La trampa (42 page)

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Authors: Mercedes Gallego

BOOK: La trampa
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—Sabe usted perfectamente que no podemos hacer eso. Nos jugamos la carrera los dos.

—La mía ya no me importa, pero la suya… tiene razón. Hagamos las cosas como usted quiera. Dígame qué se le ocurre.

—Usted es juez; puede levantar a un comisario de la cama sin problemas. Llame usted a la Brigada, dígale al que esté de guardia que avise al comisario, y cuando hable con él, le dice que su mujer había ido a visitar al vidente y no ha vuelto. Que mande una patrulla al domicilio de Mefisto y que sean ellos los que encuentren los cadáveres.

—¿Así de sencillo? Y no le extrañará al comisario que haya esperado hasta estas horas.

—Supongo que sí, pero eso pertenece a su vida privada. Siempre puede decirle que a veces su mujer salía a cenar con unas amigas y usted se iba a dormir, que se ha despertado y al darse cuenta de que no estaba, se ha alarmado… No sé, cualquier cosa que se le ocurra, a menos que quiera usted esperar a que el sustituto de Salgado me permita seguir en el caso y ya me las ingeniaré yo mañana para entrar allí, pero, si quiere usted mi opinión, yo lo haría ahora. Eso nos permite retomar el caso de forma inmediata.

Candela se despidió del juez apresuradamente; tenía que llegar a su casa cuanto antes, porque estaba segura de que en el momento que el juez llamase al comisario y éste enviase una patrulla, se pondría en marcha el mecanismo y no tardaría en llamarla para conocer detalles del caso, que por estar Diego y Manel ausentes de la Brigada, recaería directamente en ella.

Así fue; una hora después de despedirse del juez, su teléfono volvió a sonar con insistencia, pero la encontró despierta esperando la llamada. Era el comisario en funciones que, con la «amabilidad» que caracterizaba a los mandos, le ordenaba presentarse inmediatamente en la Brigada.

«Joder con estos tíos, llevan un dictador en las venas. Vaya maneras. Parece que haya sido yo la que se ha cargado a las víctimas en vez de ser la que se va a encargar de buscar a los culpables».

En menos de media hora estaba en la Brigada esperando las órdenes que imaginaba.

Vázquez también llegó minutos más tarde, eso sí, él llevaba la cara de sueño habitual del que acaban de arrancar bruscamente de la cama. Eran las seis y media. El comisario entró en la sala dando muestras de la contrariedad que suponía estar al frente de una Brigada que desconocía y ante un asunto tan oscuro como la muerte de la mujer de un juez.

—Inspectora Luque, puesto que usted estaba al frente de este caso con dos inspectores que en este momento no están disponibles, será la encargada de llevar a cabo la investigación —miró a Vázquez—, y usted, asígnele un nuevo compañero y si no tiene a nadie, vaya usted mismo. Espero un informe antes de comer.

—Sí señor. Se hará como usted ordena —respondió siempre sumiso el inspector jefe.

Candela guardó silencio. Dudaba si debía contarle a Vázquez lo que sabía o, por el contrario, mantener silencio y hacerse la sorprendida por los acontecimientos. Optó por callar.

—Bueno, Tomás. Ya estamos otra vez en marcha. Si te parece me paso por Información a ver qué hay de nuevo. Recuerda que tenemos intervenido el teléfono del vidente, a lo mejor sacamos algo.

—No tardes; hay que ir al piso de Mefisto cuanto antes, ya sabes que en cuanto hay «personalidades» por en medio, hay que ir con pies de plomo.

—Dame dos minutos; lo que tarde en subir y bajar y si hay algo lo leemos por el camino.

Leyó con avidez las notas mientras bajaba los cinco pisos en el ascensor y, blandiendo una de las transcripciones en la mano, entró de nuevo en la sala donde Vázquez la esperaba impaciente.

Me parece que no vamos al piso; mira esto —le tendió una transcripción al jefe de grupo.

«Llamada desde el teléfono de Cándido Portillo a las doce cuarenta y cinco del medio día. La voz no es la del titular, si no de Fernando Ruíz, secretario del vidente, que se identifica durante la conversación. La llamada se hace a la tienda del prestamista Ismael Fernández, también intervenido:

Secretario: ¿Ismael?

Prestamista: Sí, ¿quién llama?

Secretario: Soy Fernando. Tenemos que vernos. Hay novedades.

Prestamista: ¿Dónde está Mefisto?

Secretario: Mefisto está descansando, no te preocupes por él, pero tú y yo tenemos que hablar.

Prestamista: ¿Te ha dicho Mefisto que me llames?

Secretario: ¿No me has oído? Mefisto descansa; soy yo quien hace ahora los negocios. Tenemos que hablar.

Prestamista: ¿Qué le ha pasado a Mefisto? Yo no tengo ningún negocio que tratar contigo.

Secretario: Eso ya lo veremos. Te doy de plazo hasta esta noche para reunir dos millones de pesetas, a menos que quieras que vaya a la policía a contarle un par de cosas y de paso, a cargarte todos los muertos.

Prestamista: ¿Te has vuelto loco? No sé de qué muertos me hablas.

Secretario: ¿No? Voy a ver si puedo refrescarte la memoria. La asistenta por ejemplo. ¿Te suena? Y el dueño de las monedas… Ese no me dirás que no lo conoces…

(Silencio de unos segundos)

Secretario: ¿Estás ahí? ¿Es que no piensas decir nada?

Prestamista: Sí, entiendo. Pero tienes que darme más tiempo. Yo no puedo reunir el dinero para esta noche. Los bancos están cerrados por la tarde. Dame tiempo hasta mañana.

Secretario: Está bien. A las nueve y media me tienes ahí. Tienes tiempo en media hora. Los bancos abren a las nueve.

Vázquez dejó de leer; lo demás era intranscendente. Acto seguido, miró el reloj.

—Casi son las ocho. O adquirimos el don de la ubicuidad o no podemos estar en dos sitios a la vez. Espera, voy a enseñarle esto al comisario.

El comisario jefe de la Brigada que sustituía a Salgado se había marchado después de poner los dispositivos en marcha; su despacho estaba vacío.

—Me cago en la hostia —se lamentaba Vázquez—. Luego dicen que actuamos por nuestra cuenta.

—Vaya, menos mal. Así a lo mejor empiezas a comprender el por qué lo hago la mayoría de las veces.

—Venga Candela, que no estoy para ironías. Llama a un zeta con dos policías armados y les dices que nos esperen en la puerta principal. Vamos a la calle Comercio.

—Yo creo que si vamos con un coche patrulla podemos espantar a las presas. ¿No sería mejor que ellos estén por los alrededores y nosotros vamos en un ka?

—No hay ninguno abajo y tardaremos más de una hora en conseguirlo. No tenemos tiempo.

—Pues vamos en mi coche, que lo tengo abajo. No será la primera vez que lo utilizo para la Brigada.

—¿En un 4L amarillo?

—Vázquez, que no vamos por una autopista alemana, sino por las callejuelas del Barrio Chino. Ahí no se puede correr, da lo mismo llevar un 4 latas que un bólido de carreras.

—No, lo decía por el cante que da con un color tan chillón. De todas formas, mandaré un zeta como apoyo. No me fío ni un pelo de estos dos.

—Ahora que lo dices, ¿no sería mejor que mandases a alguien al piso del vidente?

—¡Hostia!, tienes razón. Después de leer la conversación entre el secretario y el prestamista, ya me imagino lo que van a encontrar. Al menos un muerto.

Candela sonrió para sí: ella sabía que encontrarían dos.

A las nueve menos cuarto, cuando Ismael se dirigía caminando hacia una sucursal de la Caja de Pensiones situada en la calle Hospital, muy cerca de su local, el inspector jefe Vázquez se acercó a él sujetándolo «amistosamente» por el brazo.

—Camina despacito y tranquilo, no queremos espantar a tu cómplice —Vázquez acompañó sus palabras con una leve presión sobre su costado con el arma que había metido en el bolsillo del abrigo.

El prestamista miró al policía de reojo y no intentó ninguna maniobra convencido de que no dudaría en disparar.

—Si está usted aquí es porque sabe adónde voy. Podemos hacer un trato y le entrego al culpable de un asesinato. Me parece que se ha cargado al vidente y ahora viene a por mí si no le doy dinero. Me dirijo al banco por ese motivo.

—Me parece estupendo —respondió entre dientes sin dejar de presionar al falso judío—. Vamos, entre al banco y haga lo que tenga que hacer, yo entraré con usted y luego nos vamos a su relojería. Es allí la entrega, ¿verdad?

—Si nos ve juntos no entrará, usted huele a pasma que apesta.

—No importa, usted huele a mierda y me aguanto… ¡Vamos, entre al banco de una puta vez!

El prestamista miraba a un lado y a otro por si el secretario de Mefisto estaba cerca, pero no vio a nadie conocido, excepto algunos vecinos del barrio.

Sacar dos millones de pesetas en metálico no era tan fácil como él había creído, a pesar de que en su cuenta corriente hubiese fondos. Así se lo decía el director.

—Sí señor Fernández, lo comprendo perfectamente, pero tenía usted que habernos avisado. La entidad no dispone a primera hora de la mañana de esos fondos, ya sabe usted la cantidad de atracos que hay. Es la política de la dirección y…

—A mi no me importa su política, el dinero es mío y tengo derecho a sacarlo cuando me dé la gana.

—Por supuesto, señor Fernández, pero deme usted al menos una hora y lo tendrá a su disposición. El tiempo que tarden en enviármelo de la Central. Está ahí mismo, en la calle Junqueras, ya sabe usted.

Vázquez observaba la conversación con una sonrisa satisfecha.

—Déjelo, hombre. A lo mejor no le hace falta —dijo el policía con sorna.

Ambos abandonaron el banco. Pronto serían la hora convenida con el secretario y Vázquez quería sorprenderlo.

Candela se había quedado escondida en un portal desde el que se divisaba la entrada al taller de relojería del prestamista. Sonrió cuando vio entrar a Ismael precedido por Vázquez. El coche patrulla había aparcado en la plaza trasera del mercado de la Boquería; los policías armados llevaban la foto del secretario del vidente que el Gabinete había hecho cuando fue detenido, pero no lo vieron pasar. Ella sí lo vio; caminaba distendido por la calle Hospital, lo peor fue que él también la vio y echó a correr calle arriba para alcanzar la Ronda de San Antonio, donde sería más fácil parar un taxi. El secretario había nacido en el Barrio Chino y zigzagueó entre callejuelas que despistaron a Candela que, finalmente se rindió porque lo había perdido.

Maldiciendo su suerte, entró en la tienda del falso prestamista.

—¿Y el otro? —fue el saludo de Vázquez.

—Me ha visto y ha salido corriendo. Se me ha escapado, ¡joder!.

Vázquez la miró con una expresión enigmática pensando que por fin la inspectora Luque metía la pata. A lo mejor así aprendía a ser más tolerante con los errores de los demás y se le bajaban un poco los humos.

—¡Qué miras! ¡Se me ha escapado! ¿Qué pasa?

—Nada, nada… Yo no he dicho nada —Vázquez disfrutaba del momento.

Cuando llegaron al piso de Mefisto vieron cómo una ambulancia se llevaba el cuerpo de Leonor. El juez se hallaba en la puerta deshecho en llanto. Cuando vio a Candela, corrió hacia ella y la abrazó ante la mirada extrañada de los policías que hacían guardia en el lugar. Ella, azorada, correspondió al abrazo tranquilizando como pudo al magistrado.

—No se preocupe, señoría. Ya tenemos a un culpable en el calabozo, y el otro no tardará en caer. Dentro de unas horas los pondremos a disposición del juzgado de guardia.

—A mí no me volverá a tocar estar de guardia, se lo puedo asegurar.

El juez se alejó con la cabeza baja y las manos metidas en los bolsillos del abrigo. Candela se pregunta si podría hacer algo por evitar el velado mensaje que le transmitió el juez con sus palabras, pero el tiempo apremiaba y no pensó más en ello.

Vázquez y Candela comían un frugal bocadillo mientras terminaban las diligencias para conducir al detenido al juzgado.

—«Otro vendrá que a mí bueno me hará», dice el refrán. Y qué razón tiene. Nunca pensé que echaría tanto de menos al comisario Salgado —exclamó Candela dando por terminada la última página de las diligencias.

—Déjame que le eche un vistazo antes de remitirlas al juzgado.

Candela se la entregó, agradecida porque no hubiera hecho ningún comentario sobre el error que había cometido al acercarse tanto a su objetivo. No tenía que haber asomado la cabeza por la esquina, pensaba.

—¿Vas a ir al hospital a ver al jefe? A lo mejor hoy nos dejan entrar —dijo Candela mientras recogía los papeles esparcidos por su mesa.

—No sé si podré; creo que sobre las seis llegan los de Cádiz y me imagino que estarán impacientes por saber lo que ha pasado.

—¿No has hablado con Diego por teléfono?

—Sí, pero no es lo mismo. Puedes ir tú. Si dejan entrar me llamas; si puedo me paso cuando haya hablado.

—También pensaba ir a ver a Manel. Creo que hoy le daban el alta, me lo dijo Julia.

—Tampoco está mal la tarde que te vas a montar tú…

—No lo dirás en serio, Tomás. De lo que menos tengo ganas hoy es de ver a un comisario a través de un cristal y a un inspector que pretenderá incorporarse sin estar restablecido, ¿qué te juegas?

—Pues a mí me queda montar el dispositivo para que los que acaban de llegar de Cádiz se pongan de nuevo en marcha y se larguen a Francia. Tenemos un par de sitios en los que es posible se haya refugiado el músico amigo de Manel.

—¿Yo no formo parte?

—No. A ti te quiero aquí para que controles a Manel, no vaya a hacer alguna tontería y se meta en más problemas intentando ir por libre.

—Quieres decir que no se ponga a buscar a Gabi, supongo.

—Eso mismo. Lo dejo en tus manos.

—Era lo que me faltaba: hacer de niñera de un compañero.

Vázquez estaba muy serio. Candela sabía que no era por lo que había ocurrido con el secretario del vidente. Al final, explotó:

—Vaya forma de empezar el día. En el fondo, me da pena el juez. Estaba destrozado —dijo Vázquez.

—A mí también, pero me da más pena su mujer. Los tíos en cuanto se trata de vuestro pito… El juez se lo ha buscado.

—No te pases, Candela.

—No me paso, Tomás; es verdad, la que verdaderamente me da pena es Leonor. Pensar que ha muerto por culpa de la impotencia de su marido, me jode, que quieres que te diga. Si el tío no se hubiera puesto plasta porque no se le levantaba…

—¿Y tú que sabes? Eso es cosa de los dos.

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