Read La travesía del Explorador del Amanecer Online
Authors: C.S. Lewis
Eustaquio se había transformado en un dragón mientras dormía. Por dormir sobre el tesoro de un dragón y por tener pensamientos codiciosos como los de un dragón en el corazón, se había vuelto él mismo un dragón.
Esto lo explicaba todo. No hubo dos dragones a su lado en la cueva. Las garras que veía a su derecha e izquierda eran sus propias garras derecha e izquierda. Las dos columnas de humo salían de sus propias narices. En cuanto al dolor que sentía en su brazo izquierdo (o lo que fue su brazo izquierdo), ahora comprendía lo que había sucedido, al mirar de reojo con su ojo izquierdo. La pulsera que se había ajustado perfectamente a la parte superior del brazo de un niño, era lejos demasiado pequeña para la pata ancha y rechoncha de un dragón. Se había clavado profundamente en su carne escamosa, dejando a cada lado una punzante hinchazón. Eustaquio se hirió con sus dientes de dragón, pero no pudo sacarla.
A pesar del dolor, su primer sentimiento fue de alivio. Ya no había nada que temer. Ahora él mismo era un terror y nada en el mundo, salvo un caballero (y no cualquiera), se atrevería a atacarlo. Ahora podría vérselas hasta con Caspian y Edmundo...
Pero, al momento de pensarlo, se dio cuenta de que eso no le interesaba. Ahora quería ser su amigo. Quería volver donde estaban los humanos y conversar, y reír, y compartir cosas con ellos. Se daba cuenta de que era un monstruo separado de toda la raza humana. Lo invadió una espantosa soledad. Empezó a comprender que los otros no eran en absoluto unos demonios. Se preguntó si realmente él era la persona agradable que creía ser. Anheló oír sus voces, y habría estado profundamente agradecido de recibir una palabra cariñosa, aunque fuera de Rípichip. Al pensar en esto, el pobre dragón, que había sido Eustaquio, alzó la voz y lloró. Debe ser algo difícil de imaginar ver y escuchar a un poderoso dragón que llora a lágrima viva a la luz de la luna en un valle desierto.
Finalmente, Eustaquio decidió que trataría de encontrar el camino para volver a la playa. Ahora comprendía que Caspian jamás habría zarpado dejándolo atrás. Y estaba seguro de que, de algún modo, podría hacer que la gente comprendiera quién era él.
Tomó un largo trago de agua y luego (sé que esto suena horroroso, pero no lo es si lo piensan bien) se comió casi todo el dragón muerto. Ya se había comido la mitad cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo; pues, ya ven, a pesar de que su mente era la de Eustaquio, sus gustos y su digestión eran los de un dragón, y no hay nada que le guste más a un dragón que el dragón fresco. Por eso es que muy rara vez encuentras más de un dragón en un mismo país.
Luego empezó a trepar para salir del valle. Comenzó la escalada con un salto y, apenas hubo saltado, se dio cuenta de que estaba volando. Ya se había olvidado de que tenía alas, así es que se llevó una gran sorpresa, la primera sorpresa agradable que había tenido después de mucho tiempo. Luego se elevó muy alto en el aire y, a la luz de la luna, vio las cumbres de innumerables montañas que se extendían allá abajo. Podía ver la bahía, semejante a una losa de plata, y el
Explorador del Amanecer,
anclado allí, y las fogatas del campamento que centelleaban en los bosques junto a la playa. Desde gran altura se lanzó hacia ellos en un simple planeo.
Lucía dormía profundamente, pues se quedó en pie hasta el regreso de la cuadrilla de búsqueda, esperando oír buenas noticias sobre Eustaquio. El grupo, que era dirigido por Caspian, volvió tarde y muy cansado. Sus noticias eran inquietantes. No habían encontrado ningún rastro de Eustaquio, pero habían visto un dragón muerto en un valle. Trataron de ver el lado positivo del asunto y unos a otros se aseguraban que lo más probable era que no hubiera más dragones por los alrededores, y que aquel que había muerto cerca de las tres esa tarde (a esa hora lo encontraron), difícilmente podría haber estado matando gente unas pocas horas antes.
—A menos que se haya comido a ese chiquillo malcriado y haya muerto de indigestión: ese mocoso envenenaría cualquier cosa —dijo Rins, pero tan despacio que nadie lo oyó.
Ya tarde en la noche, Lucía se despertó, muy suavemente, y vio a todos reunidos, muy juntos y hablando en susurros.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Debemos tener mucha fortaleza —decía Caspian—. Un dragón acaba de sobrevolar las copas de los árboles y ha aterrizado en la playa. Sí, me temo que está entre nosotros y el barco. Las flechas no sirven de nada contra los dragones, y ellos no le temen en lo más mínimo al fuego.
—Con el permiso de su Majestad... —comenzó Rípichip.
—No, Rípichip —dijo firmemente el Rey—. No vas a intentar un combate singular con él. Y a menos que me prometas que me vas a obedecer en este asunto, te haré amarrar. Sólo debemos estar muy vigilantes y, apenas amanezca, bajar a la playa y librar la batalla. Yo los guiaré. El rey Edmundo estará a mi derecha y lord Drinian a mi izquierda. No hay otras medidas que tomar. En un par de horas será de día. Que se sirva la comida en una hora más y también lo que queda de vino; y que todo se haga en silencio.
—Tal vez se vaya —dijo Lucía.
—Será peor si lo hace —dijo Edmundo—, porque entonces no sabremos dónde está. Si hay una avispa en la pieza, me gustaría poder verla.
El resto de la noche fue horrible y cuando la comida estuvo servida, a pesar de saber que debían comer, muchos sintieron que no tenían hambre. Pareció que pasaban horas interminables antes de que se disipara la oscuridad y los pájaros empezaran a trinar por aquí y por allá, y la tierra se puso más fría y húmeda de lo que había estado en la noche. Entonces Caspian gritó:
—¡Ahora, amigos!
Se levantaron, todos con sus espadas desenvainadas, y se formaron en un sólido grupo, con Lucía al centro y Rípichip en su hombro. Esto era mejor que la espera, y cada uno de ellos sentía más cariño hacia los demás que en tiempos normales. Un instante después, todos marchaban. A medida que se acercaban al extremo del bosque, aumentaba la claridad. Y allí, tendido en la arena, como una lagartija gigante, o un flexible cocodrilo o una serpiente con patas, inmenso, horrible y jorobado, estaba el dragón. Pero al verlos, en vez de levantarse echando fuego y humo, retrocedió; casi se puede decir se fue tambaleando hasta los bajos de la bahía.
—¿Por qué menea así la cabeza? —preguntó Edmundo.
—Y ahora está saludando con la cabeza —dijo Caspian.
—Y algo sale de sus ojos —añadió Drinian.
—Pero ¿no se dan cuenta? —dijo Lucía—. Está llorando. Esas son lágrimas.
—Yo no confiaría mucho, señora —advirtió Drinian—. Es lo que hacen los cocodrilos para pillarnos desprevenidos.
—Movió la cabeza cuando dijiste eso —apuntó Edmundo—, como si quisiera decir “no”. Miren, otra vez.
—¿Crees que entiende lo que estamos diciendo? —preguntó Lucía.
El dragón movió su cabeza con vehemencia. Rípichip se dejó caer del hombro de Lucía y dio unos pasos hacia adelante.
—Dragón —dijo con su voz chillona—. ¿Puedes entender nuestras palabras?
El dragón asintió con su cabeza.
—¿Puedes hablar? Sacudió la cabeza.
—Entonces —dijo Rípichip—, sería inútil preguntarte qué te pasa. Pero si estás dispuesto a jurarnos tu amistad, levanta tu pata delantera izquierda sobre tu cabeza.
Así lo hizo el dragón, pero en forma torpe, porque esa era la pata adolorida e hinchada por la pulsera de oro.
—¡Oh, miren! —exclamó Lucía—. Algo le pasa en esa pata. Pobre animal, a lo mejor por eso lloraba. Quizás vino a nosotros para que lo curásemos, como en Androcles y el León.
—Ten cuidado, Lucía —dijo Caspian—. Es un dragón muy inteligente, pero puede que sea un mentiroso.
Pero ya Lucía iba corriendo hacia adelante, seguida por Rípichip, que corría tan rápido como se lo permitían sus cortas patas, y detrás, por supuesto, fueron los niños y Drinian.
—Muéstrame tu pobre pata —dijo Lucía—. Tal vez yo pueda curarla.
El dragón que-había-sido-Eustaquio le tendió muy contento su pata adolorida, recordando que el cordial de Lucía lo había sanado del mareo antes de que se convirtiera en un dragón. Pero tuvo una desilusión. El líquido mágico redujo la hinchazón y calmó un poco el dolor, pero no pudo disolver el oro.
Estaban todos apiñados a su alrededor para observar la operación. De pronto, Caspian exclamó:
—¡Miren!
Tenía los ojos clavados en la pulsera.
—¿Mirar qué? —preguntó Edmundo.
—Miren el emblema en la pulsera de oro —dijo Caspian.
—Un pequeño martillo y sobre él un diamante con forma de estrella —dijo Drinian—. ¡Pero si lo he visto antes!
—¡Haberlo visto! —exclamó Caspian—. Claro que lo has visto. Es el símbolo de una gran casa narniana, es el brazalete de lord Octesiano.
—¡Villano! —gritó Rípichip al dragón—. ¿Te has devorado a un lord narniano?
Pero el dragón sacudió violentamente la cabeza.
—O tal vez —dijo Lucía—, él
es
lord Octesiano transformado en dragón por obra de algún encantamiento, ¿no creen?
—Ninguna de las dos cosas —dijo Edmundo—. Todos los dragones coleccionan oro. Pero creo que podemos suponer que lord Octesiano no pasó más allá de esta isla.
—¿Eres lord Octesiano? —preguntó Lucía al dragón.
Y luego, cuando el dragón sacudió tristemente su cabeza, Lucía preguntó:
—¿Eres alguien que está encantado? Un ser humano, quiero decir.
Y el dragón asintió con su cabeza violentamente. Entonces alguien preguntó (la gente discutiría después si fue Lucía o Edmundo):
—¿No serás..., no serás Eustaquio por casualidad?
Y Eustaquio movió su terrible cabeza de dragón, batió con fuerza su cola en el mar, y todos dieron un brinco hacia atrás (algunos marineros lanzaron exclamaciones que no transcribiré) huyendo de las inmensas y quemantes lágrimas que salían de sus ojos.
Lucía trató por todos los medios de consolarlo; incluso se armó de valor y besó su cara escamosa, y casi todos dijeron “¡qué mala suerte!”, y varios aseguraron a Eustaquio que estaban dispuestos a ayudarlo, y muchos dijeron que seguramente habría alguna manera de romper el encantamiento y que lo tendrían perfectamente bien en un par de días. Y, por supuesto, estaban muy ansiosos de escuchar su historia, pero Eustaquio no podía hablar. Más de una vez, en los días siguientes, trató de escribir su aventura en la arena, pero nunca le resultó. En primer lugar, Eustaquio (por no haber leído nunca un buen libro) no tenía ni la menor idea de cómo contar una historia en forma clara; y, por otro lado, los nervios y músculos de la garra de dragón que tenía que usar nunca habían aprendido a escribir, ni tampoco estaban hechos para hacerlo. Como resultado, jamás alcanzó a terminar antes de que subiera la marea y borrara todo lo escrito, salvo los trozos que él ya había pisado o barrido accidentalmente con su cola. Y todo lo que pudieron ver los demás fue algo así (los puntos corresponden a las partes que Eustaquio había emborronado):
“Fui a dorm... cva aev quiero decir cueva del dragón, porque estaba muerto y... ovia tan fuer... desperté y pu... sacarrr mi brazo... ¡Ah, diablos!...”
Fue claro para todos, sin embargo, que el carácter de Eustaquio había mejorado muchísimo al transformarse en dragón. Estaba ansioso por ayudar. Sobrevoló toda la isla y se encontró con que era sumamente montañosa y que estaba habitada solamente por cabras salvajes y manadas de jabalíes, de los cuales cazó una gran cantidad que trajo para reabastecer el barco. Pero era un cazador muy humano, pues podía matar a una bestia con un solo golpe de su cola, de manera que ésta no sabía (y probablemente todavía no sabe) que la habían matado. El se comía unos cuantos animales, claro está, pero siempre solo, ya que, ahora que era un dragón, le gustaba la comida cruda y no podía soportar que lo vieran comiendo algo tan cochino. Y un día, volando lentamente y muy cansado pero triunfante, llevó hasta el campamento un enorme pino que había arrancado de raíz en un valle lejano, que podía servir para fabricar un magnífico mástil. Y en las tardes, si hacía frío, como a veces ocurría después de grandes lluvias, Eustaquio era un bienestar para todos, ya que toda la compañía venía a sentarse apoyando sus espaldas contra las ijadas calientes del dragón, y allí se olvidaban del frío y se secaban; un simple resoplido de su ardiente aliento era capaz de encender la fogata más rebelde. Algunas veces llevaba a un grupo escogido a volar sobre su espalda, para que pudieran ver, dando vueltas debajo de ellos, las verdes laderas, las alturas rocosas, los angostos valles que parecían zanjas y, más allá del mar, hacia el este, un punto azul muy oscuro en el horizonte, que podía ser tierra.
El placer (bastante nuevo para él) de agradar a los demás y, más aún, de que a él le agradaran los demás, era lo que libraba a Eustaquio de la desesperación, ya que ser dragón era muy deprimente. Cada vez que volaba sobre un lago en la montaña y veía reflejarse su figura, sentía un escalofrío. Odiaba las inmensas alas de murciélago, la cordillera de borde dentado sobre el lomo y sus crueles garras curvadas. Casi le daba miedo estar solo, pero sentía vergüenza de estar con los demás. En las tardes que no lo usaban como botella de agua caliente, se escabullía del campamento y se quedaba hecho un ovillo, como una culebra, entre el bosque y el mar. En tales ocasiones, para gran sorpresa suya, Rípichip era su consuelo más frecuente. El noble Ratón se alejaba muy despacio del alegre círculo que había en torno al fuego y se sentaba junto a la cabeza del dragón, a barlovento, para quedar fuera del alcance de su humeante aliento. Ahí explicaba a Eustaquio que lo que le había ocurrido era una demostración sorprendente de las vueltas que daba la rueda de la fortuna y que si él lo tuviera en su casa de Narnia (en realidad era una cueva y no una casa, y ni la cabeza del dragón, dejando a un lado su cuerpo, habría podido meterse), le mostraría más de cien ejemplos de emperadores, reyes, duques, caballeros, poetas, amantes, astrónomos, filósofos y magos que habían caído de la prosperidad a las circunstancias más angustiosas, de los cuales muchos se habían recuperado y habían vivido felices para siempre. Tal vez eso no era un gran consuelo en ese momento, pero la intención era tan cariñosa que Eustaquio nunca lo olvidó.