La Torre Prohibida (34 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

BOOK: La Torre Prohibida
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Calista miró los rizados pedazos de raíz que se hallaban en el fondo del frasco.

—Debemos enviar a alguien al mercado de Neskaya cuando los caminos estén transitables. Viene de las Ciudades Secas. Pero no la utilizamos con frecuencia, ¿verdad?

—Se la he estado administrando a tu padre,
domna
, para fortalecerle el corazón. Durante un tiempo puedo darle junquillo rojo, pero éste es mejor para uso diario.

—Entonces, tienes autorización para mandarlo traer. Pero mi padre siempre ha sido un hombre vigoroso y fuerte. ¿Por qué crees que su corazón necesita estimulantes, Ferrika?

—Ocurre con frecuencia con los hombres que han sido muy activos,
domna
, como espadachines, jinetes, atletas, guías montañeses. Si alguna herida les recluye en la cama por mucho tiempo, sus corazones se debilitan. Es como si sus cuerpos desplegaran una gran necesidad de actividad, y cuando ésta súbitamente desaparece, enferman, y a veces mueren. No sé por qué es así, señora, pero sé que con frecuencia ocurre.

También eso era por su culpa, pensó Calista, con súbita desesperación. Fue luchando contra los hombres-gato que su padre había quedado inválido. Y, al recordar la ternura que su padre le había dispensado esa misma mañana, la pena la invadió. ¡Si se muriera, justo ahora que ella empezaba a conocerle! En la Torre, había estado aislada tanto del dolor como de la alegría. Ahora le parecía que el mundo exterior estaba colmado de dolores que ella no podría soportar. ¿Cómo había tenido alguna vez el valor de marcharse de la Torre?

Ferrika la miraba con simpatía, pero Calista era demasiado inexperta para advertirlo. Le habían enseñado a confiar tan completamente en sí misma que no era capaz de recurrir a otra persona en busca de consuelo o consejo. Al cabo de un rato, Ferrika, viendo que Calista estaba abstraída en sus propios pensamientos, se marchó silenciosamente, y la joven trató de reanudar su trabajo, pero lo que había escuchado la había dejado tan temblorosa que sus manos no le obedecían. Finalmente, acomodó todo, limpió su equipo y salió, cerrando la puerta.

Los hombres y las criadas habían terminado con el lavado, y bajo el inusual brillo del sol, tendían prendas, sábanas y toallas en unas cuerdas extendidas en el patio. Reían con alegría y las bromas pasaban de uno a otro, mientras caminaban sobre el lodo y la nieve que se derretía. El patio estaba colmado de prendas húmedas y tremolantes bajo las ráfagas del viento. Todos se veían alegres y activos, pero Calista sabía, por experiencia, que si se unía a ellos, el buen humor se atenuaría. Estaban acostumbrados a Ellemir, pero para las mujeres de la casa —e incluso para los hombres—, ella era todavía una extraña, algo exótico, que debía ser reverenciada y temida, una dama del Comyn que había sido
leronis
en Arilinn. Sólo Ferrika, que la había conocido de niña, era capaz de tratarla como a otras jóvenes de su edad. Estaba tan sola, advirtió mientras observaba a las mujeres que corrían de un lado a otro con brazadas de ropas húmedas para colgar en las sogas, y con sábanas secas que debían guardar en los armarios, riéndose y bromeando entre ellas.

Sentía que estaba sola, que no pertenecía a ninguna parte: ni a la Torre ni a este lugar.

Al cabo de un rato, se dirigió al invernadero. En los invernaderos había calefactores, pero vio que algunas de las plantas más próximas a las ventanas estaban congeladas, y en uno de los edificios, el peso de la nieve había roto varios paneles. Aunque los habían reparado rápidamente con cartones, algunos arbustos frutales se habían congelado. Vio a Andrew en un extremo, mostrando a los jardineros cómo debían podar unas vides dañadas y buscar el tronco vivo.

Rara vez
miraba
a Andrew, porque estaba muy acostumbrada a ser consciente de él de otras maneras. Ahora se preguntó si a Ellemir le resultaría o no atractivo. La idea la irritó sobremanera. Sabía que Andrew la consideraba bella. Como no era una mujer vanidosa, y a causa del tabú que la había rodeado durante toda su vida adulta, que la había desacostumbrado a las atenciones masculinas, que él la creyera bella siempre la había sorprendido. Pero ahora, sintió que como Ellemir era tan adorable, y ella tan pálida y delgada, seguramente a Andrew le resultaría más bella Ellemir.

Andrew alzó los ojos, le sonrió y le hizo un gesto para que se acercara. Ella lo hizo, saludando al jardinero con un cortés gesto de asentimiento.

—¿Todos estos arbustos están muertos?

El sacudió la cabeza.

—Creo que no. Sólo secos hasta la raíz, tal vez, pero volverán a crecer en la primavera. —Se dirigió al hombre—: Deja una marca en el lugar donde están, para que nadie plante allí algo que pueda perjudicar a las raíces.

Calista miró los arbustos talados.

—Estas hojas deben ser seleccionadas, y las que no están afectadas por la escarcha deben secarse... ¡de otro modo no tendremos especias para la carne asada hasta que no llegue la primavera!

Andrew transmitió la orden.

—¡Suerte que estabas aquí! Puedo ser un buen jardinero, pero no soy un buen cocinero, ni siquiera en mi mundo.

Ella se rió.

—Yo no soy buena cocinera en ningún mundo. Sé algo de hierbas, eso es todo.

El jardinero se agachó a recoger las ramas cortadas, y a sus espaldas Andrew se inclinó para besarla rápidamente en la frente. Ella tuvo que acorazarse para no alejarse de él, tal como se lo indicaban sus antiguos hábitos y sus reflejos más profundos. Él advirtió su gesto de rechazo y la miró con dolorida sorpresa, pero después, al recordar, suspiró y le sonrió.

—Me alegra verte con tan buen aspecto, amor.

Ella suspiró y le dijo, sin sentir su beso;

—Me siento como ese arbusto, muerta hasta la raíz. Esperemos que también yo vuelva a crecer con la primavera.

—¿Puedes salir de la habitación? Damon dijo que todavía debías descansar.

—Bueno, Damon tiene la mala costumbre de estar siempre en lo cierto, pero me siento como un hongo en un sótano oscuro —dijo Calista—. ¡Hace tanto que no veo la luz del sol!

Se detuvo en una zona soleada, disfrutando del calor sobre su rostro, mientras Andrew seguía caminando, examinando las hileras de vegetales y hierbas en tiestos.

—Creo que todo está en orden aquí, pero no conozco estas variedades. ¿Qué te parecen a ti, Calista?

Ella se acercó y se arrodilló junto a los arbustos bajos, examinando las raíces.

—Hace años le dije a papá que no debía plantar los melones tan cerca del muro. Es cierto que hay más luz aquí, pero si hay una tormenta fuerte, no están suficientemente protegidos. Éste morirá antes de que los frutos maduren, y si éste otro sobrevive... —señaló—, el frío habrá matado sus frutos. La corteza puede servir para conserva, pero no madurará, y habrá que arrancarlo antes de que se pudra. —Llamó al jardinero y le dio la orden.

—Tendremos que pedir más semillas a alguna de las granjas de las zonas más bajas. Tal vez Syrtis no haya sufrido tanto la tormenta. Tienen buenos árboles frutales, y podemos pedirles algunos melones y algunos retoños de sus vides. Y éstas hay que llevarlas a las cocinas. Pueden hacerse conservas, o tal vez puedan salarlas antes de que se echen a perder.

Mientras los criados cumplían las indicaciones, Andrew deslizó una mano entre el brazo y el cuerpo de la joven. Ella se puso tensa, rígida, y luego el color invadió su rostro.

—Lo siento. Es tan sólo... un reflejo... un hábito...

De regreso al punto de partida.
Todos sus reflejos físicos, que tan lentamente se habían empezado a borrar durante los meses transcurridos desde la boda, habían regresado con toda su fuerza. Andrew se sintió vencido, impotente. Sabía que eso había sido necesario para salvar la vida de la joven, pero el hecho de ver los antiguos reflejos en acción le volvía a producir un shock, y un shock muy duro.

—No te pongas así —le rogó Calista—. ¡Sólo durará un tiempo!

El suspiró.

—Lo sé —dijo—. Leonie me lo advirtió —agregó, pero su rostro adquirió una expresión tensa.

—En realidad la odias, ¿verdad? —le dijo Calista, nerviosamente.

—A ella no. Pero odio lo que te hizo. No puedo perdonárselo, y nunca lo haré.

Calista sintió un curioso temblor interior, un estremecimiento que no podía controlar por completo. Con un esfuerzo, logró que su voz fuera firme.

—Sé justo, Andrew, Leonie no me coaccionó para que fuera Celadora. Yo lo elegí por propia voluntad. Ella simplemente me ayudó a seguir el más difícil de los caminos. Y también fue por propia voluntad que elegí soportar el... dolor de marcharme. Por
ti
—agregó, mirando directamente a Andrew.

Andrew sintió que estaban peligrosamente próximos a una pelea. Una parte de él la anhelaba, anhelaba la descarga eléctrica que limpiaría el aire. Involuntariamente, se le ocurrió que ése sería el camino si se tratara de Ellemir: una disputa breve, intensa, y luego una reconciliación que los acercaría más que nunca.

Pero no podía hacer eso con Calista. Ella había aprendido, con un sufrimiento que él ni siquiera podía imaginar, a conservar sus emociones profundamente guardadas, ocultas detrás de una barrera impenetrable. Sólo podía franquear ese muro corriendo serios riesgos. De tanto en tanto podía persuadirla de que lo bajara, o lo dejara de lado, pero siempre estaría allí, y él no podía arriesgarse a destruirlo, porque eso podía destruir también a Calista. Si superficialmente ella parecía dura e invulnerable, él sabía muy bien que en lo profundo era increíblemente vulnerable.

—No le echo la culpa, querida, pero me gustaría que hubiera sido más explícita con nosotros, con los dos.

Eso era bastante justo, pensó Calista, recordando — ¡como si fuera un mal sueño, una pesadilla!— cómo se había enojado ella misma con Leonie en el supramundo.

—Leonie no lo sabía —dijo, sin embargo, sintiéndose obligada a defenderla.

Andrew deseó gritar: Bien, ¿por qué demonios no lo sabía? Era su trabajo, ¿verdad? Pero él tampoco se atrevió a criticar a Leonie.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo en cambio, con voz temblorosa—. ¿Seguir así, mientras tú ni siquiera quieres tocarme la mano?

—No es que no quiera —le dijo ella, forzando las palabras a través de un nudo en la garganta—.
No puedo.
Creí que Damon te lo había explicado.

—¡Y lo mejor que pudo hacer Damon fue empeorarlo todo!

—No lo empeoró —dijo ella, y sus ojos centellearon otra vez—. ¡Me salvó la vida! ¡Sé justo, Andrew!

—Estoy cansado de ser justo —murmuró Andrew, bajando la vista.

—¡Cuando hablas así siento que me odias!

—Nunca, Cal —dijo él, calmándose—. Es tan sólo que me siento condenadamente impotente. ¿Qué vamos a hacer?

Ella desvió los ojos.

—No me parece que sea tan difícil para ti. Ellemir... —Pero se interrumpió, y Andrew, invadido por toda la vieja ternura por ella, buscó el contacto más profundo, para reafirmarla y para asegurarse también él de que todavía existía, que podía sobrevivir a la separación. Se le ocurrió que a causa de las profundas diferencias culturales que había entre ambos, ni siquiera la telepatía era garantía contra los malentendidos. Pero la cercanía estaba allí.

Debían partir de eso. La comprensión llegaría más tarde.

—Te ves cansada, Cal —dijo con amabilidad—. No deberías exagerar, es el primer día que te levantas. Déjame llevarte arriba.

Y cuando estuvieron solos en su cuarto, le preguntó suavemente:

—¿Me estás haciendo reproches por lo de Ellemir Calista? Creí que eso era lo que deseabas.

—Lo era —dijo ella, tartamudeando—. Sólo... sólo era porque te haría más fácil la espera. ¿Tenemos que hablar de eso, Andrew?

—Creó que sí —dijo Andrew, muy tranquilo—. Aquella noche. .. —Y una vez más ella supo exactamente lo que él quería decir. Para los cuatro, durante mucho tiempo, «aquella noche» sólo tendría un significado—. Damon me dijo algo que me impactó. Los cuatro telépatas, me dijo, y ninguno con la sensatez necesaria para asegurarse de que nos comprendíamos. Ellemir y yo logramos hablar —dijo, y agregó, con una ligera sonrisa—: aunque es verdad que tuvo que emborracharme para lograr que yo hablara honestamente con ella.

—Te ha facilitado las cosas, ¿verdad? —dijo ella, sin mirarle.

—En cierto modo. Pero no vale la pena, si eso te avergüenza al mirarme, Calista.

—No es vergüenza —dijo, y logró alzar los ojos—. No es vergüenza, no, sino que tan sólo... me enseñaron a pensar en otra cosa, para no ser... vulnerable. Si quieres hablar de eso... — ¡Que Evanda y Avarra no permitieran que fuera menos honesta que Ellemir con él!— lo intentaré. Pero no estoy... acostumbrada a esas conversaciones ni a esas ideas y tal vez... no encuentre fácilmente las palabras. Si tú... lo soportas... entonces, lo intentaré.

Él vio que se mordía los labios, que luchaba por encontrar las palabras que traspusieran la barrera de su inarticulación, y sintió una profunda piedad. Pensó en ahorrarle esto, pero sabía que una barrera de silencio era el único tipo de barrera que tal vez nunca pudiera atravesar. A cualquier precio —y mirando las sonrojadas mejillas y la boca temblorosa de Calista supo que el precio sería alto— debían mantener abierta una línea de comunicación.

—Damon dijo que jamás debíamos permitir que te sintieras sola, ni que creyeras que te habíamos abandonado. Sólo me pregunto: ¿te hace daño esto? ¿O te hace sentir... abandonada?

Ella se retorció los dedos.

—Sólo si verdaderamente... me hubieras abandonado. Si yo ya no te importara. Si dejaras de amarme.

Él pensó que era algo tan íntimo que no podía menos que acercarlo más a Ellemir, distanciarlo más de Calista.

Andrew no estaba defendido, y Calista, que había percibido su idea, estalló, indignada:

—¿Sólo me deseas porque creíste que te daría más placer en la cama que mi hermana?

Él se sonrojó intensamente. Bien, había querido una conversación directa: la tenía.

—¡Dios no lo permita! ¡Nunca lo pensé así! Es tan sólo que... si crees que voy a desearte menos, preferiría olvidar todo el asunto. ¿De verdad piensas que porque me acuesto con Ellemir he dejado de desearte?

—No más de lo que yo he dejado de desearte a tí, Andrew. Pero... pero ahora estamos iguales.

—No comprendo.

—Ahora tu necesidad de mí es igual que la mía de ti. —Sus ojos eran tranquilos y límpidos, pero él sintió que en su interior ella lloraba—. Una... una cuestión de la mente y del corazón, una pena como la mía, pero no un... un tormento del cuerpo. Yo quería que estuvieras satisfecho, porque... —se mojó los labios, luchando contra sus inhibiciones de muchos años— ...
eso
era terrible para mí, sentir tu necesidad, tu hambre, tu soledad. Y entonces traté de... compartir todo contigo y... casi te maté. —Las lágrimas brotaron, pero ella no lloró y se las enjugó con furia—. ¿Comprendes? Cuando siento
eso
en ti, haría cualquier cosa, me arriesgaría a cualquier cosa por evitarlo...

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