—¿Es un amigo suyo?
Stillman se rió, como si hubiera oído un buen chiste.
—No exactamente —dijo—. Verá, nunca ha existido una persona llamada Henry Dark. Me lo inventé yo. Es una invención.
—No —dijo Quinn, con fingida incredulidad.
—Sí. Es un personaje de un libro que yo escribí una vez. Un personaje de ficción.
—Me resulta dificil de creer.
—Eso le pasó a todo el mundo. Los engañé a todos.
—Asombroso. ¿Y por qué lo hizo?
—Le necesitaba, ¿comprende? En aquella época yo tenía ciertas ideas que eran demasiado peligrosas y polémicas. Así que fingí que venían de otro. Era una forma de protegerme.
—¿Y por qué eligió el nombre de Henry Dark?
—Es un buen nombre, ¿no cree? A mí me gusta mucho. Lleno de misterio y al mismo tiempo muy apropiado. Le iba bien a mi propósito. Y, además, tiene un significado secreto.
—¿La alusión a la oscuridad?
[6]
—No, no. Nada tan evidente. Eran las iniciales, HD. Eso era muy importante.
—¿Por qué?
—¿No quiere adivinarlo?
—Creo que no.
—Oh, inténtelo. Haga tres intentos. Si no acierta, entonces se lo diré.
Quinn hizo una pausa, haciendo todo lo posible por adivinarlo.
—HD —dijo—. ¿Por Henry David? Como en Henry David Thoreau.
—Ni por aproximación.
—¿Qué me dice HD pura y simplemente? Por la poetisa Hilda Doolittle.
—Peor que el primero.
—De acuerdo, un intento más. HD. H… y D… Un momento… ¿Qué me dice de…? Un momento… Ah… Sí, ya lo tengo. H por el filósofo lloroso, Heráclito… y D por el filósofo riente, Demócrito. Heráclito y Demócrito… Los dos polos de la dialéctica.
—Una respuesta muy inteligente.
—¿He acertado?
—No, por supuesto que no. Pero de todas formas es una respuesta muy inteligente.
—No dirá que no lo he intentado.
—No. Por eso voy a recompensarle con la respuesta correcta. Porque lo ha intentado. ¿Está usted listo?
—Estoy listo.
—Las iniciales HD del nombre Henry Dark se refieren a Humpty Dumpty.
—¿Quién?
—Humpty Dumpty. Ya sabe a quién me refiero. El huevo.
—¿Como en «Humpty Dumpty estaba sentado en un muro»?
—Exactamente.
—No entiendo.
—Humpty Dumpty: la más pura representación de la condición humana. Escuche atentamente, señor. ¿Qué es un huevo? Es lo que todavía no ha nacido. Una paradoja, ¿no es cierto? Porque ¿cómo puede Humpty Dumpty estar vivo si no ha nacido? Y, sin embargo, está vivo, no se confunda. Lo sabemos porque puede hablar. Más aún, es un filósofo del lenguaje. «Cuando
yo
uso una palabra, dijo Humpty Dumpty en un tono bastante despectivo, significa exactamente lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos. La cuestión es, dijo Alicia, si
puede
hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. La cuestión es, dijo Humpty Dumpty, quién es el amo, eso es todo.»
—Lewis Carroll.
—
A través del espejo
, capítulo seis.
—Interesante.
—Es más que interesante, señor. Es crucial, escuche atentamente y quizá aprenda algo. En su pequeño discurso a Alicia, Humpty Dumpty bosqueja el futuro de las esperanzas humanas y da la pista para nuestra salvación: convertirnos en los amos de las palabras que decimos, hacer que el lenguaje responda a nuestras necesidades; Humpty Dumpty fue un profeta, un hombre que dijo verdades para las que el mundo no estaba preparado.
—¿Un hombre?
—Disculpe. Un desliz verbal. Quiero decir un huevo. Pero el desliz es instructivo y me ayuda a demostrar mi tesis. Porque todos los hombres son huevos, en cierto modo. Existimos, pero aún no hemos alcanzado la forma que es nuestro destino. Somos puro potencial, un ejemplo de lo por venir. Porque el hombre es un ser caído, lo sabemos por el Génesis. Humpty Dumpty también es un ser caído. Se cae del muro y nadie puede volver a juntar los pedazos; ni el rey, ni sus caballos, ni sus hombres. Pero eso es lo que todos debemos esforzarnos en conseguir. Es nuestro deber como seres humanos: volver a juntar los pedazos del huevo. Porque cada uno de nosotros, señor, es Humpty Dumpty. Y ayudarle a él es ayudarnos a nosotros mismos.
—Un argumento convincente.
—Es imposible encontrarle un fallo.
—Ninguna grieta en el huevo.
—Exactamente.
—Y, al mismo tiempo, el origen de Henry Dark.
—Sí. Pero hay algo más. Otro huevo, de hecho.
—¿Hay más de uno?
—Cielo santo, si. Hay millones. Pero en el que estoy pensando es especialmente famoso. Probablemente es el huevo más célebre de todos.
—Estoy empezando a perderme.
—Estoy hablando del huevo de Colón.
—Ah, sí. Por supuesto.
—¿Conoce la historia?
—Todo el mundo la conoce.
—Es encantadora, ¿no? Enfrentado al problema de cómo conseguir que un huevo se mantuviera derecho, sencillamente dio un ligero golpecito en su base, cascando la cáscara justo lo suficiente para crear un punto plano que sostuviera al huevo cuando él retirase la mano.
—Y dio resultado.
—Por supuesto. Colón era un genio. Buscaba el paraíso y descubrió el Nuevo Mundo. Todavía no es demasiado tarde para que se convierta en el paraíso.
—Efectivamente.
—Reconozco que las cosas no han salido demasiado bien hasta ahora. Pero aún hay esperanza. Los americanos nunca han perdido su deseo de descubrir nuevos mundos. ¿Recuerda usted lo que sucedió en 1969?
—Recuerdo muchas cosas. ¿A qué se refiere?
—Los hombres caminaron por la luna. Piense en eso, mi querido señor. ¡Los hombres caminaron por la luna!
—Sí, lo recuerdo. Según el presidente, fue el acontecimiento más importante desde la creación.
—Tenía razón. Es la única cosa inteligente que dijo ese hombre. ¿Y qué aspecto supone usted que tiene la luna?
—No tengo ni idea.
—Vamos, vamos, piense.
—Oh, sí. Ya veo lo que quiere decir.
—Concedido. La semejanza no es perfecta. Pero es verdad que en ciertas fases, especialmente en una noche clara, la luna se parece mucho a un huevo.
—Sí. Mucho.
En ese momento apareció una camarera con el desayuno de Stillman y lo puso en la mesa delante de él. El viejo miró la comida con voracidad. Levantando educadamente un cuchillo con la mano derecha, rompió la cáscara de su huevo pasado por agua y dijo:
—Como puede ver, señor, no dejo ninguna piedra por levantar.
El tercer encuentro tuvo lugar ese mismo día. La tarde estaba muy avanzada: la luz como una gasa sobre los ladrillos y las hojas, las sombras alargándose. Una vez más, Stillman se retiró al Riverside Park, esta vez a un extremo, deteniéndose a descansar en una roca llena de protuberancias a la altura de la calle Ochenta y cuatro conocida como Mount Tom. En ese mismo lugar, en los veranos de 1843 y 1844, Edgar Allan Poe había pasado muchas y largas horas mirando al Hudson. Quinn lo sabia porque se había encargado de saber esas cosas. Él también se había sentado allí a menudo.
Ya apenas temía hacer lo que tenía que hacer. Dio dos o tres vueltas a la roca, pero no consiguió atraer la atención de Stillman. Luego se sentó al lado del anciano y le saludó. Increíblemente, Stillman no le reconoció. Era la tercera vez que Quinn se presentaba y cada vez era como si fuese otra persona. No podía estar seguro de si aquello era una buena o una mala señal. Si Stillman estaba fingiendo, era un actor como no había otro en el mundo. Porque cada vez que Quinn aparecía, lo hacía por sorpresa. Y sin embargo Stillman ni siquiera parpadeaba. Por otra parte, si Stillman realmente no le reconocía, ¿qué significaba eso? ¿Era posible que alguien fuese tan insensible a lo que veía?
El viejo le preguntó quién era.
—Me llamo Peter Stillman —dijo Quinn.
—Ese es mi nombre —contestó Stillman—. Yo soy Peter Stillman.
—Yo soy el otro Peter Stillman —dijo Quinn.
—Oh. Quiere usted decir mi hijo. Sí, es posible. Se parece mucho a él. Por supuesto, Peter es rubio y usted es oscuro. No Henry Dark, sino oscuro de pelo. Pero la gente cambia, ¿no? Ahora somos una cosa y luego otra.
—Exactamente.
—He pensado en ti a menudo, Peter. Muchas veces me he dicho para mis adentros: ¿Cómo le irá a Peter?
—Estoy mucho mejor ya, gracias.
—Me alegra oírlo. Alguien me dijo una vez que habías muerto. Me puse muy triste.
—No, me he recuperado por completo.
—Ya lo veo. Estás como una rosa. Y además hablas muy bien.
—Ahora todas las palabras están disponibles para mí. Incluso aquellas que a la mayoría de la gente les resultan difíciles. Yo puedo decirlas todas.
—Estoy orgulloso de ti, Peter.
—Todo te lo debo a ti.
—Los niños son una bendición. Siempre lo he dicho. Una bendición incomparable.
—Estoy seguro.
—En cuanto a mí, tengo días buenos y días malos. Cuando vienen los días malos, pienso en los que fueron buenos. La memoria es una gran bendición, Peter. Lo mejor después de la muerte.
—Sin ninguna duda.
—Por supuesto, también tenemos que vivir en el presente. Por ejemplo, yo estoy actualmente en Nueva York. Mañana podría estar en cualquier otro sitio. Viajo mucho, ¿sabes? Hoy aquí, mañana quién sabe dónde. Es parte de mi trabajo.
—Debe ser estimulante.
—Sí, estoy muy estimulado. Mi mente nunca descansa.
—Me alegra saberlo.
—Los años pesan mucho, es verdad. Pero tenemos tanto que agradecer. El paso del tiempo nos envejece, pero también nos da el día y la noche. Y cuando morimos, siempre hay alguien que ocupa nuestro lugar.
—Todos envejecemos.
—Cuando seas viejo, quizá tengas un hijo que te consuele.
—Me gustaría.
—Entonces serías tan afortunado como yo. Recuerda, Peter, los niños son una gran bendición.
—No lo olvidaré.
—Y recuerda también que no debes poner todos tus huevos en la misma cesta. A la inversa, no debes contar los huevos antes de que estén puestos.
—No. Intento aceptar las cosas como vienen.
—Por último, no digas nunca algo que sepas en el fondo de tu corazón que no es verdad.
—No lo haré.
—Mentir es una mala cosa. Hace que lamentes haber nacido. Y no haber nacido es una maldición. Estás condenado a vivir fuera del tiempo. Y cuando vives fuera del tiempo no hay día y noche. Ni siquiera tienes la oportunidad de morirte.
—Comprendo.
—Una mentira nunca puede deshacerse. Ni siquiera la verdad es suficiente. Yo soy padre y sé estas cosas. Recuerda lo que le sucedió al padre de nuestro país. Taló el cerezo y luego le dijo a su padre: «No puedo decir una mentira.» Poco después tiró la moneda al otro lado del río. Estas dos historias son sucesos cruciales en la historia americana. George Washington taló el árbol y luego tiró el dinero. ¿Lo entiendes? Nos estaba diciendo una verdad esencial. Es decir, que el dinero no crece en los árboles. Esto es lo que hace grande a nuestro país, Peter. Ahora la imagen de George Washington está en todos los billetes de dólar. En todo esto hay una importante lección que aprender.
—Estoy de acuerdo.
—Por supuesto, es una lástima que el árbol fuese cortado. Ese árbol era el Árbol de la Vida y nos habría hecho inmunes a la muerte. Ahora le damos la bienvenida a la muerte con los brazos abiertos, especialmente cuando somos viejos. Pero el padre de nuestro país sabía cuál era su deber. No podía hacer otra cosa. Ese es el significado de la frase: «La vida es un cuenco de cerezas.» Si el árbol hubiera quedado en pie, habríamos tenido vida eterna.
—Sí, entiendo lo que quieres decir.
—Tengo muchas ideas como ésa en la cabeza. Mi mente no descansa nunca. Tú siempre fuiste un chico listo, Peter, y me alegro de que comprendas.
—Te sigo perfectamente.
—Un padre siempre debe enseñar a su hijo las lecciones que ha aprendido. De esa manera el conocimiento pasa de generación en generación y nos volvemos sabios.
—No olvidaré lo que me has dicho.
—Ahora podré morir feliz, Peter.
—Me alegro.
—Pero no debes olvidar nada.
—No lo olvidaré, padre. Te lo prometo.
A la mañana siguiente Quinn estaba delante del hotel a la hora de costumbre. Finalmente el tiempo había cambiado. Después de dos semanas de cielos resplandecientes, ese día lloviznaba sobre Nueva York y las calles se llenaban de los sonidos de los neumáticos mojados al pasar. Quinn estuvo sentado en el banco durante una hora, protegiéndose con un paraguas negro y pensando que Stillman aparecería en cualquier momento. Se tomó despacio su bollo y su café, leyó la crónica del partido que los Mets habían perdido el domingo, y el viejo seguía sin dar señales de vida. Paciencia, se dijo, y la emprendió con el resto del periódico. Pasaron cuarenta minutos. Llegó a la sección de economía y estaba a punto de leer un análisis sobre una fusión de empresas cuando la lluvia arreció repentinamente. De mala gana se levantó del banco y se refugió en un portal en la acera de enfrente del hotel. Permaneció allí de pie con los zapatos mojados durante hora y media. Se preguntó si Stillman estaría enfermo. Trató de imaginarle tumbado en su cama, sudando a causa de la fiebre. Quizá el viejo había muerto durante la noche y todavía no habían descubierto su cadáver. Esas cosas pasan, se dijo.
Aquél tenía que haber sido el día crucial y Quinn había hecho complicados y meticulosos planes. Ahora sus cálculos no servían para nada. Le perturbaba no haber tenido en cuenta esta contingencia.
Sin embargo, titubeaba. Se quedó allí bajo su paraguas, observando cómo la lluvia resbalaba por la tela y caía en pequeñas gotas. A las once había empezado a formular una decisión. Media hora más tarde cruzó la calle, caminó cuarenta pasos por la acera y entró en el hotel de Stillman. El lugar apestaba a repelente de cucarachas y a colillas. Algunos de los huéspedes, que no tenían adónde ir bajo la lluvia, estaban sentados en el vestíbulo, despatarrados en las sillas de plástico naranja. El lugar parecía un infierno de pensamientos rancios.
Detrás del mostrador de recepción había un negro grande sentado con las mangas arremangadas. Tenía un codo sobre el mostrador y la cabeza apoyada en la mano abierta. Con la otra mano pasaba las páginas de un tabloide, casi sin detenerse a leer las palabras. Parecía tan aburrido como si hubiera estado allí toda su vida.