La Torre de Wayreth (23 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Torre de Wayreth
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Tiempo atrás había habido una chimenea, pero se había derrumbado y nadie se había tomado la molestia de rehacerla. Los muros de la taberna estaban decorados con dibujos obscenos y palabrotas. En algún tiempo remoto, en la fachada delantera colgaba un cartel grande con el dibujo de un trol muy peludo. Pero ahora el cartel estaba apoyado en el edificio, o quizá el edificio se apoyaba en el cartel. Raistlin no estaba muy seguro. Los asiduos del lugar aseguraban que si no fuera por el letrero, el edificio ya se habría caído.

Por lo visto, también había habido una puerta que cerraba la entrada, pero lo único que quedaba de ella eran las bisagras, oxidadas. Según Mari, de todos modos no se necesitaba una puerta para nada, porque El Trol Peludo nunca cerraba. Siempre estaba atestado, fuera de día o de noche.

El tufo a cerveza rancia, a vómito y a sudor de goblin recibió a Raistlin como una bofetada en cuanto cruzó el umbral. El hedor era malo, pero el estruendo resultaba ensordecedor. El bar estaba lleno de soldados. Los barriles vacíos de cerveza servían como mesas. Los clientes se agolpaban alrededor, de pie, o se sentaban en unos bancos vacilantes. No se veía la barra por ningún sitio. El propietario de la taberna, un medio ogro llamado Slouch, estaba sentado junto a un barril de cerveza, llenando las jarras y cogiendo las piezas de acero, que dejaba caer en una caja de hierro que tenía al lado. Slouch nunca hablaba y era raro verlo lejos de su caja de hierro. No prestaba ninguna atención a nada de lo que sucediera en el bar. A su lado podía estallar la más sangrienta de las peleas, que él ni siquiera levantaba la vista. Toda su atención se concentraba en la cerveza que vertía en las jarras y en las monedas de acero que pasaban a su cofre.

La norma era que el cliente pagaba su bebida por adelantado (Slouch no confiaba en sus clientes, y con razón) y después buscaba un sitio. También servían cerveza unos enanos gully, que se abrían camino entre las piernas de los parroquianos, esquivando patadas y sorteando puñetazos. Mari escoltó a Raistlin hasta un banco y le dijo que se sentara. Raistlin hizo como que no había visto la mugre y obedeció.

—¿Qué te gustaría beber? —preguntó la kender.

Raistlin miró los vasos sucios que pasaban de las manos inmundas de los gully a las manos mugrientas de los clientes y respondió que no tenía sed.

—¡Oye, Maelstrom! —voceo Mari. Su voz chillona se alzaba sobre los aullidos, los gruñidos y las carcajadas—. ¡Dile a Slouch que mi amigo Raist, aquí presente, quiere un especial!

Su grito iba dirigido a uno de los hombres más corpulentos y más feos que Raistlin había visto jamás. Maelstrom era alto y ancho de espaldas como un minotauro. Era muy moreno. Sus ojos negros apenas se veían bajo sus cejas espesas y oscuras, y sujetaba su melena larga y grasienta en una cola. Vestía completamente de piel: chaleco, pantalones y botas. Nadie lo había visto nunca vestir otra cosa: ni camisa, ni capa, e incluso en los días más gélidos del invierno iba a cuerpo gentil.

Maelstrom había clavado sus ojos negros en Raistlin en el mismo momento en que éste había entrado y, tras el grito de Mari, asintió con un gesto impreciso y dijo algo a Slouch. El medio ogro desplazó su gran mole y llenó dos jarras bajo la espita de una barrica. Maelstrom se dignó a acercarles las jarras en persona, avanzando sin problemas entre la muchedumbre. A su paso, daba codazos a los draconianos, empujones a los goblins y tales puntapiés a los enanos gully que los dejaba patas arriba. No apartó los ojos de Raistlin ni un solo segundo.

Maelstrom se sentó en un extremo del largo banco, que gimió bajo su peso descomunal. El otro extremo se levantó. Los pies de Raistlin se despegaron del suelo. El hombre plantó una jarra delante del hechicero y se quedó con la otra.

—Éste es mi amigo Raist —dijo Mari—. Aquel del que te hablé. Raist, te presento a Maelstrom.

—Raist —lo saludó Maelstrom, haciendo un gesto impreciso con la cabeza.

—Me llamo Raistlin.

—Raist —repitió Maelstrom, frunciendo el entrecejo—, bebe.

Raistlin reconoció el olor acre y áspero del aguardiente enano, y no pudo evitar acordarse de su hermano, al que tanto le gustaba aquel licor tan fuerte. Raistlin apartó la jarra de sí.

—Gracias, pero no.

Maelstrom se bebió su jarra de aguardiente de un solo trago, echando la cabeza hacia atrás. Pero no por eso dejó de mirar fijamente a Raistlin. Dejó la jarra en la mesa con un golpe sordo.

—He dicho «bebe, Raist». —Las dos espesas cejas del hombre se juntaron en una sola. Con una mirada maliciosa, se inclinó hacia Raistlin—. O a lo mejor como eres uno de esos hechiceros melindrosos que están por encima de todo, te crees demasiado bueno para beber con gentuza como yo y mi amiga.

—Qué va, Raist no piensa eso —intervino Mari—. ¿A que no, Raist? —Volvió a empujar la jarra de aguardiente enano hacia él.

Raistlin la cogió, la olió y echó un trago. El líquido abrasador le quemó la garganta, le cortó la respiración, le llenó los ojos de lágrimas y le provocó un ataque de tos. Mari, muy considerada, le ofreció su propio pañuelo, que de alguna forma había ido a parar al calcetín de la kender. Raistlin tosió más, consciente de que los ojos de Maelstrom no se despegaban de él, mientras Mari le daba golpecitos en la espalda.

Maelstrom propinó una patada a un gully que pasaba por allí y pidió otras dos jarras.

—Bebe, Raist. Viene otra de camino.

Raistlin levantó la jarra, pero parecía que los dedos no le respondían. La taza se le resbaló y cayó estrepitosamente al suelo. Dos gully se encargaron de limpiar el estropicio. Se pusieron de rodillas sin esperar un segundo y empezaron a lamer el aguardiente derramado.

Raistlin se derrumbó allí mismo. Tenía los ojos cerrados y el cuerpo inerte.

Maelstrom gruñó.

—Largo y flaco —fue su comentario—. Yo digo que lo tiremos en medio de la calle.

—No pasa nada, Raist está perfectamente. Es que no está acostumbrado a lo bueno —lo defendió Mari.

Maelstrom levantó la cabeza de Raistlin cogiéndolo por el pelo y lo enderezó. Miró atentamente los ojos del hechicero.

—¿Está haciéndose el muerto?

—No creo —contestó Mari. Le dio un buen pellizco en el brazo. Raistlin no se movió. Ni siquiera le temblaron los párpados—. Está fuera de combate.

Maelstrom agarró a Raistlin y se lo echó a la espalda sin esfuerzo aparente, como si fuera un gully.

—Ten cuidado con él, Mal —le advirtió Mari—. Lo encontré yo. Es mío.

—Vosotros, los kenders, siempre estáis «encontrando» cosas —masculló Maelstrom—. Y la mayoría estaría mejor en las cloacas.

El gigantón le hundió bien la capucha a Raistlin, lo cogió por las piernas y lo arrastró fuera de El Pelo de Trol, entre risotadas y comentarios groseros sobre lo poco que aguantaban los humanos un buen licor.

16

El Botín de Lute

Una oferta de trabajo

DÍA DECIMOCUARTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

La noche era agradable, al menos todo lo agradable que podía ser una noche en Neraka, que siempre parecía envuelta en una nube eterna hecha de bruma, humo y polvo. Talent Orren estaba de buen humor y cruzó despacio la Puerta Roja, silbando una cancioncilla alegre. Los guardias que estaban de servicio lo saludaron con entusiasmo, lanzando miradas sedientas al odre que llevaba consigo, el cual se apresuraron a «confiscar». Talent les entregó el vino con una sonrisa y les dijo que esperaba que fuese de su agrado.

Como aquella noche ninguna luna iluminaba el cielo, Talent llevaba un farol para que alumbrara su camino. Giró a la izquierda en la primera calle y después se dirigió a un edificio en forma de «T» que se encontraba al final. No estaba solo. Soldados humanos y draconianos patrullaban las calles del Barrio Rojo con aire eficiente. El contraste con el Barrio Verde era evidente. Aquella calma relativa también podía tener algo que ver con el hecho de que el comandante en jefe del Ejército Rojo de los Dragones, Ariakas, estuviera en la ciudad.

Los draconianos ignoraban a Talent, pues tendían a menospreciar a todos los humanos. En cambio, la mayoría de los soldados humanos lo conocían y lo apreciaban, por eso le dedicaban sus mejores insultos. Orren les correspondía como buenamente podía. Más tarde los vería a todos en su taberna, donde, en un acto de generosidad, los libraría de la carga de su paga.

El destino de Talent era una casa de empeño conocida como El Botín de Lute. Al llegar abrió la puerta y entró. Se detuvo un momento para acostumbrarse a la intensa luz, señal de la buena marcha del negocio. De las vigas del techo colgaban siete lámparas de cristal de una belleza deslumbrante. Lute contaba que se las había comprado a un señor elfo desesperado por huir de Qualinesti antes de que el ejército de los Dragones atacara. Lute había pagado a la bruja del emperador, Iolanthe, una cantidad irrisoria para que conjurara las lámparas con un hechizo de luz mágica. La luz tenía una tonalidad muy blanca, y algunos clientes la encontraban demasiado intensa y protestaban porque les hacía llorar los ojos, pero a Talent le parecía tranquilizadora, incluso reconfortante.

Cuando sus ojos se adaptaron a la luz y vio cómo podía pasar entre el batiburrillo de objetos sin romperse la crisma, dio las buenas noches a los guardianes de Lute, dos mastines enormes. Los animales respondían a los nombres de
Shinare
y
Hiddukel,
y devolvieron el saludo a Talent con unos cuantos latigazos de sus colas y una inundación de babas. Uno de ellos, sentado sobre los cuartos traseros, apoyó las patas delanteras en el pecho del hombre y le lamió las mejillas. El perro era varios centímetros más alto que Talent.

Talent jugó con los perros mientras esperaba a poder hablar con Lute, quien, sentado en un taburete alto detrás del mostrador, cerraba un trato con un soldado del Ejército Rojo de los Dragones. Al ver a Talent, Lute olvidó un momento el regateo para refunfuñar algo a su amigo.

—Oye, Talent, ¿qué era esa comida para cerdos que me mandaste para cenar?

Lute era un tipo rechoncho con una cabezota considerable. Con expresión hosca, siempre presumía de que era la persona más vaga de Ansalon. Todas las mañanas se desplazaba desde la cama, que estaba en una habitación situada justo detrás del mostrador, hasta el taburete, donde se pasaba sentado el día entero, excepto en los momentos en que visitaba la bacinilla. Cuando llegaba la hora de cerrar la tienda, bien entrada la noche, Lute se deslizaba del taburete y, balanceándose, recorría los pocos pasos que lo separaban de la cama. Sobre los ojos le caía una mata de pelo rizado y negro que se unía con la tupida barba, negra y rizada, en algún punto cerca de la nariz, así que no era fácil definir dónde empezaba la barba y terminaba la melena. Unos ojos pequeños y penetrantes brillaban a través de la espesura.

—Estofado de conejo —contestó Talent.

—¡Menuda porquería! ¡Más bien parecía un enano gully al vapor! —exclamó Lute.

—Haberlo devuelto —sugirió Talent.

—Aquí el amigo tiene que alimentarse de algo. —Lute gruñó y volvió a concentrarse en el regateo.

Talent sonrió. Su estofado de conejo era bueno, no había otro mejor en esa parte del mundo. Lute siempre estaba quejándose de algo.

Si Lute tenía apellido, nadie lo sabía. Afirmaba que era humano, pero a Talent no lo engañaba. Una noche, cuando no hacía mucho que se conocían, Lute se había adentrado algo más de la cuenta en los caminos traicioneros del aguardiente enano y le había contado a Talent que su padre era un enano del reino de Thorbardin. Cuando Talent lo mencionó a la mañana siguiente, Lute se puso hecho una furia y negó que él hubiera dicho tal cosa. Se pasó una semana sin hablar con él. Talent nunca había vuelto a sacar el tema.

Talent paseó entre los montones de trastos que abarrotaban el almacén. En el Botín de Lute había objetos provenientes de todo Ansalon. Talent solía decir que podía seguir los avances de la guerra por los artículos expuestos en la tienda. En la misma habitación había pinturas y tapices de Qualinesti; un juego de sillas que se decía que venía de la famosa posada de El Ultimo Hogar de Solace; alguna que otra cosa del reino de los enanos, pero no demasiadas, porque Thorbardin había rechazado a los ejércitos de los Dragones. No había nada procedente del reino elfo de Silvanesti, pues se decía que esa tierra estaba maldita y nadie se acercaba. En cambio, se acumulaba un sinfín de objetos de la zona oriental de Solamnia, que había caído bajo el yugo de la Dama Azul, aunque hasta donde sabía Talent, Palanthas todavía resistía.

Esperó pacientemente a que el soldado cerrara su negocio. Al final el hombre aceptó el precio, aunque afirmaba que estaba muy por debajo del valor de lo que fuera que estaba intentando vender. El soldado se fue de muy mal humor, apretando las monedas en la mano. Talent lo reconoció, porque era un habitual de su taberna, y supuso que aquellas monedas no tardarían en acabar en su caja fuerte.

Después de que el soldado saliera dando un portazo, Lute levantó su bastón negro y lo agitó en el aire. Era la señal para que Talent cerrara la puerta y la atrancara. Si Talent no hubiera estado allí para atrancarla, lo habría hecho
Shinare,
pues Lute lo había adiestrado para tal menester. Después, su compañero
Hiddukel
empujaría una barra de hierro con el morro, hasta que la puerta quedara bien atrancada y no pudiera abrirse desde fuera. De esa manera, Lute se ahorraba la fatigosa tarea de caminar desde el mostrador hasta la puerta y vuelta al mostrador.

La principal misión de los mastines consistía en disuadir a los ladrones. Saludaban a los clientes a la entrada y los escoltaban por toda la tienda, gruñendo cada vez que osaban tocar algo sin tener el permiso de Lute. En caso de que alguien se arriesgara a robar algo y saliera corriendo, Lute no tenía más que recurrir a la pequeña ballesta que tenía en el mostrador, junto a la taza de té de vainas, que le gustaba muy fuerte y con un buen chorro de miel. Si alguien dudaba de la destreza de Lute con la ballesta, él señalaba la calavera de un goblin sujeta a la pared con una flecha que le atravesaba un ojo.

Talent estaba a punto de colocar la barra de la puerta, cuando oyó que alguien llamaba. Escudriñó las sombras pero al principio no vio nada.

—Aquí abajo, cegato —dijo Mari.

Talent bajó la vista a la altura de la kender.

—Ya se ha hecho la entrega —anunció ella.

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