La travesía del Explorador del Amanecer (17 page)

BOOK: La travesía del Explorador del Amanecer
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Cuando los remeros comenzaron a remar, el
Explorador del Amanecer,
con un crujido y un gemido, empezó a deslizarse hacia adelante. Lucía, que estaba arriba, en la cofa de combate, tuvo una vista fantástica del momento justo en que penetraron en la oscuridad. La proa ya había desaparecido antes de que la luz del sol se fuera de la popa. Ella la vio irse. En un minuto la popa dorada, el mar azul y el cielo estaban a plena luz del día; al minuto siguiente, el mar y el cielo habían desaparecido, y el farol de la popa, que apenas se notara antes, era la única cosa que indicaba donde terminaba el barco. Frente al farol, Lucía pudo ver la oscura silueta de Drinian agachada sobre el timón. Justo bajo ella, las dos antorchas dejaban ver dos pequeños espacios de la cubierta, y hacían relucir las espadas y cascos; y más adelante, había otra isla de luz, en el castillo de proa. Fuera de eso, la cofa de combate, alumbrada por una luz en la punta del mástil, que estaba justo sobre ella, parecía ser un pequeño y luminoso mundo aislado que flotaba en la solitaria oscuridad. Y las mismas luces, como siempre ocurre con las luces cuando hay que encenderlas a una hora inapropiada del día, se veían pálidas y antinaturales. Lucía también se dio cuenta de que tenía mucho frío.

Nadie supo cuánto duró ese viaje en la oscuridad. De no haber sido por el crujido de los escálamos y el salpicar de los remos, nada habría indicado que se estaban moviendo.

Edmundo, que desde la proa forzaba la vista a su alrededor, no pudo ver nada, salvo el reflejo del farol en el agua, frente a él. Era una especie de reflejo grasoso, y el ruido de las olas que levantaba la proa parecía ser triste, débil y sin vida. A medida que pasaba el tiempo, todos, menos los remeros, empezaron a tiritar de frío.

De pronto, de algún lugar (ya nadie tenía ningún sentido de orientación muy claro), provino un grito, que bien se podía tratar de una voz no humana, o bien de la voz de alguien en tal estado de pánico, que casi había perdido su condición humana.

Caspian aún estaba tratando de hablar (tenía la boca muy seca), cuando se oyó la voz aguda de Rípichip, que en aquel silencio se sintió más fuerte de lo normal.

—¿Quién llama? —chilló—. Si eres un enemigo, no te tememos, y si eres un amigo, tus enemigos aprenderán a tener miedo de nosotros.

—¡Piedad! —gritó la voz—. Incluso si ustedes no son más que otro sueño, tengan piedad. Súbanme a bordo. Se lo suplico, súbanme a bordo, aunque sea para darme muerte. Pero, ¡por amor del cielo!, no se desvanezcan dejándome solo en esta horrible tierra.

—¿Dónde estás? —gritó Caspian—. Sube a bordo y seas bien venido.

Se oyó otro grito, que podía ser tanto de alegría como de terror, y supieron que alguien estaba nadando en dirección a ellos.

—Señores, prepárense para subirlo —dijo Caspian.

—A la orden, su Majestad —respondieron los marineros.

Muchos se agolparon a las amuradas a babor llevando cuerdas y uno de ellos se inclinó hacia afuera sobre uno de los costados del barco, sosteniendo una antorcha. En la oscuridad del agua apareció una cara salvaje y blanca, y luego, después de algunos forcejeos y tirones, una docena de manos amistosas subieron al desconocido a bordo.

Edmundo pensó que jamás había visto un hombre de aspecto más extraño. Aunque no parecía ser demasiado viejo, al contrario, su pelo era una desordenada mata de canas, su cara era delgada y arrugada, y por vestimenta sólo le colgaban unos andrajos empapados. Pero lo que más sorprendía eran sus ojos tan inmensamente abiertos, que parecían no tener párpados, y que miraban fijo, como en una agonía de puro miedo.

En cuanto sus pies tocaron cubierta, dijo:

—¡Huyan, huyan! Den vuelta y huyan. Remen, remen por sus vidas, fuera de esta maldita playa.

—Cálmate —dijo Rípichip— y dinos cuál es el peligro. Nosotros no estamos acostumbrados a huir.

Al oír la voz del Ratón, el desconocido se sobresaltó terriblemente, pues no lo había visto antes

—Sin embargo, saldrán huyendo de aquí —dijo jadeante—. Esta es la isla donde los sueños se hacen realidad.

—Es la isla que he buscado todo este tiempo —dijo uno de los marineros—. Imaginé que me casaría con Nancy si desembarcábamos aquí.

—Y que yo encontraría a Tomás nuevamente con vida —dijo otro.

—¡Tontos! —dijo el hombre pateando el suelo con rabia—. Este es el tipo de habladurías que me trajo hasta aquí, y la verdad es que preferiría haberme ahogado, o no haber nacido siquiera. ¿Oyeron lo que les dije? Aquí es donde los sueños, los sueños, ¿entienden?, cobran vida, se hace realidad. No los ensueños, sino los sueños.

Hubo casi medio minuto de silencio y, luego, con gran ruido de armaduras la tripulación completa se dejaba caer como podía por la escotilla principal, lo más rápido posible. Todos se precipitaron a los remos, para remar como nunca antes lo habían hecho; y Drinian hacía girar el timón, y el contramaestre fijaba el más veloz ritmo de remada que jamás se oyera en el mar. Pues había bastado sólo medio minuto para que todos recordaran ciertos sueños que habían tenido, sueños que hacían que uno tuviera miedo de volverse a dormir, y comprendieron lo que ocurriría si desembarcaban en una tierra en que los sueños se hacen realidad.

Sólo Rípichip permaneció inmóvil.

—Su Majestad, su Majestad —dijo—. ¿Va a tolerar este motín, esta cobardía? Esto es pánico, es una desbandada.

—¡Remen, remen! —vociferaba Caspian—. ¡Empujen a matarse! Drinian, ¿estamos en el rumbo? Puedes decir lo que quieras, Rípichip, pero hay ciertas cosas a las que un hombre no puede hacer frente.

—Entonces tengo suerte de no ser un hombre —respondió Rípichip con una reverencia muy ceremoniosa.

Desde las alturas, Lucía había oído todo, y en un instante se le vino a la cabeza uno de sus propios sueños que con gran esfuerzo había tratado de olvidar; volvió a su memoria en forma tan real, como si acabara de despertar de él. ¡De modo que eso era lo que estaba tras ellos en la isla, en la oscuridad! Por un segundo quiso bajar a cubierta y quedarse con Edmundo y Caspian; pero ¿de qué serviría? Si los sueños empezaban a volverse realidad, tanto Edmundo como Caspian podrían transformarse en algo horrible cuando ella se les acercara. Se sujetó a la baranda de la cofa de combate y trató de calmarse. Los hombres estaban remando hacia la luz, lo más rápido que podían; todo estaría bien en unos segundos. ¡Oh, si todo pudiese estar bien ahora mismo!

A pesar de que los remos hacían mucho ruido, no lograban cubrir el silencio total que rodeaba al barco. Todos sabían que era preferible no escuchar, ni aguzar el oído a cualquier sonido que viniera de la oscuridad, pero nadie podía evitar escuchar, y pronto todos empezaron a oír cosas. Cada uno oía cosas diferentes.

—¿Oyes un ruido semejante a... un par de tijeras gigante, que se abre y cierra... allá, en esa dirección? —preguntó Eustaquio a Rins.

—¡Silencio! —repuso Rins—. Las oigo
trepar
por los lados del barco.

—Se va a instalar arriba del mástil —dijo Caspian.

—¡Uf! —exclamó un marinero—. Están comenzando a sonar los gongs. Sabía que sonarían.

Caspian, tratando de no mirar nada (especialmente de no seguir mirando tras de sí), fue a popa, donde estaba Drinian.

—Drinian —le dijo en voz muy baja—. ¿Cuánto tiempo nos demoramos remando hacia allá, es decir, hasta el lugar donde recogimos al desconocido?

—Cinco minutos, tal vez —susurró Drinian—. ¿Por qué?

—Porque llevamos más tiempo que ése tratando de salir de aquí.

La mano de Drinian tembló sobre el timón y por su cara rodó una gota de sudor frío. Todos pensaban lo mismo.

—¡Jamás saldremos de aquí, jamás! —se quejaban los remeros—. Lleva mal el timón. Estamos dando vueltas y vueltas en círculos. ¡Nunca saldremos de aquí!

El desconocido, que yacía en la cubierta hecho un ovillo, se sentó y lanzó una horrible y estridente carcajada.

—¡Nunca saldremos de aquí! —dijo a gritos—. Así es. Por supuesto. Nunca saldremos. ¡Qué tonto fui al pensar que me dejarían ir tan fácil! No, no. Jamás saldremos de aquí.

Lucía apoyó la cabeza en la baranda de la cofa de combate y susurró:

—Aslan, Aslan, si es cierto que nos amas, ayúdanos ahora.

La oscuridad no disminuyó, pero Lucía se empezó a sentir un poquito, un muy, muy poquito mejor. “Después de todo, todavía no nos ha pasado nada”, pensó.

—¡Miren! —se oyó la voz ronca de Rynelf, desde la proa.

Allí enfrente se veía un puntito de luz y, mientras lo miraban, de él cayó un inmenso rayo de luz sobre el barco. Esto no alteró la oscuridad reinante, pero el barco entero se iluminó, como por un reflector. Caspian pestañeó, miró a su alrededor, vio a sus compañeros, todos con cara de locos y la mirada fija. Miraban hacia el mismo punto: detrás de cada cual, sus negras y afiladas sombras.

Lucía miró a lo largo del rayo, y de pronto vio algo en él. Al principio parecía ser una cruz, luego un avión, después un volantín y, finalmente, con un batir de alas, se paró justo sobre ella, y vio que era un albatros. Dio tres vueltas alrededor del mástil y luego se posó un instante en la cabeza del dragón dorado de proa. Gritó con una voz fuerte y dulce algo que parecían ser palabras, a pesar de que nadie las comprendió. Luego extendió sus alas, se elevó y comenzó a volar lentamente hacia adelante, torciendo un poco a estribor. Drinian condujo el barco tras él, sin dudar que era un buen guía. Pero nadie, salvo Lucía, supo que mientras volaba alrededor del mástil le había susurrado “Ten valor, mi amor”, y ella estaba segura de que esa voz era la de Aslan y, con la voz, sintió un delicioso olor junto a su cara.

En pocos segundos la oscuridad de adelante se volvió agrisada y, luego, casi antes de que se atrevieran a hacerse ilusiones, ya habían salido a la luz del sol y se encontraban nuevamente en el mundo azul y templado. Y así como esos momentos en los que simplemente quedarse en la cama, viendo cómo la luz del día entra a raudales por la ventana, y oír la voz alegre de un cartero madrugador o del lechero que gritan allá abajo, y darse cuenta de que “sólo fue un sueño: no era verdad”, es tan maravilloso que casi vale la pena tener una pesadilla para experimentar la alegría de despertar; así se sintieron todos al salir de la oscuridad.

Los asombró la claridad del barco: casi esperaban que la oscuridad se hubiera pegado al blanco y al verde y al dorado, como la mugre o la nata.

Lucía no perdió tiempo y bajó rápidamente a la cubierta, donde encontró a los demás reunidos alrededor del recién llegado. Durante largo rato la felicidad le impidió hablar y se limitó a contemplar el mar y el sol, y a tocar las amuradas y las cuerdas, como si quisiera convencerse de que realmente estaba despierto, mientras rodaban las lágrimas por sus mejillas.

—Gracias —dijo finalmente—. Me han salvado de... Pero
no
quiero hablar de eso. Ahora permítanme saber quiénes son ustedes. Yo soy un telmarino de Narnia y, cuando valía algo, los hombres me llamaban Lord Rup.

—Y yo —dijo Caspian—, soy Caspian, rey de Narnia, y estoy navegando con el fin de encontrarte a ti y a tus compañeros, que eran los amigos de mi padre.

Entonces Lord Rup cayó de rodillas y besó la mano del rey.

—Señor —dijo—. Eres el hombre que más he deseado ver en el mundo. Te ruego que me concedas un favor.

—¿De qué se trata? —preguntó Caspian.

—Que nunca me preguntes, ni permitas que otro lo haga, sobre lo que he visto durante estos años en la Isla Oscura.

—Es un favor muy simple, mi Lord —contestó Caspian, y añadió con un estremecimiento—: ¿Preguntarte? Claro que no. Daría todo mi tesoro por
no
oírlo.

—Señor —dijo Drinian—. Tenemos viento favorable para el sureste. ¿Puedo hacer subir a nuestros pobres compañeros para soltar velas? Y después los que no sean imprescindibles, a sus hamacas.

—Sí —dijo Caspian—, y que haya ponche para todos. Aaah, siento que podría dormir un día entero.

Así fue como navegaron toda la tarde con gran alegría y buen viento rumbo al sureste, y el montecillo de oscuridad se hacía cada vez más pequeño a popa. Pero nadie se dio cuenta cuando desapareció el albatros.

Los tres durmientes

El viento nunca los abandonó, pero cada día era más suave hasta que, al final, las olas eran poco más que simples ondas y el barco se deslizaba, hora tras hora, casi como si estuvieran navegando en un lago. Cada noche veían que en el oriente aparecían nuevas constelaciones que jamás nadie había visto en Narnia y, tal vez, como pensaba Lucía con una mezcla de alegría y miedo, jamás habían sido vistas por ojos vivientes. Esas nuevas estrellas eran grandes y brillantes, y las noches eran cálidas. La mayoría de los viajeros dormía en cubierta y todos conversaban hasta altas horas de la noche, o bien, se apoyaban en los costados del barco, contemplando la luminosa danza de la espuma que hacía saltar la proa.

Durante un atardecer de asombrosa belleza, cuando la puesta de sol tenía tonos tan rojos y púrpura, y se extendía en tal forma que el mismo cielo parecía mucho más grande, avistaron tierra a estribor. Se acercaba lentamente, y la luz tras ellos hacía que los cabos y peñascos de esta nueva tierra parecieran arder en llamas. Pero pronto se encontraron navegando a lo largo de sus costas, y el cabo occidental de la isla, ahora detrás de ellos, se alzaba negro contra el cielo rojo, y afilado como si estuviera recortado en cartón, y en ese momento pudieron apreciar mejor cómo era el país. No tenía montañas, sino muchos lomajes suaves y con laderas que parecían almohadas. Desde allí provenía un agradable olor, que Lucía definió como “un tipo de suave olor a púrpura”, en tanto que Edmundo lo llamó (y Rins pensó) “podrido”, y Caspian dijo “sé a lo que se refieren”.

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