Ambos bandos querían que espiara a su hermana. De repente, le asaltó la duda de lado de quién estaría Kit.
«Ella es como yo —dedujo—. Kit estará de su lado.»
—Ariakas me hizo llamar para preguntarme si sabía algo de ese hombre al que todos quieren dar caza —contestó Raistlin—. Ése de la gema verde.
—¿Te refieres a Berem? Dime, ¿tú sabes por qué todo el mundo lo busca? —preguntó Mari con gran interés—. Quiero decir, ya sé que no te cruzas todos los días con un tipo con una esmeralda clavada en el pecho, pero ¿qué lo hace tan especial? Aparte de la esmeralda, quiero decir. Me preguntó cómo acabaría ahí clavada. ¿Tú lo sabes? ¿Y qué pasaría si alguien intentara arrancársela? ¿Se desangraría hasta morir? ¿Sabes lo que creo yo? A mí me parece...
—No sé nada sobre Berem —logró decir Raistlin en medio del torrente de palabras de la kender—. Lo único que sé es que ésa era la razón por la que Ariakas quería verme.
—¿Eso es todo? —dijo Mari, y silbó aliviada—. Menos mal. Así ya no tengo que matarte.
—Eso no tiene gracia.
—No pretendía ser graciosa. ¿Así que vas a aceptar el encargo de Talent? ¿Puedo ir contigo? Hacemos un equipo increíble, tú y yo.
—Talent no te ha contado adonde me envía, ¿verdad? —preguntó Raistlin alarmado. Si lo sabía un kender, lo sabría media Neraka.
—Qué va, Talent nunca me cuenta nada, lo que seguramente sea una actitud muy inteligente. No se me da demasiado bien guardar un secreto. Pero, oye, sea donde sea, te vendrá bien mi ayuda.
Ya había oído eso antes, otro kender le había dicho lo mismo. Raistlin recordó a Tasslehoff hurgando entre sus componentes de hechizos, estropeando la mitad y robando la otra; probando las pociones a escondidas (a veces con consecuencias catastróficas); escapando con diferentes utensilios de la casa, desde una cuchara hasta una cazuela; y, en definitiva, siempre metiéndose a sí mismo y a sus amigos en problemas.
El otoño anterior, sin ir más lejos, Tasslehoff había cogido un bastón normal y corriente en apariencia, pero que se había transformado en un báculo de cristal azul con la capacidad de hacer milagros...
«¿De verdad fue el otoño pasado? —se preguntó Raistlin—. Parece que hubiera sido en otra vida.»
—Oye, Raistlin, vuelve de donde te hayas ido —dijo Mari, tirándole de la manga y agitando una mano delante de él—. ¿Ibas a ver al viejo Snaggle? Porque si la respuesta es sí, ya hemos llegado.
Raistlin se detuvo. Dejó el cajón en el escalón y se sentó junto a él.
—No puedes venir conmigo, Mari. De hecho, deberías irte de Neraka —le dijo a la kender—. Deja de trabajar para Talent. Es demasiado peligroso.
—Ya, Talent no se cansa de decírmelo. Y ya ves, ¡todavía no me ha pasado nada!
—Sí que te ha pasado algo —le contradijo Raistlin con dulzura—. Los kenders pertenecen a la luz y no a la oscuridad, Mari. Si te quedas aquí, la oscuridad acabará destruyéndote. Ya ha empezado a cambiarte.
—¿De verdad? —Mari tenía los ojos abiertos como platos.
—Asesinaste a un hombre. Tienes las manos manchadas de sangre.
—Tengo las manos manchadas de restos de la comida de hoy y una gotita de esa poción asquerosa, y un poco de babas de goblin de la taberna, pero nada de sangre. Mira, puedes comprobarlo tú mismo. —Mari levantó las manos, con las palmas hacia arriba listas para la inspección.
Raistlin sacudió la cabeza y suspiró. Mari le dio una palmadita en el hombro.
—Ya sé lo que quieres decir. Sólo estaba bromeando. Te referías a que tengo las manos manchadas de la sangre del Ejecutor. Pero no es verdad. Me las lavé.
Raistlin se puso de pie. Cogió el cajón.
—Será mejor que te vayas ya, Mari. Tengo que tratar un asunto serio aquí.
—Aquí todos tenemos asuntos serios —replicó Mari.
—Dudo que ni siquiera sepas el significado de esa palabra.
—Claro que lo sé. Lo que pasa es que nosotros, los kenders, no queremos ser serios, pero podemos serlo si nos lo proponemos. Mi pueblo está luchando contra la Reina Oscura en todo el mundo. En Kendermore y en Kenderhome y en Flotsam y Solace, y en Palanthas y en otros muchos sitios de los que nunca he oído hablar, los kenders están luchando y, en algunas ocasiones, muriendo. Y eso es muy triste, pero debemos seguir luchando porque tenemos que ganar pues, si no ganamos, pasarán cosas horribles. Takhisis odia a los kenders. Nos pone al mismo nivel que los elfos, una auténtica ofensa para nosotros, los kenders, aunque tal vez no lo sea para los elfos. Así que ya ves, Raist, la oscuridad no nos está cambiando. Nosotros estamos cambiando a la oscuridad.
Mari tenía los ojos brillantes y una alegre sonrisa.
—¿Qué le digo a Talent?
—Dile que acepto el trabajo —contestó Raistlin. Sonriendo, extendió el brazo y le quitó otro frasco de la mano, justo cuando la kender iba a metérselo en un bolsillo—. No querría que tuvieras que matarme.
Hermano y hermana, hermana y hermano
DÍA VIGESIMOTERCERO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC
A primera hora de la mañana, Iolanthe y Raistlin recorrieron los corredores de la magia para llegar al Alcázar de Dargaard. Ambos emergieron la única habitación del alcázar en ruinas que era habitable: el alojamiento de Kitiara. Incluso allí, Raistlin apreció manchas negras en las paredes, recuerdo del fuego que había asolado el alcázar tanto tiempo atrás.
Los cristales de las ventanas emplomadas habían estallado y jamás se habían restituido. Un viento helado se colaba a través de lo que habían sido hermosas celosías, como el aliento que silba entre unos dientes podridos. Raistlin miró por la ventana y vio un paisaje desolado de muerte y destrucción. Guerreros espectrales con rostros de fuego mantenían una estremecedora vigilia, recorriendo los parapetos que habían lucido orgullosos el color encarnado de la rosa y se habían teñido del cruento rojo de la sangre.
Según decía la leyenda, el Alcázar de Dargaard había sido una de las maravillas del mundo. Su diseño había querido recordar el emblema de la familia, la rosa. Las paredes de piedra imitaban la forma de los pétalos y antaño habían resplandecido bajo el sol de la mañana. Las torres rojas, a imagen de las rosas, apuntaban orgullosas al cielo azul. Pero la rosa se había marchitado, su esencia había sido destruida por las pasiones oscuras del caballero. El fuego, la muerte y el deshonor mancharon los muros encarnados. Las torres desmoronadas quedaron atrapadas entre nubes de tormentas. Se decía que Soth se había envuelto a sí mismo y a su alcázar en una tempestad perpetua, pues había decidido ocultar el sol para proteger sus ojos de la luz, que tan odiosa se había vuelto para él.
Raistlin miró largamente los despojos de un hombre noble, cuya incapacidad para controlar sus pasiones le había empujado a la ruina, y se sintió agradecido al dios que lo había bendecido al nacer y le había concedido verse libre de tal debilidad.
Apartó los ojos de aquella vista desazonadora y los volvió hacia su hermana. Kitiara estaba sentada en su mesa, redactando algunas órdenes que no podían esperar. Había pedido a sus visitantes que tuvieran paciencia hasta que hubiera terminado.
Raistlin aprovechó la oportunidad para observarla. Había visto a Kit un momento en Flotsam, pero no podía tenerse en cuenta, porque en aquella ocasión su hermana montaba su Dragón Azul y llevaba la armadura y el casco propios de una Señora del Dragón. Habían pasado cinco años desde la última vez que habían estado juntos, cuando habían prometido volver a encontrarse en la posada de El Último Hogar, promesa que Kit no había cumplido. Raistlin, que había cambiado más allá de lo imaginable en esos cinco años, se sorprendió al ver que su hermana seguía igual.
Kitiara era delgada y ágil, y tenía el cuerpo fibrado y musculoso propio de un guerrero. Aunque ya pasaba de la treintena, estaba igual que a los veinte años. Su maliciosa sonrisa seguía resultado irresistible. Los rizos cortos y negros le enmarcaban la cara, tan brillantes e indómitos como cuando era joven. Su rostro estaba limpio, no lo surcaban arrugas de penas ni de alegrías.
Ninguna emoción había afectado nunca demasiado a Kitiara. Aceptaba la vida tal como se presentaba, exprimía cada momento y al instante lo olvidaba para vivir el siguiente. No se arrepentía jamás. Raramente pensaba en los errores del pasado. Su mente siempre estaba demasiado ocupada en urdir planes para el futuro. Desconocía el aguijón de la conciencia o el estorbo de la moral. La única grieta en su armadura, su único punto débil, era su obsesión por Tanis, el semielfo, el hombre al que no había querido hasta que él le había dado la espalda y se había alejado.
Iolanthe paseaba nerviosamente por la habitación, con los brazos cruzados bajo de capa. La estancia estaba gélida y la hechicera temblaba, aunque quizá no se debiera tanto al frío como al miedo. Había insistido en que tenían que llegar a primera hora del día para poder irse antes del atardecer. Raistlin no se cansaba de observar a Kit, que seguía peleándose con la misiva.
Escribir nunca había sido una tarea fácil para Kitiara. Siempre le habían atraído la acción y las aventuras y pronto perdía el interés, así que no había sido buena estudiante. Además, nunca había tenido la oportunidad de ir a la escuela. Rosamun, su madre, no había sabido sobrellevar el don. Para ella, el don se convirtió en una enfermedad. Después de que nacieran los gemelos, había navegado a la deriva en una marea de sueños y fantasías extravagantes, y apenas conservaba la cordura. Cuando murió su marido, Rosamun se alejó de la última parcela de realidad que habitaba y que la había salvado de la locura en la que acabó por hundirse. Kit se había encargado de criar a sus dos hermanos pequeños. Se había quedado junto a los niños hasta que decidió que ya eran lo suficientemente mayores para cuidar de sí mismos. Entonces se fue y dejó que los hermanos se valiesen por sí mismos.
Sin embargo, Kitiara no había olvidado a sus medio hermanos. Unos años más tarde, había regresado a Solace para comprobar cómo les iba. Fue entonces cuando conoció a su amigo Tanis, el semielfo. Ambos se entregaron a una apasionada aventura. Ya entonces, Raistlin se había dado cuenta de que esa relación no podía acabar bien.
La última vez que Raistlin la había visto, Kitiara volaba a lomos de su Dragón Azul, Skie, y él navegaba en un barco hacia su destino en el Mar Sangriento. Caramon había arrancado a Tanis la confesión de que había estado perdiendo el tiempo con Kit en Flotsam, que había traicionado a sus amigos por la Señora del Dragón. Raistlin recordó a Caramon, enfurecido, lanzando un sinfín de acusaciones a Tanis mientras el barco era arrastrado al corazón de la tormenta.
«—Así que ahí era donde estabas. Con nuestra hermana, ¡la Señora del Dragón!...»
«Sí, la amaba —había contestado Tanis—. No espero que tú lo entiendas.»
Raistlin dudaba mucho que Tanis se entendiera a sí mismo. Era como el hombre que nunca sacia su sed de aguardiente enano. Kitiara lo intoxicaba y el semielfo no lograba limpiar su organismo de su veneno. Había sido su ruina.
Kitiara iba vestida para ir al combate. Llevaba la espada, calzaba las botas, se cubría con la armadura de escamas de Dragón Azul y en los hombros lucía una capa azul. Estaba totalmente concentrada en su trabajo, inclinada sobre la mesa como un niño al que obligan en la escuela a terminar un ejercicio odiado. Su cabeza, cubierta por una maraña de rizos negros, casi rozaba el papel. Se mordía el labio y fruncía el entrecejo. Escribía, sin dejar de murmurar, después tachaba lo escrito y volvía a empezar.
Al final, Iolanthe, consciente de que el tiempo iba pasando, carraspeó.
Kitiara levantó la mano del papel.
—Sé que estás esperando, amiga mía. —Kit estornudó. Se frotó la nariz y estornudó de nuevo—. ¡Es ese perfume repugnante que llevas! ¿Qué haces? ¿Te bañas en él? Dame un momento. Estoy a punto de terminar. Vaya, ¡en nombre del Abismo! ¡Mira lo que he hecho!
Con las prisas, Kit había pasado la mano por la hoja y emborronado la última frase que había escrito. Entre juramentos tiró la pluma, y la tinta se derramó por el papel, lo que acabó de estropear su esforzado trabajo.
—¡Desde que ese idiota de Garibaus consiguió que lo mataran, yo misma tengo que escribir todas las órdenes!
—¿Y tus draconianos? —preguntó Iolanthe, lanzando una mirada hacia la puerta cerrada, a través de la que podía oírse el roce de las garras y las voces ahogadas de los escoltas de Kit. Los draconianos estaban rezongando. Por lo visto, hasta los lagartos se encontraban a disgusto en el Alcázar de Dargaard.
Raistlin se preguntaba cómo podía soportar Kit vivir allí. Quizá, como todo lo demás en su vida, la tragedia y el horror que envolvían el Alcázar de Dargaard le resbalaran, como los patinadores que se deslizan sobre el hielo.
Kitiara sacudió la cabeza.
—Los draconianos son buenos guerreros, pero unos chapuceros como escribanos.
—Quizá yo pueda serte de ayuda, hermana —propuso Raistlin con su suave voz.
Kitiara se volvió para mirarlo.
—Ay, hermanito. Me alegra ver que sigues vivo. Pensaba que habías muerto en El Remolino.
«No gracias a ti, hermana», habría querido responder Raistlin con ironía, pero se quedó callado.
—Tu hermanito le sacó cien monedas de acero a Ariakas por venir a espiarte —dijo Iolanthe.
—¿De verdad? —Kitiara esbozó su sonrisa pícara—. Bien hecho.
Las dos mujeres se echaron a reír con aire confabulador. Raistlin sonrió entre las sombras de su capucha, que no se quitaba a propósito, para poder observar sin ser observado. Se sintió satisfecho al ver comprobadas sus sospechas sobre Iolanthe. Decidió probar qué más lograba descubrir.
—No lo entiendo —dijo, paseando la mirada de una mujer a otra—. Pensaba que...
—Pensabas que Ariakas te había contratado para que me espiaras —terminó la frase Kitiara por él.
—Eso era precisamente lo que queríamos que pensaras —dijo Iolanthe.
Raistlin meneó la cabeza, como si estuviera realmente perplejo, aunque en realidad lo había sospechado todo.
—Te lo explicaré más tarde —dijo Kit—. Como ya te he dicho, me alegré al saber por Iolanthe que seguías vivo. Tenía miedo de que tú, Caramon y los demás hubierais muerto en El Remolino.
—Yo escapé —explicó Raistlin—. Los demás no. Murieron en el Mar Sangriento.
—Entonces no sabes que... —empezó a decir Kitiara, pero se detuvo.