—Puede que él sea paciente, pero yo no. Creo que está usted malgastando su dinero. Y yo estoy malgastando mi tiempo.
—¿Está usted seguro de que no le ha visto? Eso lo cambiaría todo.
—No apostaría mi vida, pero sí, estoy seguro.
—Entonces, ¿qué me está usted diciendo?
—Le estoy diciendo que no tiene usted por qué preocuparse. Al menos por ahora. Si sucede algo más adelante, llámeme. Iré corriendo a la primera señal de dificultades.
Después de una pausa, Virginia Stillman dijo:
Puede que tenga usted razón. —Luego, tras otra pausa—: Pero sólo para tranquilizarme un poco más, me pregunto si podríamos llegar a un arreglo.
—Eso depende de lo que tenga usted pensado.
—Sólo esto. Déme unos días más. Para estar absolutamente seguros.
—Con una condición —dijo Quinn—. Tiene usted que dejar que lo haga a mi manera. No más cortapisas. Tiene que darme libertad para hablar con él, para interrogarle, para llegar hasta el fondo del asunto de una vez por todas.
—¿No sería arriesgado?
—No se preocupe. No voy a descubrir nuestro juego. Él ni siquiera adivinará quién soy ni qué me propongo.
—¿Cómo se las arreglará?
—Ése es mi problema. Tengo muchas cartas en la manga. Usted confíe en mi.
—De acuerdo. Acepto. Supongo que no hay nada que perder.
—Está bien. Le daré unos días más y luego ya veremos qué pasa.
—¿Señor Auster?
—¿Sí?
—Le estoy muy agradecida. Peter ha estado muy bien estas últimas dos semanas, y sé que es gracias a usted. Habla de usted continuamente. Es usted como… no sé… un héroe para él.
—¿Y qué piensa la señora Stillman?
—Más o menos lo mismo.
—Me alegra oírlo. Puede que algún día ella me permita estarle agradecido.
—Cualquier cosa es posible, señor Auster. Recuérdelo.
—Lo haré. Sería un idiota si no lo hiciera.
Quinn se tomó una cena ligera de huevos revueltos con tostadas, se bebió una botella de cerveza y se instaló en su escritorio con el cuaderno rojo. Llevaba ya muchos días escribiendo en él, llenando página tras página con su errática y garabateada letra, pero todavía no había tenido valor para leer lo que había escrito. Ahora que el final parecía estar a la vista, pensó que podía atreverse a echar una ojeada.
La mayor parte era difícil de leer, especialmente las primeras hojas. Y cuando conseguía descifrar las palabras no le parecía que el esfuerzo valiese la pena. «Recoge lápiz en mitad de manzana. Examina, vacila, guarda en bolsa… Compra bocadillo… Se sienta en banco en parque y lee cuaderno rojo.» Estas frases le parecían absolutamente inútiles.
Todo era cuestión de método. Si el objetivo era comprender a Stillman, llegar a conocerle lo bastante bien como para poder prever lo que haría a continuación, Quinn había fracasado. Había comenzado con una serie limitada de datos: el origen familiar de Stillman y su profesión, la reclusión de su hijo, su propio arresto y hospitalización, un libro de extravagante erudición escrito cuando supuestamente aún estaba cuerdo, y sobre todo la certeza de Virginia Stillman de que ahora intentaría hacer daño a su hijo. Pero los hechos del pasado no parecían tener ninguna relación con los hechos del presente. Quinn estaba profundamente desilusionado. Siempre había imaginado que la clave para hacer un buen trabajo como detective era una atenta observación de los detalles. Cuanto más preciso fuera el escrutinio, mejores serían los resultados. La consecuencia era que el comportamiento humano podía comprenderse, que debajo de la infinita fachada de los gestos, los tics y los silencios, había una coherencia, un orden, una motivación. Pero después de esforzarse en asimilar todos aquellos efectos superficiales, Quinn no se sentía más próximo a Stillman que cuando empezó a seguirle. Había vivido la vida de Stillman, caminado a su paso, visto lo que él veía, y la única cosa que percibía ahora era la impenetrabilidad del hombre. En lugar de acortar la distancia que había entre él y Stillman, había visto cómo el viejo se alejaba paulatinamente de él, aunque continuara estando delante de sus ojos.
Sin ser consciente de tener una razón concreta para ello, Quinn buscó una página en blanco del cuaderno rojo y bosquejó un pequeño mapa de la zona por la que se movía Stillman.
Luego, repasando cuidadosamente sus notas, empezó a trazar con su bolígrafo los desplazamientos que Stillman había hecho en un solo día, el primer día en que él había llevado un registro completo de los vagabundeos del anciano. El resultado fue el siguiente:
A Quinn le chocó la forma en que Stillman había bordeado el territorio, sin aventurarse ni una sola vez hacia el centro. El diagrama se parecía un poco a un mapa de un estado imaginario del Medio Oeste. Exceptuando las once manzanas de Broadway al principio y la serie de volutas que representaban el tortuoso recorrido de Stillman en Riverside Park, el dibujo también recordaba un rectángulo. Por otra parte, dada la estructura en cuadrado de las calles de Nueva York, también podía haber sido un cero o la letra «O».
Quinn pasó al día siguiente y decidió ver qué sucedía. Los resultados no fueron en absoluto los mismos.
Este dibujo le hizo pensar en un pájaro, un ave de presa quizá, con las alas extendidas, cerniéndose en el aire. Un momento más tarde esta lectura le pareció demasiado rebuscada. El pájaro se desvaneció y en su fugar vio únicamente dos formas abstractas unidas por el diminuto puente que Stillman había formado al ir hacia el oeste por la calle Ochenta y tres. Quinn se detuvo un momento para reflexionar sobre lo que estaba haciendo. ¿Estaba garabateando bobadas? ¿Estaba desperdiciando la tarde estúpidamente o estaba intentando descubrir algo? Se dio cuenta de que cualquiera de las dos respuestas era inaceptable. Si estaba simplemente matando el tiempo, ¿por qué había elegido una forma tan trabajosa de hacerlo? ¿Estaba tan confuso que ya no tenía el valor de pensar? Por otra parte, si no estaba únicamente entreteniéndose, ¿qué pretendía realmente? Le pareció que estaba buscando una señal. Estaba escudriñando el caos de los movimientos de Stillman en busca de un destello de intencionalidad. Eso implicaba una sola cosa: que continuaba sin creer en la arbitrariedad de los actos de Stillman. Quería que tuvieran un sentido, por muy oscuro que fuese. Esto, en sí mismo, era inaceptable. Porque significaba que Quinn se estaba permitiendo negar los hechos, cosa que, como bien sabía, era lo peor que podía hacer un detective.
No obstante, decidió continuar. No era tarde, aún no eran las once, y la verdad era que no tenía nada que perder. Los resultados del tercer mapa no tenían ningún parecido con los otros dos.
Ya no parecía haber duda de lo que estaba ocurriendo. Si descontaba los rasgos ondulantes del parque, Quinn estaba seguro de que se trataba de la letra «E». Suponiendo que el primer diagrama representara realmente la letra «O», parecía legítimo deducir que las alas de pájaro del segundo formaban la letra «W». Por supuesto, las letras O-W-E formaban una palabra
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, pero Quinn no estaba dispuesto a sacar ninguna conclusión. No había empezado su inventario hasta el quinto día de los paseos de Stillman, y cualquiera sabía la identidad de las primeras cuatro letras. Lamentó no haber empezado antes, ahora que sabía que el misterio de esos cuatro días era irrecuperable. Pero podía compensar lo perdido lanzándose hacia adelante. Llegando hasta el final, tal vez podría intuir el principio.
El diagrama del día siguiente daba una forma que recordaba a la letra «R». Como ocurría con las otras, estaba complicada por numerosas irregularidades, aproximaciones y adornos en el parque. Aferrándose a una apariencia de objetividad, Quinn trató de mirarlo como si no hubiese esperado una letra del alfabeto. Tenía que reconocer que nada era seguro: muy bien podría carecer de significado. Quizá estaba buscando imágenes en las nubes, como hacía de niño. Y, sin embargo, la coincidencia era demasiado llamativa. Si un solo mapa hubiese recordado a una letra, quizá incluso dos, podría haberlo desechado como un capricho del azar. Pero cuatro seguidos era demasiada casualidad.
El día siguiente le dio una asimétrica «O», una rosquilla aplastada por un lado con tres o cuatro líneas serradas saliendo por el otro. Luego vino una limpia «F», con los acostumbrados remolinos rococó a un lado. Después apareció una «B» que tenía el aspecto de dos cajas descuidadamente puestas una sobre la otra con virutas de embalaje asomando por los bordes. Después vino una vacilante «A» que de alguna manera recordaba a una escalera de mano, con peldaños a cada lado. Y finalmente llegó una segunda «B», precariamente inclinada sobre un perverso punto, único, como una pirámide invertida.
Quinn copió las letras en orden: OWEROFBAB. Después de juguetear con ellas durante un cuarto de hora, cambiándolas de posición, separándolas, reordenando las secuencias, volvió al orden original y las escribió de la siguiente manera: OWER OF BAB. La solución parecía tan grotesca que casi se desanimó. Haciendo todas las debidas concesiones al hecho de que le faltaban los primeros cuatro días y de que Stillman no había terminado todavía, la respuesta parecía ineludible: THE TOWER OF BABEL
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Los pensamientos de Quinn volaron momentáneamente a las últimas páginas de
Arthur Gordon Pym
y al descubrimiento de los extraños jeroglíficos de la pared interior de la sima, letras inscritas en la propia tierra, como si trataran de decir algo que ya no podía ser comprendido. Pero, pensándolo mejor, aquello no parecía apropiado. Porque Stillman no había dejado su mensaje en ninguna parte. Cierto, había creado las letras con el movimiento de sus pasos, pero no las había escrito. Era como dibujar una imagen en el aire con el dedo. La imagen se desvanece mientras la estás trazando. No hay ningún resultado, ninguna huella de lo que has hecho.
Y, sin embargo, las imágenes existían; no en las calles donde él las había dibujado, sino en el cuaderno rojo de Quinn. Se preguntó si Stillman se sentaba cada noche en su habitación y trazaba su itinerario del día siguiente o si improvisaba sobre la marcha. Era imposible saberlo. Se preguntó también a qué propósito servia aquella escritura en la mente de Stillman. ¿Era simplemente una especie de nota para sí mismo o quería ser un mensaje para otros? Por lo menos, concluyó Quinn, significaba que Stillman no había olvidado a Henry Dark.
Quinn no quería dejarse dominar por el pánico. En un esfuerzo por contenerse, trató de imaginar las cosas bajo la peor luz posible. Si veía lo peor, quizá no fuese tan malo como pensaba. Lo analizó como sigue. Primero: Stillman estaba tramando realmente algo contra Peter. Respuesta: ésa había sido la premisa en cualquier caso. Segundo: Stillman sabía que le seguirían, sabía que sus movimientos serían registrados, sabía que su mensaje sería descifrado. Respuesta: eso no cambiaba el hecho esencial: que era preciso proteger a Peter. Tercero: Stillman era mucho más peligroso de lo que él había imaginado previamente. Respuesta: eso no significaba que lograra salirse con la suya.