Shirak —
dijo Raistlin y el cristal del extremo del bastón empezó a brillar.
Se recogió las faldas de la túnica y empezó a bajar con cuidado. La trampilla se cerró de golpe. La cámara subterránea estaba en silencio y olía a barro. A lo lejos se oía un goteo. Movió la luz alrededor y, un momento después, descubrió la silla a la que lo habían encadenado y aquella en la que Talent se había sentado.
Raistlin cogió la silla de Talent y se sentó a esperar.
* * *
Talent no tardó en llegar. Raistlin oyó las pisadas de unas botas resonando sobre el suelo sucio y al instante vio la luz de un farol brillando en la oscuridad. Raistlin tenía unos pétalos de rosa en la mano y las palabras de un hechizo en los labios, por si acaso Talent había decidido enviar a alguien en su lugar, por ejemplo, Maelstrom.
Fue Talent en persona quien apareció en el círculo de luz que proyectaba el bastón.
—Siéntate —le ordenó Raistlin y arrastró una silla con el pie.
Talent se quedó de pie. Cruzó los brazos sobre el pecho.
—Estoy aquí, pero no porque quiera estar. Nos podrías haber puesto a todos en peligro...
—Ya estáis en peligro —lo interrumpió Raistlin—. He estado en el Alcázar de Dargaard. He hablado con mi hermana. Por favor, siéntate. No me gusta tener que estirar el cuello para mirarte.
Talent vaciló y al final se sentó. A un costado le colgaba la espada. La punta de metal dibujó un surco en el polvo del suelo.
—¿Y bien? —preguntó con voz tensa—. ¿Qué tenía que decir la Dama Azul?
—Muchas cosas, pero la mayoría no son de tu incumbencia. Una sí lo es. Os han traicionado. Takhisis lo sabe todo. Ha ordenado a Ariakas que te mate a ti a Mari y al resto de la banda.
Talent frunció el entrecejo.
—No es que no te crea, Majere, pero si Ariakas lo sabe, ¿por qué no nos ha arrestado?
—Porque en Neraka vosotros sois mucho más populares que el emperador —contestó Raistlin—. Habría disturbios en las calles si os arrestan y cierran El Broquel Partido. Lo mismo sucede con tu amigo peludo del piso de arriba. Su negocio es vital para muchos de los habitantes de esta ciudad, sobre todo ahora que las tropas no reciben su paga. Y después están los clérigos del templo, que a la mitad los tienes en el bolsillo. Tendrían que renunciar a todos los lujos del mercado negro a los que se han acostumbrado.
Talent sonrió sarcásticamente.
—Supongo que todo eso es verdad. Así que Ariakas no tiene pensando arrestarnos...
—No. Sencillamente va a hacer que os maten —repuso Raistlin.
—¿Cuándo se supone que va a ser eso?
—Esta noche.
—¿Esta noche? —Talent se levantó, alarmado.
—La Noche del Ojo. Iolanthe me dijo que tú y tus amigos de El Trol Peludo siempre organizáis una fiesta en la calle con hogueras. Esta noche las hogueras se van a descontrolar. Las llamas se extenderán hasta El Trol Peludo y El Broquel Partido. Mientras intentáis apagar el incendio, ocurrirá un desgracio accidente. Tú, Mari y otros miembros de La Luz Oculta quedaréis atrapados en el interior del edificio en llamas. Moriréis abrasados.
—¿Y qué pasa con Lute? —preguntó Talent ásperamente—. Él no estará en la fiesta. Nunca sale de su tienda.
—Encontrarán su cuerpo por la mañana. Por un extraño infortunio, sus propios perros se volverán contra él y lo despedazarán.
—Entiendo —dijo Talent con expresión sombría—. ¿Quién es el traidor? ¿Quién nos ha traicionado?
Raistlin se levantó.
—No lo sé. Tampoco me importa. Tengo mis propios problemas y son mucho más graves que los vuestros. Lo que me lleva a mi última petición. Hay dos personas más destinadas a morir esta noche. Una de ellas es Iolanthe...
—¿Iolanthe? ¿La bruja de Ariakas? —se sorprendió Talent—. ¿Por qué iba a querer matarla?
—No es el emperador quien quiere matarla, sino la Dama Azul. La segunda persona es Snaggle, el dueño de la tienda de hechicería de la Ringlera de los Hechiceros. No querrá abandonar su tienda. Habrá que «convencerlo».
—En nombre del Abismo, ¿qué está pasando? —quiso saber Talent, horrorizado.
—No puedo contarte la conspiración de principio a fin. Lo que puedo decirte es que esta noche, la reina Takhisis tomará el control de la magia. Bajo sus órdenes, la Dama Azul va a mandar escuadrones de muerte para que acaben con todos los hechiceros que puedan. Tanto Snaggle como Iolanthe están en la lista.
Talent lo miraba, sumido en un silencio atónito.
—¿Por qué me lo cuentas a mí? ¿Por qué no se lo cuentas a Iolanthe? —preguntó al Fin.
—Porque no puedo confiar en ella —contestó Raistlin—. Ni siquiera ahora sé de qué lado está.
Talent sacudió la cabeza.
—Iolanthe supone una amenaza para ti y, de todos modos, quieres protegerla. Creía que más bien eras de los que se reirían mientras contemplabas cómo la devoraban las llamas. No te entiendo, Majere.
—Supongo que hay muchas cosas en el mundo que no entiendes —repuso Raistlin mordazmente—. Por desgracia, no tengo tiempo para explicártelas. Baste con decir que tengo una deuda con Iolanthe y Snaggle. Y yo siempre pago mis deudas.
Recogió el bastón coronado por la luz y se dispuso a marcharse.
—¡Oye! —exclamó Talent—. ¿Adónde vas?
—Me voy por el otro camino. Tu amigo Lute no se alegrará de verme de nuevo.
—Seguramente tengas razón. He oído algo sobre una puerta destrozada —dijo Talent, echando a andar detrás de Raistlin—. Pero vas a perderte. Tendré que enseñarte el camino.
—No te molestes. Lo recuerdo de la última vez que estuve aquí.
—¿Lo recuerdas? Es imposible. Estabas... —Talent se detuvo. Miró fijamente al mago—. Sólo estabas fingiendo que estabas drogado. Pero ¿cómo supiste que la bebida contenía...?
—Tengo un sentido del olfato muy fino —contestó Raistlin.
Los dos caminaron juntos. Los únicos sonidos en el túnel eran el golpe apagado del bastón sobre el suelo, el susurro de la túnica negra y las pisadas de las botas de Talent. Talent andaba con la cabeza agachada, las manos a la espalda, inmerso en sus pensamientos. Raistlin miró alrededor con interés, fijándose en el sinfín de túneles que partían desde su posición. Dibujó mentalmente un plano de la ciudad e intentó calcular adonde llevaría cada uno de los pasillos.