Read La travesía del Explorador del Amanecer Online
Authors: C.S. Lewis
—¡Oh, pobrecita! —se compadeció Lucía.
—Y luego zarpamos de Galma —continuó Drinian—, y navegamos por un mar tranquilo durante dos días enteros y tuvimos que usar los remos; aunque después hubo viento nuevamente, no logramos llegar a Terebintia, sino hasta el cuarto día de haber abandonado Galma. Pero al llegar allí, el Rey dio orden de no desembarcar, ya que en Terebintia había una epidemia. Dimos entonces la vuelta al cabo e hicimos escala en una pequeña ensenada lejos de la ciudad, donde nos aprovisionamos de agua. Tuvimos que esperar tres días anclados lejos de la costa, hasta que cogimos viento sudeste y zarpamos hacia las Siete Islas. Al tercer día de viaje nos alcanzó un barco pirata terebintiano, a juzgar por su aparejo; pero, como nos vio bien armados, se retiró después de un tiroteo de flechas de ambos lados.
—Y lo deberíamos haber perseguido, abordado y haber ahorcado de capitán a paje —agregó Rípichip.
—Y al quinto día ya teníamos Muil a la vista —continuó Drinian—, que, como ustedes saben, es el extremo más occidental de las Siete Islas. Luego navegamos a remo a través de los estrechos y casi a la puesta del sol llegamos a Cielo Rojo, en la isla de Brenn, donde fuimos cariñosamente festejados y nos abastecimos de agua y comida a destajo. Hace seis días abandonamos Cielo Rojo y hemos mantenido una velocidad estupenda, por lo que espero ver las Islas Desiertas pasado mañana. En resumidas cuentas, llevamos cerca de treinta días de navegación y hemos recorrido más de mil doscientas millas desde que salimos de Narnia.
—¿Y después de las Islas Desiertas? —preguntó Lucía.
—Nadie sabe, su Majestad —respondió Drinian—. A menos que los mismos isleños nos lo puedan decir.
—En nuestra época no pudieron —dijo Edmundo.
—Entonces, la aventura comenzará realmente después de las Islas Desiertas —dijo Rípichip.
En ese momento, Caspian sugirió que tal vez les gustaría recorrer el barco antes de cenar, pero Lucía tuvo remordimientos de conciencia y dijo:
—Creo que tengo que ir a ver a Eustaquio. El mareo es algo espantoso. Si tuviera aquí mi viejo cordial, podría curarlo.
—Lo tienes —dijo Caspian—, ya casi ni me acordaba de él. Como se te quedó, pensé que debería ser considerado como parte de los tesoros de la corona y por eso lo traje ahora. Si tú piensas que se puede derrochar en algo como un mareo...
—Sólo usaré una gota —dijo Lucía.
Caspian abrió uno de los cajones bajo las bancas y extrajo la preciosa botellita de cristal que Lucía recordaba tan bien.
—Te devuelvo lo que es tuyo, Majestad —dijo Caspian, y luego abandonaron la cabina y salieron a la luz del sol.
En cubierta había dos grandes escotillas de proa a popa del mástil; ambas estaban abiertas, como siempre que hacía buen tiempo, para dejar que la luz y el aire entraran al interior del barco. Caspian los hizo bajar por una escalera y entrar en la compuerta de popa. Se encontraron en un recinto donde, de lado a lado, había bancas para los remeros, y la luz, que penetraba por los boquetes para los remos, danzaba en el techo. Por supuesto que el barco de Caspian no era una de esas horribles galeras movidas a remo por los esclavos. Solo cuando fallaba el viento o para entrar y salir de los puertos se utilizaban los remos, y a todos les tocaba su turno, menos a Rípichip que tenía las patas demasiado cortas. A cada costado del barco, el espacio que quedaba bajo las bancas había sido despejado para que los remeros pusieran los pies; pero al centro había una especie de foso, que bajaba hasta la misma quilla, que llenaban con todo tipo de cosas (sacos de harina, toneles con agua y cerveza, barriles con carne de cerdo, jarros con miel, odres de vino, manzanas, nueces, quesos, galletas, nabos y lonjas de tocino). Del techo (o sea, de debajo de la cubierta) colgaban jamones y ristras de cebollas y, también, los vigías que no estaban de guardia, en sus hamacas. Caspian los condujo a popa, dando un paso de banca en banca. Para él sólo eran pasos; algo entre un paso y un salto para Lucía y verdaderos y largos saltos para Rípichip. De este modo llegaron ante un tabique en el que había una puerta. Caspian la abrió y entraron a una cabina que ocupaba el espacio debajo de los camarotes de cubierta, en la popa, aunque, como es de suponer, no era tan bonita como las de arriba. Era un camarote muy bajo y sus paredes inclinadas se angostaban hacia abajo, por lo que casi no había piso; aunque tenía ventanas de vidrio grueso, no estaban hechas para abrirse, porque se encontraban bajo el agua. De hecho, en ese mismo momento, cada vez que el barco cabeceaba, las ventanas se veían de pronto doradas por la luz del sol y luego de color verde oscuro por el mar.
—Nosotros deberemos alojar aquí, Edmundo —dijo Caspian—. A tu primo le daremos la litera y colgaremos las hamacas para nosotros.
—Le ruego, su Majestad... —solicitó Drinian.
—No, no, compañero —interrumpió Caspian—, ya hemos discutido eso. Tú y Rins (Rins era el piloto) están a cargo del barco y más de una noche tendrán mucho trabajo y preocupaciones, mientras nosotros cantamos canciones con alegres estribillos y narramos historias, así es que ocuparán el camarote de babor en cubierta. El rey Edmundo y yo estaremos muy cómodos aquí abajo. Pero, ¿cómo sigue el forastero?
Eustaquio, con la cara pálida, frunció el ceño y preguntó si habría alguna señal de que la tormenta estaba amainando.
—¿Qué tormenta? —preguntó Caspian, y Drinian prorrumpió en carcajadas.
—¡Tormenta, señorito! —gritó riendo—, pero si no podríamos tener mejor tiempo.
—¿Quién es ése? —preguntó Eustaquio, irritado—. Echenlo fuera. Su voz me traspasa la cabeza.
—Te traigo algo que te aliviará —dijo Lucía.
—¡Andate y déjame en paz! —gruñó Eustaquio.
Pero bebió un poquito de la botella y, aunque dijo que era algo asqueroso (al abrir Lucía el frasco, la pieza se llenó de un olor delicioso), lo cierto es que pocos minutos después de tomar la bebida le volvieron los colores a la cara; y tiene que haberse sentido mejor, porque en vez de lamentarse por la tormenta y su cabeza, comenzó a exigir que lo dejaran en tierra, y a decir que “presentaría una orden” contra todos ellos, ante el cónsul británico. Pero cuando Rípichip preguntó qué quería decir “una orden” y cómo se presentaba (Rípichip pensaba que se trataba de una nueva forma de solucionar un duelo), Eustaquio sólo pudo decir:
—Imagínense, no saber eso.
Por fin lograron convencer a Eustaquio de que en realidad navegaban lo más rápido posible hacia el lugar más cercano que conocían, y que tenían las mismas posibilidades de mandarlo de regreso a Cambridge, que era el lugar donde vivía tío Haroldo, que de mandarlo a la Luna. Después de esto accedió de mala gana a ponerse la ropa limpia que habían llevado para él y subió a cubierta.
Caspian continuó mostrándoles el barco, aunque ya lo habían recorrido casi por completo. Subieron al castillo de proa y vieron al vigía que estaba de pie en una pequeña tabla en el interior del cuello dorado del dragón, y miraba a través de su boca abierta. Dentro del castillo de proa se encontraban el fogón (o cocina del barco) y los alojamientos para personas como el contramaestre, el carpintero, el cocinero y el jefe de los arqueros. Si piensas que es extraño que la cocina se encuentre en la proa, e imaginas que el humo de su chimenea flota hacia la parte trasera del barco, es porque estás pensando en los barcos a vapor, que siempre tienen viento en contra. En los barcos a vela, el viento viene desde atrás, por lo que cualquier cosa que despida olor se sitúa lo más adelante posible.
Después los hicieron subir a la cofa de combate. En un principio se asustaron bastante con el balanceo del barco y por lo pequeña y distante que se veía abajo la cubierta. En ese momento comprendes que si llegaras a resbalar, te puedes caer igual dentro del barco, que al mar. Desde allí fueron conducidos a la popa, donde Rins y otro hombre estaban de guardia junto a la gran palanca del timón. Tras ellos se alzaba la cola dorada del dragón, y justo en su interior había una pequeña banca. El barco se llamaba
Explorador del Amanecer,
y era tan poquita cosa comparado con nuestros barcos, e incluso comparado con las naves a rueda, veleros, barcos mercantes y galeones que Narnia había tenido cuando Edmundo y Lucía reinaban junto a Pedro, que era el gran Rey, porque en Narnia casi había desaparecido toda navegación durante los reinados de los antecesores de Caspian. Cuando su tío Miraz, el usurpador, envió a los siete lores al mar, éstos tuvieron que comprar un barco galmiano y contratar una tripulación de marineros también galmianos.
Pero ahora Caspian había empezado a enseñar a los narnianos para que volvieran a ser un pueblo navegante, y el
Explorador del Amanecer
era el mejor barco que habían construido hasta entonces. Era tan pequeño que en la cubierta, a proa del mástil, casi no quedaba espacio entre la escotilla central y el bote del barco amarrado a un costado, y el gallinero (Lucía alimentaba a las gallinas), al otro. Pero era una belleza en su especie,
una dama
como dicen los marineros; sus líneas eran perfectas y sus colores puros, y cada palo, cada cabo y cada remache habían sido hechos con amor.
Por supuesto que a Eustaquio no le gustaba para nada y siguió jactándose de los transatlánticos, lanchas a motor, aviones y submarinos. (“Como si supiera algo de ellos”, murmuraba Edmundo). Pero los otros dos estaban fascinados con el
Explorador del Amanecer.
Cuando volvieron al camarote de popa para comer y vieron todo el cielo del oeste iluminado por una inmensa y roja puesta de sol, y sintieron el estremecimiento del barco y el sabor de la sal en sus labios, pensaron en esas tierras desconocidas al confín oriental del mundo... Lucía se sentía demasiado feliz para hablar.
Respecto de Eustaquio, es mejor que sepan lo que pensaba a través de sus propias palabras, ya que a la mañana siguiente, apenas les fue devuelta su ropa seca, él sacó una pequeña libreta negra y un lápiz y comenzó a escribir un diario. Siempre llevaba esta libreta consigo y en ella mantenía un registro de sus notas, pues aunque ninguna materia de estudio le importaba mucho para su propio provecho, sí le importaban muchísimo las notas, e incluso iba donde sus compañeros a decirles:
—Yo me saqué tal nota. ¿Qué nota te sacaste tú?
Pero como, al parecer, no se sacaría nota alguna a bordo del
Explorador del Amanecer,
decidió comenzar un diario. La primera anotación fue la siguiente:
“7 de agosto
“Hace ya veinticuatro horas que estamos a bordo de este espantoso barco, si es que esto no es un sueño. Una tormenta terrible ha estado rugiendo sin cesar (es una gran cosa que no esté mareado). Inmensas olas golpean el barco por el frente, y yo diría que casi se ha hundido varias veces. Nadie parece darse cuenta de esto, ya sea por fanfarronear o porque, como dice Haroldo, uno de los actos de mayor cobardía de la gente mediocre es cerrar los ojos ante los hechos. Es una locura hacerse a la mar en una porquería como ésta. No es mucho más grande que un bote salvavidas. Y, por supuesto, su interior es absolutamente primitivo. No hay un salón apropiado, ni radio, ni baños, ni siquiera sillas de playa. Ayer en la tarde me arrastraron por todos lados para conocerlo y fue enfermante oír a Caspian haciendo alarde de su barquito de juguete, como si fuera el
Queen Mary.
Yo traté de explicarle lo que era un verdadero barco, pero es demasiado torpe. Por supuesto, E. y L. no me apoyaron en lo más mínimo. Supongo que una niña como L. no se da cuenta del peligro, y E. trata de halagar a C. al igual que todos los demás. Lo llaman rey. Yo dije que era republicano, y él me preguntó qué quería decir... Realmente parece no saber nada de nada. No hay ni qué decir que me dieron el peor camarote del barco, un perfecto calabozo. En cambio a Lucía le dieron una pieza para ella sola en cubierta; casi una pieza agradable, comparada con el resto del lugar. Según C. esto se debe a que ella es mujer. Yo traté de explicarle que Alberta dice que lo único que se logra con este tipo de cosas es rebajar a las niñas, pero él es demasiado torpe. Aun así debería entender que si me dejan en un
hoyo
como éste, yo me voy a enfermar. Según E., no debemos quejarnos, ya que C. compartirá este cuarto con nosotros, para poder ceder su camarote a L. Como si esto no nos tuviera más apretados e hiciera las cosas mucho peor. Se me olvidaba decir que hay también una especie de ratón que los trata a todos con la desfachatez más espantosa. Los demás pueden aguantarlo si quieren; lo que es yo, le voy a retorcer la cola si trata de hacerme algo. La comida también es horrible”.
El problema entre Eustaquio y Rípichip se presentó incluso antes de lo que era de esperar. Al día siguiente, cuando todos estaban sentados alrededor de la mesa esperando la comida (el estar en el mar da un hambre tremenda), Eustaquio entró corriendo, retorciéndose las manos y gritando:
—¡Esa pequeña bestia por poco me mata! Insisto en que se le ponga bajo control. Yo podría entablar un juicio en su contra, Caspian, y ordenarle que lo maten.
En ese mismo momento apareció Rípichip. Llevaba la espada desenvainada y sus bigotes tenían un aspecto feroz; pero guardaba su misma cortesía de siempre.
—Pido perdón a todos ustedes —dijo—, especialmente a sus Majestades. Si hubiese sabido que él se refugiaría aquí, habría esperado un momento más oportuno para darle una lección.
—¿Qué diablos pasa? —preguntó Edmundo.
Lo que ocurrió en realidad fue lo siguiente. Rípichip siempre consideraba que el barco no avanzaba tan rápido como él quería. Lo que más le gustaba era sentarse en la borda, muy adelante, justo al lado de la cabeza del dragón, y contemplar el horizonte cantando suavemente, con su gorjeo especial, la canción que la Dríada compuso para él. Nunca se apoyaba en ninguna parte y, a pesar de que el barco cabeceaba continuamente, siempre conservaba el equilibrio con mucha naturalidad. Tal vez el tener la cola colgando hacia cubierta, por dentro de la borda, hacía esto más fácil. Todo el mundo a bordo estaba familiarizado con esta costumbre y a los marineros les encantaba, porque así, cuando tenían turno de vigilancia, contaban con alguien con quien conversar. Jamás he podido saber cuál fue la verdadera razón por la que Eustaquio resbaló, se tambaleó y se fue de un solo tropezón hasta el castillo de proa (todavía no se habituaba a andar a bordo de un barco). Tal vez esperaba ver tierra, o ir a rondar a la cocina y escamotear algo de comer. De todas formas, apenas divisó la larga cola que colgaba, lo que quizás parecía bastante tentador, pensó que sería delicioso agarrarla y tirarla para hacer que Rípichip diera un par de vueltas en al aire, y luego salir corriendo y reírse. Al principio el plan pareció funcionar a las mil maravillas. El Ratón no pesaba mucho más que un gato grande y Eustaquio lo sacó de la baranda en un abrir y cerrar de ojos. Se veía muy ridículo (pensó Eustaquio) con sus patitas desparramadas y la boca abierta. Pero para desgracia de Eustaquio, Rípichip había tenido que luchar muchas veces para salvar su vida y no perdió la cabeza ni un solo instante, ni tampoco su destreza. No debe ser muy fácil desenvainar la espada cuando uno está girando por los aires sujeto de la cola, pero él lo hizo; entonces Eustaquio sintió dos dolorosos pinchazos en las manos, que lo hicieron soltar la cola. Un segundo más tarde, Rípichip se incorporó y saltó como si fuera una pelota dando botes por cubierta. Y allí estaba, enfrentándolo, y Eustaquio vio una cosa horrible, larga, brillante y afilada, semejante a un punzón, que ondeaba de un lado para otro a sólo unos milímetros de su estómago. (No cuenta como golpe bajo el cinturón, ya que para los ratones en Narnia es muy difícil alcanzar más arriba).