Read La travesía del Explorador del Amanecer Online
Authors: C.S. Lewis
Al oírla todos subieron corriendo a popa y se encontraron con que la lluvia había cesado y que Drinian, que estaba de vigía, miraba fijamente una cosa que había atrás. Más bien miraba muchas cosas. Se parecían un poco a pequeñas rocas redondas y lisas, toda una hilera de ellas, separadas por trechos de más o menos diez metros.
—No pueden ser rocas —decía Drinian—, porque hace cinco minutos no estaban ahí.
—Y una acaba de desaparecer —dijo Lucía.
—Sí, y ahora está saliendo otra —agregó Edmundo.
—Y más cerca —dijo Eustaquio.
—¡Maldición! —exclamó Caspian—. La cosa se está moviendo entera hacia acá.
—Y se mueve muchísimo más rápido de lo que nosotros podemos navegar, señor —dijo Drinian—. Nos alcanzará en un minuto.
Todos contuvieron la respiración, porque no es nada de agradable verse perseguido por algo desconocido, sea en tierra o en el mar. Pero lo que resultó ser era mucho peor de lo que podría haberse imaginado cualquiera. De pronto, sólo a la distancia de un tiro de cricket, por babor emergió del mar una cabeza horrorosa. Era toda de color verde y rojizo, con manchas moradas, excepto en los lugares donde había mariscos adheridos, y tenía una forma parecida a la cabeza de un caballo, aunque sin orejas. Sus ojos eran inmensos, ojos especiales para ver en las oscuras profundidades del océano, y tenía la boca muy abierta y doble hilera de afilados dientes, semejantes a los de los peces. Surgió unida a lo que al principio tomaron por un cuello inmenso, pero a medida que emergía más y más, se dieron cuenta de que no se trataba del cuello sino de su cuerpo, y que por fin tenían frente a ellos lo que tanta gente, insensatamente, había esperado ver: la gran Serpiente Marina. Desde muy lejos se podían distinguir los pliegues de su gigantesca cola, que a intervalos se levantaba de la superficie. Ahora su cabeza se encumbraba por sobre el mástil.
Todos los hombres cogieron sus armas, pero no había nada que hacer, el monstruo estaba fuera de su alcance.
—Disparen, disparen —gritó el capitán arquero, y muchos obedecieron, pero las flechas rebotaron en la piel de la Serpiente Marina como si estuviera enchapada en hierro. Luego, durante algunos segundos horribles, todo el mundo se quedó inmóvil mirando fijamente sus ojos y su boca, y preguntándose hacia dónde saltaría.
Pero no saltó. Sacó su cabeza hacia el otro lado del barco, al mismo nivel de la verga del mástil, hasta que quedó justo a la altura de la cofa de combate. Luego continuó estirándose y estirándose hasta que su cabeza estuvo sobre la borda a estribor, y entonces comenzó a bajar, no hacia la atestada cubierta, sino dentro del agua, de modo que toda la nave quedó bajo un arco de serpiente. Casi en el acto, ese arco empezó a achicarse: en verdad la Serpiente Marina ya casi estaba tocando el costado del
Explorador del Amanecer.
Eustaquio (que realmente había tratado a toda costa de portarse bien, hasta que la tormenta y el ajedrez lo hicieron volver atrás) hizo en este momento el primer acto de valentía de su vida. Llevaba una espada que le había prestado Caspian y, en cuanto el cuerpo de la serpiente estuvo lo suficientemente cerca a estribor, saltó sobre la borda y comenzó a acuchillarla con todas sus fuerzas. Es cierto que lo único que logró fue hacer añicos la segunda mejor espada de Caspian, pero estuvo excelente para ser un principiante.
Otros lo habrían secundado si en ese instante Rípichip no hubiera gritado:
—¡No peleen, empujen!
Era tan insólito que el Ratón aconsejara no pelear, que, a pesar del terrible momento que estaban pasando, todas las miradas se volvieron hacia él. Cuando Rípichip saltó sobre la borda delante de la serpiente y, apoyando su pequeña espalda peluda contra el enorme cuerpo escamoso y viscoso del reptil, comenzó a empujar lo más fuerte que pudo, muchos de los que estaban allí entendieron su intención y se abalanzaron a ambos lados del barco para hacer lo mismo. Y cuando, instantes más tarde, apareció nuevamente la cabeza de la Serpiente Marina, esta vez a babor y con su espalda hacia ellos, todos comprendieron.
La bestia se había enrollado alrededor del
Explorador del Amanecer,
y comenzaba a apretar el nudo. Cuando estuviese lo suficientemente apretado... ¡zaz! ...sólo quedarían astillas flotando en el lugar donde antes estuviera el barco, y podría sacar fuera del agua a sus tripulantes uno por uno. La única alternativa que les quedaba era empujar la lazada hacia atrás hasta que se deslizara por la popa, o si no (dicho en otras palabras) empujar el barco hacia adelante, para sacarlo fuera de la lazada.
De más está decir que Rípichip tenía las mismas posibilidades de hacer esto por sí solo que las de levantar una catedral, pero casi había muerto en el intento antes de que los otros lo empujaran a un lado. Pronto toda la tripulación, salvo Lucía y Rípichip (que se estaba desmayando), había formado dos largas filas a lo largo de las dos bordas, poniendo cada hombre su pecho contra la espalda del que estaba adelante, de modo que el peso de toda la hilera recaía en el último hombre, y empujaban con desesperación.
Durante algunos terribles segundos (que parecieron horas) no ocurrió nada. Las coyunturas crujían, caía el sudor y se entrecortaba la respiración entre gruñidos y jadeos. Luego pareció que el barco se movía. Vieron que la lazada del reptil estaba más lejos del mástil que antes, pero también más pequeña. Ahora enfrentaban el verdadero peligro. ¿Podrían hacerla pasar por sobre la popa, o estaba ya demasiado apretada?
Sí, pasaría al justo. La serpiente se apoyaba sobre las barandillas de la popa. Una docena de hombres, o más, saltó hacia allá. Así era mucho mejor. El cuerpo de la Serpiente Marina estaba tan abajo ahora que pudieron formar una hilera a través de la popa y empujar codo a codo. Se ilusionaron muchísimo hasta que se acordaron de la gran popa del
Explorador del Amanecer,
tallada en forma de cola de dragón. Sería imposible hacer pasar por ahí al reptil.
—¡Un hacha! —gritó Caspian en tono áspero—. Y sigan empujando.
Lucía, que sabía donde estaba cada cosa, oyó esto mientras estaba en la cubierta principal con sus ojos clavados en la popa. Bajó de inmediato, cogió el hacha y subió rápidamente la escalera que llevaba a popa. Pero apenas llegó arriba, hubo un ruido impresionante, parecido al de un árbol al caer, y el barco se tambaleó y se precipitó hacia adelante. Pero en ese preciso momento, ya sea por lo fuerte que estaban empujando a la Serpiente Marina, o porque ésta decidió tontamente estrechar el nudo, se desprendió toda la parte tallada de la popa, y el barco quedó libre.
Los demás estaban demasiado agotados para ver lo que vio Lucía. Allá, unos cuantos metros tras ellos, la lazada del cuerpo de la Serpiente Marina se achicó rápidamente y por fin desapareció en un chapuzón. Lucía siempre dijo (pero, claro, estaba tan nerviosa en ese momento, que tal vez sólo fue su imaginación) que ella había visto una mirada de tonta satisfacción en la cara de la criatura. Lo que sí es cierto, es que era un animal muy estúpido, pues en vez de perseguir al barco, dio vuelta la cabeza y comenzó a olfatear a lo largo de su propio cuerpo, como si esperase encontrar allí los restos del
Explorador del Amanecer.
Pero el
Explorador del Amanecer
ya estaba bien lejos, navegando impulsado por una fresca brisa, mientras los hombres permanecían tendidos o sentados a lo largo de toda la cubierta, jadeantes y gimiendo, hasta que pudieron conversar sobre el incidente, y luego reír. Y cuando se sirvió ron para todos, incluso hicieron un brindis. Todos elogiaron el valor de Eustaquio (aunque no sirvió de nada) y el de Rípichip.
Después de esto, navegaron durante otros tres días, sin ver más que mar y cielo. Al cuarto día el viento cambió y sopló norte y las olas comenzaron a agrandarse. En la tarde ya era casi un vendaval. Pero al mismo tiempo avistaron tierra a proa.
—Con su permiso, Majestad —dijo Drinian—. Debemos tratar de llegar remando hasta ese lugar para ponernos al abrigo y anclar en el puerto, quizás, hasta que haya terminado esto.
Caspian estuvo de acuerdo, pero a pesar de remar largo rato contra el vendaval, no llegaron a tierra hasta el anochecer. Con el último rayo de luz de aquel día dirigieron el barco a un puerto natural y ahí anclaron, pero aquella noche ninguno bajó a tierra. En la mañana se encontraron en la verde bahía de una región escarpada y solitaria, que terminaba en una cumbre rocosa. Desde el ventoso norte, más allá de aquella cumbre, corrían rápidas las nubes. Bajaron el bote y lo cargaron con los barriles de agua que estaban vacíos.
—¿De cuál de las corrientes sacaremos agua, Drinian? —preguntó Caspian una vez instalado en la escotilla trasera del bote—. Pareciera que hay dos ríos que desembocan en la bahía.
—Es lo mismo, señor —dijo Drinian—, pero creo que estamos más cerca de la que tenemos a estribor, la que está más hacia el este.
—Empieza a llover —anunció Lucía.
—¡Ya lo creo! —dijo Edmundo, pues ya llovía a cántaros—. Propongo que nos vayamos al otro río. Allí hay árboles que nos podrían servir de refugio.
—Sí, vamos —dijo Eustaquio—, no hay para qué mojarse más de lo necesario.
Pero Drinian que mantenía siempre el timón a estribor, como esos cansadores conductores de autos que siguen a sesenta kilómetros por hora, mientras uno les explica que van por el camino equivocado.
—Tienen razón, Drinian —dijo Caspian—. ¿Por qué no giras la proa y vamos hacia el río del oeste?
—Como guste, Majestad —dijo Drinian, en tono un poco seco.
Había tenido un día lleno de preocupaciones ayer por el clima, y no le gustaban los consejos de hombres de tierra. Pero alteró el curso; y más tarde resultó muy acertado que así lo hiciera.
Cuando ya se habían aprovisionado de agua, cesó la lluvia. Caspian junto con Eustaquio, los Pevensie y Rípichip decidieron subir hasta la cumbre del cerro y ver todo lo que se pudiera divisar desde allí. La subida era bastante dificultosa a través de pastos gruesos y de brezos, y no vieron ni seres humanos ni animales, excepto gaviotas. Al llegar a la cumbre se dieron cuenta de que se trataba de una isla muy pequeña, no más de media hectárea y, desde esa altura, el mar parecía más grande y desierto de lo que se veía desde la cubierta, e incluso desde la cofa de combate del
Explorador del Amanecer.
—Un disparate, créeme —dijo en voz baja Eustaquio a lucía, mientras miraba el horizonte hacia el este—. Seguir y seguir navegando en medio de eso, sin saber a qué llegaremos.
Pero lo decía sólo por costumbre, no de mal modo como lo habría dicho antes.
Hacía demasiado frío para permanecer un rato largo en la cumbre, ya que aún soplaba el fresco viento del norte.
—No volvamos por el mismo camino —propuso Lucía al iniciar el regreso—. Sigamos un poquito más y bajemos por el otro río, al que quería ir Drinian.
Todos estuvieron de acuerdo, y unos quince minutos más tarde llegaban al manantial del segundo río. Era un lugar más interesante de lo que ellos esperaban; un lago de montaña pequeño pero profundo, rodeado por acantilados, salvo el lado que daba al mar donde había un pequeño canal del que fluía el agua. Aquí no había viento. Por fin se sentaron a descansar sobre el brezo en lo alto del risco.
Todos se sentaron, menos uno (Edmundo), que muy pronto se puso en movimiento.
—Hay una colección de piedras filudas en esta isla —dijo, mientras buscaba a tientas en el brezo—. ¿Dónde está esa porquería?... ¡Ah, aquí! Ya la encontré... ¡Mira! No es una piedra, sino la empuñadura de una espada. ¡No, por Santa Tecla! Es una espada completa, o lo que el moho dejó de ella. Debe haber estado aquí por años.
—Y narniana además, por lo que veo —agregó Caspian, cuando él y los otros se acercaron a mirar.
—Yo también me senté sobre algo —dijo Lucía—, algo duro.
Eran los restos de una armadura. Pero ya todos estaban en cuatro patas, tanteando en el brezo por todos lados. Su búsqueda tuvo como resultado el descubrimiento de un yelmo, un puñal y unas cuantas monedas, que no eran crecientes calormanos, sino auténticos “Leones” y “Arboles” narnianos, tal como los que puedes ver cualquier día en los mercados del Dique de los Castores y de Beruna.
—Pareciera como si todo esto fuera lo que queda de alguno de nuestros siete lores —dijo Edmundo.
—Estaba pensando lo mismo —dijo Caspian—. Me pregunto cuál de ellos será. No hay nada en el puñal que nos dé una pista. Y me pregunto cómo habrá muerto.
—Y cómo lo vengaremos —añadió Rípichip.
Edmundo, el único del grupo que había leído novelas policiales, se puso a meditar.
—Escuchen —dijo luego—. Creo que aquí hay gato encerrado. No puede haber muerto en una pelea.
—¿Por qué no? —preguntó Caspian.
—No hay huesos —repuso Edmundo—. Un enemigo se queda con la armadura y abandona el cuerpo. ¿Quién ha oído hablar de un tipo que al ganar una lucha se lleve el cadáver y deje la armadura?
—Tal vez lo mató un animal salvaje —dijo Lucía.
—Tendría que haber sido un animal muy hábil —dijo Edmundo—, como para sacarle la armadura.
—Tal vez un dragón —sugirió Caspian.
—Imposible —dijo Eustaquio—, un dragón sería incapaz de hacerlo. Yo lo sé muy bien.
—Bueno, como sea, propongo que nos vayamos de aquí dijo Lucía.
No tenía ganas de sentarse nuevamente desde que Edmundo tocó el tema de los huesos.