La Torre Prohibida (46 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

BOOK: La Torre Prohibida
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—Eres
comynara
, niña, y ninguno de los nuestros te haría daño, loco o cuerdo, pero podría haber extraños o bandidos en las montañas.

—Llevaré a Ferrika conmigo —dijo ella alegremente—. Ha sido entrenada en la Casa del Gremio de las Amazonas, y sabe defenderse de cualquier hombre, ladrón o violador.

Pero Ferrika, al ser convocada, se negó a ir.

—La mujer del lechero probablemente dé a luz hoy,
domna
—dijo—. No sería adecuado abandonar mis tareas y dar un paseo de placer por las montañas. Tienes esposo, señora, pídele a
él
que te acompañe.

Andrew no tenía demasiadas cosas que hacer en la propiedad, ya que se habían terminado los trabajos de reparación de los daños causados por la tormenta, y todo el resto estaba aún sumido en el letargo invernal, a pesar del buen tiempo. Hizo ensillar su caballo.

Lejos de la casa, pensó, cuando estuvieran solos, quizás encontrara el momento adecuado para hablarle de Ellemir. Y del bebé.

Era todavía temprano cuando partieron. Hacia el este, el cielo estaba cruzado de púrpura y de espesas nubes blancas, teñidas de carmesí por el sol. Mientras cabalgaban por las empinadas sendas, mirando los valles de abajo, con restos de nieve debajo de los árboles, y caballos que pastaban en todas las laderas la hierba nueva, el corazón de Andrew se alegró. Calista nunca había parecido más alegre, más bella. Cantaba fragmentos de viejas baladas, y una vez se detuvo, como una niña, a la entrada de un largo valle, para lanzar un prolongado y dulce «Ho-o-o-ola-a-a-a», riéndose gozosamente cuando el eco lo devolvió cien veces multiplicado desde las altas laderas rocosas. A medida que cabalgaban el sol subió en el cielo y el día se hizo más cálido. Ella se desprendió de su capa de montar azul y la colgó del arzón de su montura

—No sabía que cabalgaras tan bien —dijo Andrew.

—Oh, sí, incluso cuando estaba en Arilinn cabalgaba mucho. Pasábamos tanto tiempo dentro, con las pantallas y los emisores, que si no hacíamos un poco de ejercicio... ¡Nos sentíamos tan rígidas y sin vida como las viejas pinturas de Hastur y Cassilda que teníamos en la capilla! Los días festivos, solíamos llevar nuestros halcones, y cabalgábamos por la campiña que rodea Arilinn, y los lanzábamos contra aves y presas pequeñas. Yo estaba orgullosa porque podía manejar un halcón
verrin
, un pájaro grande así —separó las manos—, no el pájaro típico de una dama, como tenían la mayoría de las mujeres. —Volvió a reírse con un sonido cristalino—. Pobre Andrew, he estado cautiva, y enferma tanto tiempo dentro de la casa que crees que soy una delicada doncella de cuento de hadas, pero en realidad soy una muchacha campesina, y muy fuerte. Cuando era niña cabalgaba tan bien como mi hermano Coryn. ¡Y ahora creo que mi yegua puede ganarle a tu caballo una carrera hasta esa cerca que está allá! —Espoleó su caballo y partió tan rápido como el viento. Andrew hizo lo mismo y galopó tras ella, con el corazón en la boca: ella no estaba acostumbrada a cabalgar ahora, podía caerse en cualquier momento, pero la mujer y el caballo parecían fundidos en una sola criatura. Cuando Calista llegó a la cerca, en vez de detener su cabalgadura, la saltó con un fuerte grito de regocijo y excitación, y su yegua gris se elevó en el aire como un pájaro, aterrizando suavemente en el otro lado. Cuando Andrew la siguió, Calista detuvo el paso de su caballo y ambos continuaron más lentamente, lado a lado.

Tal vez esto era estar enamorado, pensó Andrew. Cada vez que veía a Calista era como la primera vez, todo era siempre nuevo y sorprendente. Pero esa misma idea despertó su culpa, que nunca estaba muy lejana. Al cabo de unos minutos ella advirtió su silencio y se volvió hacia él, extendiendo su pequeña mano enguantada.

—¿Qué ocurre, esposo mío?

—Tengo algo que decirte, Calista —dijo él bruscamente—. ¿Sabías que Ellemir está otra vez embarazada?

El rostro de ella se iluminó con una sonrisa.

—¡Me alegro tanto por ella! Ha sido muy valiente, pero ahora todo su dolor y su pena acabarán.

—No comprendes —observó Andrew con obstinación—. Dice que el hijo es mío...

—Oh, por supuesto —dijo Calista—, ella misma me dijo que Damon no quería que lo intentaran nuevamente tan pronto, porque temía que ella... lo perdiera. Estoy muy contenta, Andrew.

¿Alguna vez se habituaría a sus costumbres? Suponía que era una suerte para él, pero aun así...

—¿No te importa, Calista?

Ella empezó a decir —Andrew casi escuchó las palabras— « ¿Por qué habría de molestarme?», pero advirtió que las silenciaba. A pesar de todo, él era todavía un extraño en algunos aspectos.

—No, Andrew —dijo ella por fin, lentamente—, de verdad, no me importa. No creo que comprendas. Pero piénsalo de este modo. —Su rostro volvió a iluminarse con una sonrisa de regocijo—. Habrá un niño en la casa, un hijo tuyo, y aunque me gustan bastante los bebés, en realidad no quiero tener uno todavía. En realidad, y esto es ridículo, Andrew —agregó, riéndose—, aunque Ellemir y yo somos mellizas, ¡yo todavía no soy lo suficientemente mayor como para tener un bebé! ¿No sabes que las comadronas dicen que ninguna mujer debe tener un niño mientras su cuerpo no haya tenido tres años completos de madurez? ¡Y en mi caso no ha pasado todavía ni medio año! ¿No es raro? ¡Elli y yo somos mellizas, y ella está embarazada por segunda vez...! ¡Y yo ni siquiera tengo edad suficiente para tener un bebé!

A él la broma le dolió. Cómo podía hacer bromas acerca de la forma en que su cuerpo había sido retenido así, inmaduro, y sin embargo, advirtió con cordura, era esa misma capacidad de buscar la parte divertida de las cosas, incluso de ésta, la que les había salvado a todos de la desesperación.

Llegaron al valle del antiguo puente de piedra, el valle donde habían nacido las yeguas gemelas. Juntos ascendieron la larga cuesta, ataron los caballos a un árbol y desmontaron.

—El
kireseth
es una flor de las alturas —dijo Calista—. No crece en los valles, y probablemente eso sea bueno. A veces los hombres incluso lo siegan cuando crece en las laderas más bajas, porque el polen causa problemas: cuando florece, incluso los caballos y el ganado suelen enloquecer, forman estampidas, se atacan entre sí, se acoplan fuera de época. Pero es muy valioso, pues con él preparamos el
kirian
. Y mira, es bello —dijo, señalando la extensa ladera cubierta de hierba, cubierta con una cascada de flores azules que centelleaban con sus estambres dorados. Algunas eran todavía azules, otras parecían campanas de oro, cubiertas por el polen dorado.

Ella se ató un pedazo de tela, a manera de máscara, sobre la parte inferior de su rostro.

—Estoy entrenada para manejarlo sin que me afecte demasiado —dijo—, pero aun así, no quiero aspirar mucho.

El la observó mientras hacía los preparativos para juntar las flores, pero ella le advirtió:

—No te acerques mucho, Andrew. Nunca has estado expuesto a esto antes. Todos los que viven en las Kilghard Hills han pasado alguna vez por la experiencia del Viento Fantasma, y saben cómo reaccionarán, pero produce cosas muy extrañas. Quédate aquí bajo los árboles, con los caballos.

Andrew se resistió, pero ella le repitió la orden con firmeza.

—¿Crees que necesito ayuda para cortar unas pocas flores, Andrew? Te pedí que vinieras conmigo para disfrutar de tu compañía durante la larga cabalgada, y para calmar el temor de mi padre de que pudiera haber en las montañas algunos bandidos que intentaran despojarme de las alhajas que no llevo, o que quisieran violarme, hecho que —agregó, con una sonrisa triste— podría tener peores resultados para ellos que para mí.

Andrew miró hacia otro lado. Le alegraba que Calista pudiera divertirse un rato, pero esa broma en particular no le pareció de muy buen gusto.

—No me llevará mucho tiempo cortar lo que necesito; están florecidas y cargadas de resina. Espérame aquí, mi amor.

El hizo lo que ella le decía, observándola mientras se dirigía hacia las flores. Calista se agachó y empezó a cortar las flores, colocándolas en una gruesa canasta que había traído con ese objeto. Andrew se tendió sobre la hierba, junto a los caballos, y la observó mientras ella se desplazaba graciosamente por el campo de flores doradas y azules, con su pelo rojo dorado cayéndole sobre la espalda en una única trenza. El sol era cálido, más cálido de lo que podía recordar desde que estaba en Darkover. En el campo de flores zumbaban las abejas y otros insectos, y algunos pájaros revoloteaban alrededor. Con los sentidos agudizados, Andrew podía oler a los caballos y sus monturas de cuero, el denso aroma de los árboles de resina y un perfume dulce y frutal que, supuso, debería ser el de las flores de
kireseth
. Podía sentir que le llenaba la cabeza. Recordando que Damon le había advertido que no tocara ni oliera incluso las flores secas, por precaución alejó un poco a los caballos. Era un día tranquilo y sin viento, ni siquiera soplaba una brisa leve. Se quitó la chaqueta de montar y la dobló para ponérsela bajo la cabeza. El sol le dio sueño. Cuánta gracia tenía Calista cuando se agachaba entre las flores, cortando un pimpollo aquí y otro allá, guardándolos luego en la canasta. Cerró los ojos, pero le pareció ver, detrás de los párpados, el sol que estallaba en brillantes prismas de colores. Sabía que era efecto de la resina, Damon le había dicho que era alucinógena. Pero se sentía tranquilo y satisfecho, y no sentía ningún impulso de hacer ninguna de esas cosas peligrosas que, según le habían dicho, hacían los hombres y los animales en estos casos. Estaba absolutamente satisfecho de encontrarse allí tendido sobre la cálida hierba, vagamente consciente de los cambiantes colores del arco iris que veía con los ojos cerrados. Cuando los abría, la luz del sol le parecía más brillante, más cálida.

Entonces vio que Calista venía hacia él, la máscara desprendida de su rostro, el pelo flotando. Parecía vadear, hundida hasta la cintura en las centelleantes olas doradas de las flores con forma de estrella, una delicada mujer aniñada rodeada de un halo de brillante cabello cobrizo. Por un momento su forma se hizo borrosa y se agitó como si no estuviera en absoluto allí, como si no fuera su esposa con falda de montar sino la imagen espectral que él había visto cuando estaba prisionera en las cavernas de Corresanti y sólo podía acudir a él con la forma insustancial del supramundo. Pero era real. Se sentó sobre la hierba, junto a él, inclinando el rostro con una sonrisa tan tierna que Andrew no pudo evitar abrazarla y besarla. Ella le devolvió el beso con una intensidad que le sorprendió un poco... aunque, semidormido y con sus sentidos un poco agudizados y un poco confundidos por el polen, no pudo recordar muy bien por qué ese hecho debía sorprenderle.

El la tomó en sus brazos, la tendió a su lado sobre la hierba. La abrazó, besándola apasionadamente, y ella le devolvió los besos sin vacilaciones ni retraimiento.

Una idea pasajera cruzó la mente de Andrew, como una ráfaga de viento que agitara las flores centelleantes:
¿Alguna vez soñé que me había casado con la mujer equivocada?
Esta Calista nueva, que le respondía, cálida de ternura, hacía que la idea fuera absurda. Él sabía que la joven había compartido su pensamiento —ya no se preocupaba por intentar ocultarle nada— y que le divertía. Podía sentir las oleadas de risa a través de las olas de deseo que los inundaban a ambos.

Sabía positivamente que ahora podía hacer lo que quisiera, y que ella no protestaría, pero por precaución no fue más allá de esos besos que Calista compartía y que le devolvía con tanta intensidad. A pesar de lo que sintiera, podía ser peligroso para ella. Aquella noche... ella también lo había deseado. Y todo había terminado en una catástrofe, casi una tragedia. No volvería a arriesgarse hasta no estar seguro, más por ella que por él mismo.

Sabía que Calista no tenía miedo, pero sin embargo aceptó ese límite tal como había aceptado los besos y las caricias. Extrañamente, no sentía ningún deseo de ir más allá, ningún dolor ni frustración. Él también se estremecía con oleadas de risa que parecían de algún modo hacer más intenso este momento, de sol y calidez y flores e insectos que zumbaban en la hierba a su alrededor, una risa, una alegría que también estremecía a Calista junto con el deseo.

Los dos estaban perfectamente satisfechos de estar allí tendidos sobre la hierba, juntos, con las ropas puestas, sin hacer otra cosa más que besarse, como si fueran adolescentes... Era absurdamente gracioso y delicioso.

La más cortés de las palabras darkovanas para designar el sexo era
accandir
, que significaba simplemente dormir juntos y que era tan neutra que incluso podía usarse en presencia de los niños. Bien, pensó él, otra vez estremecido por la risa, eso era lo que estaban haciendo. Nunca supo cuánto tiempo estuvieron acostados uno junto al otro sobre la hierba, besándose o acariciándose suavemente, mientras él jugaba con los mechones del pelo de ella o contemplaba cómo los suaves prismas de color que estaban detrás de sus párpados se desplazaban por la resplandeciente cara de la joven.

Debían haber pasado muchas horas —el sol había empezado a bajar del cenit— cuando una nube oscureció el aire y empezó a soplar un viento que dispersó el pelo de Calista sobre su rostro. Andrew parpadeó y se incorporó, mirándola. Ella descansaba sobre su codo, con la túnica interior abierta en el cuello y briznas y pétalos de flores enredados en su pelo. De repente, había empezado a hacer frío, y Calista miró el cielo con expresión apenada.

—Me temo que tendremos que irnos si no queremos que nos pille la lluvia. Mira las nubes.

Con dedos reticentes, ella se ató los lazos de la túnica, se quitó las hojas del pelo y se lo trenzó descuidadamente.

—Lo suficiente para parecer decente —dijo, riéndose—. ¡No quiero que parezca que he estado tendida en los prados, ni siquiera con mi propio esposo!

El se rió, recogiendo la canasta de flores y colgándola del arzón de la montura de Calista. ¿Qué les había ocurrido? se preguntó. El sol, el polen... ¿qué había sido? Estaba listo para ayudarla a montar cuando ella se detuvo, rodeándole el cuello con sus brazos.

—Andrew... oh, por favor —dijo, echando una mirada hacia el borde del prado, hacia el refugio que ofrecían los árboles. Él sabía lo que pensaba la joven, no había ninguna necesidad de expresarlo con palabras.

—Quiero... quiero ser completamente tuya.

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