Aquella Noche del Ojo no se celebraría una reunión del Cónclave, algo que rompía con la tradición. Se decía que los jefes del Cónclave habían decidido prescindir del encuentro porque quitaba mucho tiempo al trabajo más importante. Como esa reunión sólo tenía como aliciente el tradicional discurso de Par-Salian, el cual, según los hechiceros más jóvenes, tenía un magnífico efecto soporífero, la noticia fue bienvenida.
Únicamente unos pocos, un grupo muy reducido, sabían la verdadera razón de la cancelación del encuentro. Los jefes de las tres órdenes no iban a estar en la Torre de Wayreth aquella noche. Ladonna, Par-Salian y Justarius planeaban acometer una misión arriesgada y peligrosa en Neraka. Acompañándolos irían seis guardaespaldas. Eran hechiceros jóvenes y fuertes que habían dedicado varios días a armarse de hechizos de combate, pensados para rechazar a casi cualquier tipo de enemigo, vivo o muerto viviente, y de hechizos de protección para sí mismos y para sus líderes.
Cuando caía la noche, los demás hechiceros asistieron a un espléndido banquete servido en el patio. Ladonna, Justarius y Par-Salian se encontraban encerrados en una de las cámaras superiores de la torre, discutiendo sus planes. Estaban sentados en penumbra, con los rostros invisibles entre las sombras y los ojos brillantes a la luz del fuego. Al ver que las llamas se apagaban y sentir la caricia fría del aire de la noche, Par-Salian se levantó para echar otro tronco.
Sobre la repisa de la chimenea ardía una vela de una hora. La llama imperturbable consumía lentamente el tiempo, hasta que las tres lunas se alinearan y los hechiceros pudieran emprender el peligroso viaje, a través del tiempo y el espacio, hasta el Templo de la Reina Oscura.
—La coordinación es esencial —dijo Ladonna. Vestía una túnica ribeteada en piel y lucía colgantes y anillos. Ninguna de las joyas se debía a la vanidad. Todas eran objetos mágicos o podían utilizarse como ingredientes para los hechizos—. Primero hay que quitar el espíritu de Jasla de la Piedra Angular con mi hechizo de nigromancia.
Lanzó una mirada gélida a Par-Salian.
—Amigo mío, esto responde a una razón totalmente lógica —añadió, en referencia a una discusión que se había alargado durante días—. Si levantas tus barreras para sellar la piedra antes de que yo conjure mi hechizo, encerrarás el espíritu de la muchacha dentro.
—Lo que me preocupa es lo que pasará con el alma de Jasla —dijo Par-Salian—. Su espíritu es bondadoso, no lo olvides, Ladonna. Quiero tener garantías de que la dejarás libre y no la harás tu prisionera.
—Tienes que admitir que descubrir cómo ese espíritu bloqueó la entrada a la reina Takhisis sería una información increíblemente valiosa —repuso Ladonna con frialdad—. Sólo quiero hacerle unas cuantas preguntas. Somos mayoría. Justarius está de acuerdo conmigo.
—Se trata de hacer lo mejor para todos —dijo Justarius. Llevaba varios pergaminos en el cinturón, además de las bolsas con los componentes de los hechizos.
Par-Salian sacudió la cabeza, no acababa de estar convencido.
—Puedes estar presente en el interrogatorio —concedió Ladonna, aunque no parecía muy contenta por decir eso—. Y podrás comprobar con tus propios ojos que la dejo libre.
—Ya está. ¿Así te quedas más tranquilo? Esta discusión nos está costando un tiempo precioso —dijo Justarius.
—Está bien —aceptó Par-Salian—. Siempre que pueda estar presente. Primero Ladonna conjurará su hechizo, quitaremos el espíritu de Jasla y lo llevaremos a un lugar seguro. Justarius, tú lanzarás tus hechizos para modificar la naturaleza de la Piedra Angular...
—Para lo que servirá eso... —murmuró Ladonna.
Justarius se irguió.
—Ya lo hemos hablado más de cien veces...
—Y lo hablaremos otras cien si es necesario —lo interrumpió Ladonna con dureza—. Esto es demasiado importante para tomárselo a la ligera.
—Tiene razón —dijo Par-Salian—. No todos los que vayan a Neraka esta noche volverán con vida. Cada uno de nosotros debe estar completamente comprometido. Plantea tus razones.
—¿Otra vez? —preguntó Justarius, exasperado.
—Otra vez —ordenó Par-Salian.
Justarius suspiró.
—La piedra original, que era de mármol blanco, estaba bendita y santificada por los dioses. Takhisis le dio su propia «bendición», en un intento de corromperla. Pero tanto Par-Salian como yo estamos de acuerdo en que la piedra sigue siendo pura en esencia, lo que explica que el espíritu de Jasla pudiera encontrar un santuario en su interior. Si eliminamos la parte corrupta y la piedra puede volver a su forma original y Par-Salian la protege con poderosos hechizos defensivos, Takhisis no logrará pervertirla nunca más.
—Y como su templo se apoya en la Piedra Angular, si ésta se transforma, el templo quedará derruido y la Reina Oscura quedará atrapada en el Abismo por siempre jamás —concluyó Par-Salian.
Todos se sumieron en el silencio, con la preocupación reflejada en el rostro. Los tres eran conscientes de que sus argumentos eran inútiles, estériles, encaminados a evitar lo que todos tenían en la cabeza. Finalmente, Ladonna se atrevió a decir lo que sabía que todos pensaban.
—He buscado la bendición de Nuitari para este plan. El dios de la luna oscura no me presta atención. No creo haberle ofendido, pero si lo he hecho...
—No es por ti, Ladonna. Yo he acudido a Solinari y el resultado ha sido el mismo —dijo Par-Salian—. No he obtenido respuesta alguna. ¿Y tú, amigo mío?
Justarius negó con la cabeza.
—Lunitari no me habló. Y es algo muy preocupante, porque a la diosa le gusta charlar sobre los temas más triviales. Este plan nuestro es la empresa más arriesgada llevada a cabo por un hechicero desde que los Tres Sagrados pusieron fin a la Segunda Guerra de los Dragones, y mi diosa no me dice ni una palabra. Algo va mal.
—Tal vez deberíamos paralizarlo todo —dijo Par-Salian.
—¡No seas una vieja llorica! —se burló de él Ladonna.
—Lo que soy es práctico. Si los dioses no...
—¡Ssh! —les hizo callar Justarius, levantando una mano. Desde el otro lado de la puerta llegaban gritos y voces—. ¿A qué se debe todo ese jaleo?
—A un exceso de vino elfo —contestó Par-Salian.
—No suena como una fiesta —dijo Ladonna, alarmada—. ¡Suena más como un motín!
Las voces cada vez llegaban más altas y los hechiceros oían a gente correr por el pasillo, víctimas del pánico. Empezaron a golpear la puerta, cada vez más puños, hasta que la madera tembló bajo aquella lluvia de golpes. Los hechiceros empezaron a llamar a sus líderes a gritos, algunos aullaban el nombre de Par-Salian, otros el de Ladonna o el de Justarius.
Enfadado por aquel comportamiento tan impropio, Par-Salian se puso de pie, atravesó la habitación a zancadas y abrió la puerta bruscamente. Se quedó sorprendido al encontrar el vestíbulo a oscuras. Por lo visto, las luces mágicas que iluminaban todos los pasillos de la torre habían fallado. Al ver que unos cuantos hechiceros llevaban velas y faroles, Par-Salian tuvo un mal presentimiento.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó con voz áspera, mirando con fiereza a la muchedumbre de hechiceros que se agolpaba en el vestíbulo—. ¡Que cese este tumulto de inmediato!
Los hechiceros que se hacinaban en la sala a oscuras quedaron en silencio, pero no duró mucho.
—Decídselo —dijo una voz.
—¡Sí, decídselo! —exclamó otra.
—¿Decirme el qué?
Muchas voces empezaron a hablar al mismo tiempo. Par-Salian las hizo callar con un gesto impaciente y miró en derredor en busca de un portavoz entre todas aquellas sombras.
—¡Antimodes! —dijo Par-Salian, al descubrir a su amigo—. Dime qué está pasando.
La multitud se apartó para dejar que Antimodes se acercara a su líder. Antimodes era un hechicero mayor, muy respetado y querido. Provenía de una buena familia y él mismo contaba con sus propias riquezas. Su gran pasión era conseguir que la causa de la magia se abriera paso en el mundo y muchos magos jóvenes habían disfrutado de su generosidad. Antimodes era un hombre de negocios y todo el mundo reconocía su sensatez y su sentido práctico. Cuando Par-Salian vio su rostro pálido y apesadumbrado, sintió que se le caía el alma a los pies.
—¿Has mirado por la ventana, amigo mío? —preguntó Antimodes. Hablaba en voz baja, pero la muchedumbre escuchaba con los cinco sentidos. Recogieron sus palabras y las repitieron.
—¡Mira por la ventana! ¡Sí, mira afuera!
—¡Silencio! —ordenó Par-Salian, y la multitud volvió a callarse, pero no del todo. Muchos mascullaban y murmuraban una cadena de palabras susurrantes y teñidas de miedo.
—Deberías mirar por la ventana —dijo Antimodes solemnemente—. Tienes que verlo con tus propios ojos. Y mira esto también. —Levantó una mano, señaló con un dedo y pronunció unas palabras mágicas—.
¡Sula vigis dolibix!
—¿Estás loco? —exclamó Par-Salian, alarmado, esperando que unas runas ardientes salieran disparadas de la mano de su amigo. Pero no pasó nada. Las palabras del hechizo cayeron al suelo como hojas muertas.
Antimodes suspiró.
—La última vez que me falló este hechizo, amigo mío, tenía dieciséis años y estaban pensando en una chica, no en mi magia.
—¡Par-Salian! —llamó Ladonna con voz temblorosa—. ¡Tienes que ver esto!
Estaba apoyada en el alféizar de la ventana y poco le faltaba para caer, con la espalda arqueada y la cabeza vuelta hacia el cielo.
—Las estrellas relucen. La noche está despejada. Pero...
Se volvió hacia él, pálida.
—¡Las lunas han desaparecido!
—Y lo mismo puede decirse del Boque de Wayreth —añadió Justarius con voz lúgubre, mirando por encima del hombro de Ladonna.
—¡Hemos perdido la magia! —aulló una mujer desde el vestíbulo. Su grito aterrorizado despertó el pánico de la multitud.
—¿Acaso sois unos locos gullys para comportaros así? —bramó Par-Salian—. Todos a vuestras habitaciones. Debemos mantener la calma y descubrir qué está pasando. Monitores, quiero que los pasillos queden despejados ahora mismo.
Los gritos cesaron, pero los hechiceros seguían dando vueltas sin saber adonde dirigirse. Antimodes quiso dar ejemplo retirándose a sus habitaciones y llevándose consigo a sus amigos y a sus discípulos. Volvió la vista para mirar a Par-Salian, quien sacudió la cabeza y suspiró.
Los monitores, con sus túnicas rojas, empezaron a moverse entre el gentío, apremiando a todos para que obedeciesen al jefe del Cónclave. Par-Salian esperó en la puerta hasta que vio que el vestíbulo empezaba a vaciarse. La mayoría de los hechiceros no fue a sus habitaciones. Se agolpaban en las zonas comunes para lanzar sus especulaciones y ponerse nerviosos unos a otros.
Par-Salian cerró la puerta y se volvió para mirar a sus compañeros. Ambos estaban asomados a la ventana, observando el cielo con la vana esperanza de descubrir que estaban equivocados. Quizá una nube solitaria hubiera ocultado las lunas o tal vez hubieran calculado mal el tiempo y las lunas aparecieran más tarde. Pero la prueba del bosque desaparecido era espeluznante e imposible de negar.
Mientras Par-Salian contemplaba el paraje desnudo e inhóspito, las colinas despojadas de árboles, intentó conjurar un hechizo sencillo, un simple truco. En el mismo momento en que estaba pronunciando las palabras, que salieron de sus labios como un galimatías, supo que no funcionaría.
—¿Qué hacemos? —preguntó Ladonna con voz hueca.
—Debemos rezar a los dioses...
—No van a responderos —dijo una voz desde la oscuridad. En el centro de la habitación había un hechicero ataviado con la túnica negra.
—¿Quién eres tú? —preguntó Par-Salian.
El hechicero se quitó la capucha. La piel dorada centelleó bañada por la luz de las llamas. Unos ojos con pupilas en forma de reloj de arena los miraban con indiferencia.
—Raistlin Majere —dijo Justarius con voz áspera.
Raistlin hizo una inclinación de cabeza como saludo.
—¡Todo esto es obra tuya! —exclamó Ladonna, colérica.
Raistlin sonrió mordazmente.
—A pesar de que considero un halago que pienses que tengo el poder necesario para hacer desaparecer las lunas, señora, debo desengañarte. Yo no hice que las lunas desaparecieran. Tampoco eliminé yo su magia. Lo que teméis es cierto. Vuestra magia ha desaparecido. Los dioses de la magia han perdido su poder.
—Entonces, ¿cómo has venido tú aquí si no ha sido con magia? —preguntó Par-Salian con voz airada. Raistlin le hizo una inclinación.
—Una observación muy inteligente, jefe del Cónclave. He dicho que vuestra magia ha desaparecido, pero no la mía.
—¿Y de dónde procede tu magia si puede saberse?
—De mi dios. De mi reina —repuso Raistlin en voz baja—. De Takhisis.
—¡Traidor! —gritó Ladonna.
Cogió uno de los colgantes que llevaba y arrancó un poco de piel del cuello de su túnica.
—Ast kiranann kair Gardurn... —
titubeó y volvió a empezar—.
Ast kianann kair...
—Es inútil —la interrumpió Justarius con amargura.
—No soy yo el traidor —dijo Raistlin—. No soy yo quien delató vuestro complot para entrar en el templo y bloquear la Piedra Fundacional para la Reina Oscura. Si no fuera por mí, ahora mismo estaríais todos muertos. El Señor de la Noche y sus peregrinos están esperándoos allí.
—¿Quién fue entonces? —quiso saber Ladonna, furiosa.
—Las paredes oyen —repuso Raistlin en voz baja.
Ladonna cruzó los brazos sobre el pecho y empezó a dar vueltas por la habitación. Justarius seguía junto a la ventana, contemplando la noche.
—¿Has venido a regodearte? —preguntó Par-Salian.
Raistlin entrecerró los ojos.
—Me elegiste como tu «espada», Maestro del Cónclave. Y quién ignora que una espada corta por los dos filos... Si tu espada te ha hecho sangrar, la culpa es sólo tuya. Pero para responder a tu pregunta: no, no he venido aquí a regodearme.
Señaló hacia la ventana.
»
El bosque de Wayreth ha desaparecido. En este mismo momento, un Caballero de la Muerte llamado Soth y sus guerreros espectrales cabalgan hacia la torre. Nada se impone en su camino. Y cuando lleguen aquí, no habrá nada que los detenga y evite que tiren abajo estos muros y maten a todos los que se refugian tras ellos.
—¡Que Solinari nos proteja! —murmuró Par-Salian.
—Solinari está luchando por su propia supervivencia —dijo Raistlin—. Takhisis ha traído unos dioses nuevos al mundo, los dioses del gris, así los llama ella. Planea deponer a nuestros dioses y hacerse con el control de la magia, que repartirá entre sus favoritos. Como yo.