La travesía del Explorador del Amanecer (8 page)

BOOK: La travesía del Explorador del Amanecer
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Al principio trató de hacerlo a toda carrera, pero resbaló en el pasto que estaba muy alto y rodó varios metros. Luego, pensando que esta caída lo había desviado mucho hacia la izquierda y que a la subida había visto precipicios en esa dirección, trepó gateando otra vez, lo más cerca posible —según recordaba— del lugar desde donde había partido y comenzó a bajar de nuevo, torciendo a la derecha. Después las cosas parecieron ir mejor. Iba muy cauteloso, pues no podía ver más allá de un metro y todo a su alrededor continuaba en absoluto silencio. Es muy desagradable tener que caminar con cautela cuando hay una voz dentro de ti diciendo todo el tiempo: “Rápido, rápido, rápido”. Cada instante que pasaba se hacía más fuerte su sensación de haber sido abandonado. Si Eustaquio hubiera entendido a Caspian y a sus primos Pevensie, habría sabido, por supuesto, que no existía ni la más remota posibilidad de que hiciesen una cosa semejante. Pero estaba convencido de que ellos eran unos demonios con forma humana.

—¡Al fin —exclamó Eustaquio, mientras se resbalaba por una cuesta llena de piedras sueltas (ellos las llamaban
guijarros)
hasta que llegó al plano—. Y ahora, ¿dónde están esos árboles? Hay algo oscuro allá adelante. Vaya, creo que la niebla se está disipando.

Y así era. La luz aumentaba cada vez más y lo hacía parpadear. La niebla se levantó, y Eustaquio se encontró en un valle absolutamente desconocido para él. No se veía el mar por ninguna parte.

Las aventuras de Eustaquio

En ese preciso momento los demás se estaban lavando la cara y las manos en el río y se preparaban para comer y, luego, descansar. Los tres mejores arqueros habían subido a los cerros al norte de la bahía, y habían vuelto cargados con un par de cabras salvajes, que ahora se asaban en el fuego. Caspian hizo traer a tierra un barril de vino, un vino fuerte de Arquenlandia, que tuvo que ser mezclado con agua para que hubiera bastante para todos. Hasta el momento el trabajo anduvo bien, así es que la comida fue muy alegre. Sólo después de una segunda porción de carne de cabra, Edmundo preguntó:

—¿Dónde está ese sinvergüenza de Eustaquio?

Entretanto Eustaquio miraba con los ojos muy abiertos aquel valle desconocido. Era tan angosto y profundo, y los precipicios que lo rodeaban tan escarpados, que parecía un gran pozo o una zanja. El suelo estaba cubierto de hierba, aunque lleno de rocas y, por todas partes, se veían manchas negras calcinadas, semejantes a las que ves a los lados de la línea del tren en un verano seco. A unos quince metros del lugar donde se encontraba Eustaquio, había una poza de agua clara y tranquila. En un principio no había nada más en el valle; ni animales, ni pájaros, ni insectos. El sol caía a plomo y los lúgubres picachos de las montañas se asomaban al borde del valle.

Por supuesto, Eustaquio se dio cuenta de que en la niebla había bajado por el lado contrario del cerro, así que se dio vuelta de inmediato para ver el modo de volver atrás. Pero en cuanto miró, sintió un escalofrío. Aparentemente, con una suerte asombrosa, había encontrado el único camino posible para bajar: una franja de tierra larga y verde, terriblemente empinada y angosta, con precipicios a ambos lados. No había forma de regresar. Pero ahora que había visto de qué se trataba, ¿sería capaz de hacerlo? A la sola idea, la cabeza le daba vueltas.

Eustaquio se volvió nuevamente, pensando que, en todo caso, sería mejor que primero tomara bastante agua de la poza. Pero apenas giró y antes de que diera un paso en dirección al valle, oyó un ruido tras él. Era sólo un ruido insignificante, pero resonó muy fuerte en medio de aquel inmenso silencio y lo dejó paralizado de miedo por unos segundos; luego giró la cabeza y miró.

Al fondo del acantilado, un poco a la izquierda de Eustaquio, había un agujero bajo y oscuro, tal vez la entrada a una cueva, del cual salían dos delgadas columnas de humo. Las piedras sueltas justo bajo el agujero se movían (este fue el ruido que él escuchó) como si detrás de ellas algo se arrastrase en la oscuridad.

Algo
se arrastraba. Peor aún, algo salía del agujero. Edmundo o Lucía o ustedes lo habrían reconocido de inmediato, pero Eustaquio no había leído ninguno de los libros que hay que leer. Lo que salió de la cueva era algo que jamás se había imaginado siquiera: un largo hocico color plomo, ojos inexpresivos de color rojo, un gran cuerpo ágil sin plumas ni pelo, que se arrastraba por el suelo; patas cuyos codos subían por encima de la espalda como las patas de una araña; crueles garras, alas de murciélago que hacían un sonido chirriante sobre las piedras, y metros de cola. Y las dos hileras de humo salían de sus narices. Eustaquio jamás había pronunciado la palabra
dragón.
Y si lo hubiera hecho, tampoco eso hubiese mejorado las cosas.

Pero si hubiera sabido algo sobre los dragones, tal vez se habría sorprendido un poco ante la conducta de este dragón. No se enderezó ni batió sus alas, tampoco lanzó un chorro de fuego por la boca. El humo que salía por sus narices era semejante al humo que sale de un fuego que está a punto de apagarse. Tampoco parecía haber visto a Eustaquio. Se movía muy lentamente hacia la poza, lentamente y haciendo muchas pausas. A pesar de su miedo, Eustaquio se dio cuenta de que aquella era una criatura vieja y triste. Se preguntó si se atrevería a correr hacia la cuesta, pero seguramente el dragón volvería la cabeza si oyese algún ruido. Esto podría despabilarlo un poco más. Tal vez estaba sólo fingiendo. De todas maneras, ¿de qué serviría tratar de escapar trepando un cerro, de una criatura que puede volar?

El dragón llegó a la poza y deslizó sobre los cascajos su horrible y escamoso mentón para tomar agua, pero antes de que hubiese tomado nada, emitió un gruñido o graznido fuerte y metálico y, después de algunas contracciones y convulsiones, rodó cayendo de costado y quedó absolutamente inmóvil con una garra en el aire. Un poco de sangre oscura brotó de su hocico abierto. El humo que salía de sus narices se puso negro por un momento y luego se fue esfumando. No salió nada más.

Pasó un largo rato antes de que Eustaquio se atreviera a moverse. Tal vez este fuera un truco de la bestia, un modo de atraer a los viajeros a su muerte. Pero nadie puede esperar para siempre. Dio un paso acercándose, luego dos, y se detuvo nuevamente. El dragón seguía inmóvil; también se dio cuenta de que el fuego rojo había desaparecido de sus ojos. Finalmente, llegó a su lado. Ahora se sentía muy seguro de que el dragón estaba muerto. Con gran escalofrío, lo tocó; no pasó nada.

Eustaquio sintió un alivio tan grande, que casi soltó una carcajada. Empezó a sentirse como si hubiese luchado con el dragón y le hubiese dado muerte, en vez de, simplemente, haberlo visto morir. Pasó por encima del animal y se acercó a la poza para tomar agua, pues el calor se hacía insoportable. No se sorprendió al oír el estruendo de un trueno. Casi de inmediato desapareció el sol y, antes de que terminara de tomar agua, comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia.

El clima de esta isla era muy desagradable. En menos de un minuto Eustaquio quedó mojado hasta los huesos, y medio cegado con una lluvia que jamás se ve en Europa. No valía la pena tratar de salir del valle mientras no parara de llover. Corrió a toda carrera al único refugio cercano: la cueva del dragón. Allí se tendió en el suelo y trató de recuperar el aliento.

La mayoría de nosotros sabe qué podemos encontrar en la guarida de un dragón, pero, como ya dije antes, Eustaquio había leído sólo los libros inadecuados en los que se hablaba mucho de exportaciones e importaciones, gobiernos y pérdidas financieras, pero eran muy deficientes en materia de dragones. Es por eso que estaba muy desconcertado con respecto a la superficie en la que descansaba. Había algunas cosas que eran demasiado espinosas para ser piedras y demasiado duras para ser espinas, y parecía haber una gran cantidad de cosas redondas y planas que tintineaban cuando él se movía. Por la boca de la cueva entraba luz suficiente para examinar lo que allí había. Eustaquio encontró lo que cualquiera de nosotros le podría haber dicho de antemano: un tesoro. Había coronas (esas eran las cosas espinudas), monedas, anillos, pulseras, lingotes, copas, platos y piedras preciosas.

Eustaquio, al revés de la mayoría de los niños, nunca había pensado mucho en tesoros, pero vio de inmediato lo útil que serían en este nuevo mundo al que había llegado sin querer en forma tan tonta, a través de un cuadro del dormitorio de Lucía.

“Aquí no existen los impuestos”, se dijo, “y no tienes que darle el tesoro al gobierno. Con unas pocas cosas de éstas podría pasarlo bastante bien aquí, tal vez en Calormania. Esto parece ser lo menos falso de estas tierras. ¿Cuánto seré capaz de llevar? Veamos... esta pulsera (probablemente estas cosas que tiene sean brillantes), me la pondré disimuladamente en la muñeca. Es demasiado grande, pero no si me la corro para acá, arriba del codo. Ahora me lleno los bolsillos con diamantes (es más fácil que el oro). ¿Cuándo irá a aflojar esta maldita lluvia?”

Eustaquio se puso en un lugar menos incómodo en el montón de joyas, donde había casi puras monedas, y se instaló a esperar. Pero un buen susto, cuando ya ha pasado, especialmente un buen susto después de una caminata por las montañas, te deja agotado. Eustaquio se quedó dormido.

Mientras él dormía profundamente y roncaba, los otros habían terminado de comer y estaban sumamente alarmados por él.

—¡Eustaquio, Eustaquio! ¡Oye! —gritaron hasta quedar roncos. Caspian hizo sonar su cuerno.

—No está por aquí cerca, o ya nos habría oído —dijo Lucía muy pálida.

—¡Maldito sea! —exclamó Edmundo—. ¿Por qué diablos querría escabullirse de esta manera?

—Pero tenemos que hacer algo —dijo Lucía—. Puede haberse perdido, o caído a un hoyo, o quizás fue capturado por los salvajes.

—O lo mató algún animal salvaje —dijo Drinian.

—Y un buen alivio si así fuese, ya lo creo —murmuró Rins.

—Capitán Rins —dijo Rípichip—, jamás dijiste algo que te siente menos. La criatura no es amiga mía, pero tiene la misma sangre de la reina y, mientras sea uno de los nuestros, es asunto de honor encontrarlo, y vengarlo si es que está muerto.

—Por supuesto que tenemos que encontrarlo, si podemos —dijo Caspian, en tono cansado—. Esa es la lata del asunto. Significa una cuadrilla de búsqueda y problemas sin fin. ¡Que molestia este Eustaquio!

Entretanto, Eustaquio dormía y dormía. Lo despertó un dolor en un brazo. La luna brillaba a la entrada de la boca de la cueva y la cama de joyas parecía haberse vuelto mucho más cómoda. De hecho, Eustaquio apenas la notaba. En un principio se sintió intrigado por el dolor de su brazo, pero pronto pensó que era la pulsera que él había subido hasta el codo, que ahora le apretaba en una forma extraña. Seguramente se le había hinchado el brazo mientras dormía (era su brazo izquierdo).

Movió su brazo derecho para tocarse el izquierdo, pero se detuvo antes de moverlo unos milímetros, y se mordió los labios aterrado. Porque justo frente a él, un poco a la derecha, donde el reflejo de la luna iluminaba claramente el suelo de la cueva, vio una silueta monstruosa que se movía. Reconoció esa forma: era la garra de un dragón. Se había movido cuando él movió la mano, y se quedó quieta, cuando dejó de moverla.

“¡Qué tonto he sido!”, pensó Eustaquio, “por supuesto que la bestia tenía su pareja, que ahora está echada a mi lado”.

Por un buen rato no se atrevió a mover ni un músculo. Ante sus ojos subían dos delgadas columnas de humo, negras al reflejo de la luna, como el humo que salía de las narices del otro dragón antes de morir. Todo era tan alarmante que Eustaquio contuvo la respiración. Las columnas de humo desaparecieron. Cuando no pudo contenerla más, la fue soltando con gran cautela; y de inmediato reaparecieron los dos chorros de humo. Pero aun entonces, Eustaquio no sospechaba la verdad.

Luego decidió que avanzaría con mucho cuidado hacia su izquierda y trataría de salir silenciosamente de la cueva. A lo mejor la criatura estaba dormida y de todos modos esa era su única oportunidad. Claro que antes de moverse hacia la izquierda miró hacia ese lado y, ¡qué horror!, allí también había una garra de dragón.

Nadie reprocharía a Eustaquio que en ese momento rompiera en lágrimas. Se sorprendió del tamaño de sus propias lágrimas al verlas salpicar el tesoro frente a él. Además eran extrañamente calientes y despedían vapor.

Pero no se sacaba nada con llorar. Debía arrastrarse y salir de entremedio de los dos dragones. Comenzó por estirar su brazo derecho. La pata y garra delantera del dragón hicieron exactamente el mismo movimiento a su derecha. Entonces pensó que debería ensayar por el otro lado. La pata izquierda del dragón también se movió.

¡Dos dragones, uno a cada lado, imitando todo lo que él hacía! Sus nervios no resistieron más y simplemente se escapó.

Hubo tal estrépito, chirridos, tintineo de oro y rechinar de piedras cuando corrió fuera de la cueva, que Eustaquio pensó que los dos dragones lo perseguían. No tuvo valor para mirar hacia atrás. Se abalanzó hacia la poza. La retorcida figura del dragón muerto, que yacía bajo la luz de la luna, habría bastado para aterrorizar a cualquiera, pero en ese instante Eustaquio ni lo advirtió. Su idea era lanzarse al agua. Pero al llegar a la orilla de la poza ocurrieron dos cosas. Primero que nada, de súbito se dio cuenta de que había estado corriendo en cuatro patas. ¿Por qué diablos lo había hecho? En segundo lugar, al inclinarse sobre el agua, por un segundo pensó que otro dragón lo estaba mirando fuera de la poza. Pero en el acto comprendió la realidad. La cara de dragón que se reflejaba en el agua era su propia imagen. No había ninguna duda. Se movía cuando él se movía; abría y cerraba la boca, cuando él abría y cerraba la suya.

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