La trilogía de Nueva York (13 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

BOOK: La trilogía de Nueva York
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—Quisiera dejar un mensaje para uno de sus huéspedes —dijo Quinn.

El hombre levantó la cabeza despacio, como si deseara que Quinn desapareciese.

—Quisiera dejar un mensaje para uno de sus huéspedes —repitió Quinn.

—Aquí no tenemos huéspedes —dijo el hombre—. Les llamamos residentes.

—Para uno de sus residentes, entonces. Me gustaría dejarle un mensaje.

—¿Y de quién se trata exactamente, hermano?

—Stillman. Peter Stillman.

El hombre fingió pensar por un momento y luego negó con la cabeza.

—No. No recuerdo a nadie con ese nombre.

—¿No tienen ustedes un registro?

—Sí, tenemos un libro. Pero está en la caja fuerte.

—¿La caja fuerte? ¿De qué está usted hablando?

—Estoy hablando del libro, hermano. Al jefe le gusta guardarlo en la caja fuerte.

—Supongo que no sabe usted la combinación.

—Lo siento. El jefe es el único que la sabe.

Quinn suspiró, metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de cinco dólares. Lo puso sobre el mostrador de golpe y mantuvo la mano sobre él.

—Supongo que no tendrá usted una copia del libro, ¿verdad? —pregunto.

—Puede —dijo el hombre—, tendré que mirar en mi despacho.

El hombre levantó el periódico, abierto sobre el mostrador. Debajo estaba el registro.

—Qué suerte —dijo Quinn, levantando la mano del dinero.

—Sí, supongo que hoy es mi día —contestó el hombre, haciendo resbalar el billete sobre la superficie del mostrador, cogiéndolo rápidamente cuando llegó al borde y metiéndoselo en el bolsillo—. ¿Cómo ha dicho que se llamaba su amigo?

—Stillman. Un viejo con el pelo blanco.

—¿El caballero del abrigo?

—Eso es.

—Le llamamos el profesor.

—Ese es. ¿Tiene usted el número de la habitación? Se registró hará unas dos semanas.

El empleado abrió el registro, volvió las páginas y pasó el dedo a lo largo de una columna de nombres y números.

—Stillman —dijo—. Habitación trescientos tres. Ya no está aquí.

—¿Cómo?

—Se ha marchado.

—¿Qué está usted diciendo?

—Escuche, hermano, le estoy diciendo lo que pone aquí. Stillman se marchó anoche. Se fue.

—Eso es lo más absurdo que he oído nunca.

—Me da igual lo que sea. Está aquí escrito.

—¿Dejó alguna dirección?

—¿Está usted de coña?

—¿A qué hora se marchó?

—Tendrá usted que preguntárselo a Louie, el tío que está de noche. Entra a las ocho.

—¿Puedo ver la habitación?

—Lo siento. La he alquilado yo mismo esta mañana. El tipo está allí durmiendo.

—¿Qué aspecto tenía?

—Hace usted demasiadas preguntas por cinco pavos.

—Olvídelo —dijo Quinn, agitando la mano con desesperación—. No importa.

Volvió andando a su apartamento bajo un aguacero y llegó empapado a pesar del paraguas. Vaya con las funciones, se dijo. Vaya con el significado de las palabras. Tiró el paraguas al suelo del cuarto de estar, enojado. Luego se quitó la chaqueta y la arrojó contra la pared. El agua salpicó en todas direcciones.

Llamó a Virginia Stillman, demasiado avergonzado para pensar en hacer otra cosa. En el mismo momento en que ella contestó, él estuvo a punto de colgar el teléfono.

—Le he perdido —dijo.

—¿Está seguro?

—Dejó su habitación anoche. No sé dónde está.

—Estoy asustada, Paul.

—¿Les ha llamado?

—No lo sé. Creo que sí, pero no estoy segura.

—¿Qué quiere decir eso?

—Peter ha contestado el teléfono esta mañana mientras yo estaba bañándome. No quiere decirme quién era. Se ha metido en su habitación, ha cerrado las persianas y se niega a hablar.

—Pero ya ha hecho eso otras veces.

—Sí. Por eso no estoy segura. Pero hacía mucho tiempo que no ocurría.

—Da mala espina.

—Por eso estoy asustada.

—No se preocupe. Tengo unas cuantas ideas. Me pondré a trabajar ahora mismo.

—¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?

—Yo la llamaré cada dos horas, esté donde esté.

—¿Me lo promete?

—Sí, se lo prometo.

—Tengo tanto miedo, no puedo soportarlo.

—Es culpa mía. He cometido un estúpido error, lo siento.

—No, yo no le culpo. Nadie puede vigilar a una persona venticuatro horas al día. Es imposible. Tendría usted que estar dentro de su pellejo.

—Ése es el problema. Creí que lo estaba.

—Todavía no es demasiado tarde, ¿verdad?

—No. Todavía tenemos mucho tiempo. No quiero que se preocupe.

—Intentaré no preocuparme.

—Bien. La llamaré.

—¿Cada dos horas?

—Cada dos horas.

Había llevado la conversación muy bien. A pesar de todo, había conseguido calmar a Virginia Stillman. Le resultaba difícil de creer, pero ella parecía seguir confiando en él. Aunque eso no le serviría de nada. Porque lo cierto era que le había mentido. No tenía varias ideas. No tenía ni siquiera una.

10

Stillman había desaparecido. El viejo era ahora parte de la ciudad. Era una mota, un signo de puntuación, un ladrillo en un interminable muro de ladrillos. Quinn podría pasear por las calles todos los días durante el resto de su vida y no encontrarle nunca. Todo había quedado reducido al azar, una pesadilla de números y probabilidades. No había ninguna pista, ningún indicio, ningún paso que dar.

Quinn retrocedió mentalmente al comienzo del caso. Su trabajo consistía en proteger a Peter, no en seguir a Stillman. Eso había sido simplemente un método, una forma de tratar de predecir lo que sucedería. La teoría era que observando a Stillman se enteraría de cuáles eran sus intenciones respecto a Peter. Había seguido al anciano durante dos semanas. ¿A qué conclusiones podía llegar? A no muchas. El comportamiento de Stillman había sido demasiado confuso para dar ninguna indicación.

Había, por supuesto, ciertas medidas extremas que podían tomarse. Podría sugerirle a Virginia Stillman que pidiera un número de teléfono que no apareciese en la guía. Eso eliminaría las perturbadoras llamadas, por lo menos temporalmente. Si eso fallaba, ella y Peter podrían mudarse. Podrían dejar el barrio, quizá incluso la ciudad. En el peor de los casos, podrían adoptar una nueva identidad, vivir bajo un nombre falso.

Este último pensamiento le recordó algo importante. Se dio cuenta de que hasta entonces nunca se había planteado seriamente las circunstancias de su contratación. Las cosas habían sucedido demasiado rápidamente, y él había dado por sentado que sustituiría a Paul Auster. Una vez dado el salto de adoptar ese nombre, había dejado de pensar en el propio Auster. Si ese hombre era tan buen detective como pensaban los Stillman, quizá podría ayudarle con el caso. Quinn se lo confesaría todo, Auster le perdonaría, y juntos trabajarían para salvar a Peter Stillman.

Buscó en las páginas amarillas la Agencia de Detectives Auster. No aparecía en la lista. En las páginas blancas, sin embargo, encontró el nombre. Había un Paul Auster en Manhattan, vivía en Riverside Drive, no lejos de la casa de Quinn. No había ninguna mención a una agencia de detectives, pero eso no necesariamente significaba algo. Podría ser que Auster tuviese tanto trabajo que no necesitara anunciarse. Quinn cogió el teléfono y estaba a punto de marcar cuando se lo pensó mejor. Era una conversación demasiado importante como para tenerla por teléfono. No debía correr el riesgo de que le colgase. Si Auster no tenía oficina, trabajaba en casa; iría allí y hablaría con él cara a cara.

La lluvia había cesado y aunque el cielo seguía estando gris, Quinn pudo ver a lo lejos, hacia el oeste, un diminuto rayo de luz atravesando las nubes. Mientras caminaba por Riverside Drive, tomó conciencia de que ya no estaba siguiendo a Stillman. Tuvo la sensación de que había perdido la mitad de si mismo. Durante dos semanas había estado atado al viejo por un hilo invisible. Todo lo que hacía Stillman, lo hacía él; a donde iba Stillman, iba él. Su cuerpo no estaba acostumbrado a aquella nueva libertad y durante las primeras manzanas anduvo arrastrando los pies. Aquel trabajo había terminado, pero su cuerpo no lo sabía aún.

El edificio de Auster estaba a la mitad de la larga manzana entre la Ciento dieciséis y la Ciento diecinueve, justo al sur de la iglesia de Riverside y la tumba de Grant. Era un lugar bien cuidado, con picaportes brillantes y cristales limpios, y tenía un aire de sobriedad burguesa que en ese momento atrajo a Quinn. El piso de Auster estaba en la undécima planta y Quinn llamó al timbre del portero automático, esperando oír una voz que le hablara por el interfono. Pero le contestó el zumbido de la puerta sin mediar conversación. Quinn empujó y abrió, cruzó el portal y subió en el ascensor a la undécima planta.

Fue un hombre quien le abrió la puerta del piso. Era un individuo alto y moreno, de treinta y tantos años, con la ropa arrugada y barba de dos días. En la mano derecha, sujeta entre el pulgar y los primeros dos dedos, sostenía una pluma estilográfica destapada, aún en la posición de escribir. El hombre pareció sorprenderse al encontrar a un desconocido frente a él.

—¿Sí? —preguntó dubitativo.

Quinn habló en el tono más cortés que pudo.

—¿Esperaba usted a otra persona?

—A mi mujer. Por eso he abierto la puerta sin preguntar quién era.

—Lamento molestarle —se disculpó Quínn—. Pero busco a Paul Auster.

—Yo soy Paul Auster —dijo el hombre.

—Me pregunto si podría hablar con usted. Es muy importante.

—Primero tendrá que decirme de qué se trata.

—Yo mismo apenas lo sé. —Quinn le dirigió a Auster una mirada sincera—. Es complicado, me temo. Muy complicado.

—¿Tiene usted nombre?

—Perdone, por supuesto. Quinn.

—Quinn ¿qué?

—Daniel Quinn.

El nombre pareció sugerirle algo a Auster y calló durante un momento, abstraído, como buscando en su memoria.

—Quinn —murmuró para sí—. Conozco ese nombre de algo.

—Se quedó callado de nuevo, esforzándose por encontrar la respuesta—. No será usted poeta, ¿verdad?

—Lo fui —dijo Quinn—. Pero hace mucho tiempo que no escribo poemas.

—Publicó usted un libro hace varios años, ¿no? Creo que el título era
Asunto inacabado
. Un librito con tapas azules.

—Sí. Ese era yo.

—Me gustó mucho. Esperaba encontrar alguna otra obra suya. De hecho, incluso me pregunté qué le habría sucedido.

—Sigo aquí. Más o menos.

Auster abrió la puerta del todo y le hizo un gesto a Quinn para que entrase. El piso era bastante agradable, y tenía una forma extraña, varios pasillos largos, libros amontonados por todas partes, cuadros en las paredes de artistas que Quinn no conocía y algunos juguetes infantiles tirados por el suelo: un camión rojo, un oso marrón y un monstruo espacial verde. Auster le llevó al cuarto de estar, le ofreció una silla con la tapicería gastada y luego se fue a la cocina para traer unas cervezas. Regresó con dos botellas, las puso sobre un cajón de madera que hacía las veces de mesa baja y se sentó en el sofá enfrente de Quinn.

—¿Era de algún tema literario de lo que quería usted hablarme? —comenzó Auster.

—No —dijo Quinn—. Ojalá. Pero esto no tiene nada que ver con la literatura.

—¿Con qué, entonces?

Quinn hizo una pausa, miró a su alrededor sin ver nada y trató de comenzar.

—Tengo la sensación de que hay un terrible error. Yo he venido aquí buscando a Paul Auster, el detective privado.

—¿El qué?

Auster se rió y con aquella risa todo estalló en pedazos de repente. Quinn se dio cuenta de que estaba diciendo tonterías. Lo mismo podía haber preguntado por el jefe Toro Sentado, el efecto no habría sido diferente.

—El detective privado —repitió en voz baja.

—Me temo que ha encontrado usted al Paul Auster equivocado.

—Usted es el único que viene en la guía.

—Puede ser —dijo Auster—. Pero yo no soy detective.

—¿Quién es usted entonces? ¿A qué se dedica?

—Soy escritor.

—¿Escritor? —Quinn pronunció la palabra como si fuese un lamento.

—Lo siento —dijo Auster—. Pero eso es lo que soy.

—Si eso es cierto, entonces no hay esperanza. Todo el asunto es un mal sueño.

—No tengo ni idea de lo que está usted hablando.

Quinn se lo contó. Empezó por el principio y le contó la historia entera, paso a paso. La presión había ido acumulándose dentro de él desde la desaparición de Stillman aquella mañana y ahora salió como un torrente de palabras. Le habló de las llamadas telefónicas preguntando por Paul Auster, de su inexplicable aceptación del caso, de su entrevista con Peter Stillman, de su conversación con Virginia Stillman, de su lectura del libro de Stillman, de su seguimiento de Stillman desde la estación Grand Central, de los vagabundeos diarios de Stillman, de la bolsa y de los objetos rotos, de los inquietantes mapas que formaban letras del alfabeto, de sus conversaciones con Stillman, de la desaparición de Stillman del hotel. Cuando llegó al final, preguntó:

—¿Cree usted que estoy loco?

—No —dijo Auster, que había escuchado atentamente el monólogo de Quinn—. Yo en su lugar probablemente habría hecho lo mismo.

Estas palabras fueron un gran alivio para Quinn, como si, al fin, la carga ya no fuera únicamente suya. Sintió ganas de abrazar a Auster y declararle amistad eterna.

—No me lo estoy inventando —dijo Quinn—. Incluso tengo pruebas. —Sacó su cartera y de ella el cheque de quinientos dólares que Virginia Stillman le había extendido dos semanas antes. Se lo tendió a Auster—. Como ve, está a su nombre.

Auster examinó el cheque cuidadosamente y asintió.

—Parece un cheque perfectamente normal.

—Bien, es suyo —dijo Quinn—. Quiero que se lo quede.

—No me sería posible aceptarlo.

—A mí no me sirve de nada. —Quinn miró a su alrededor e hizo un gesto vago—. Cómprese más libros. O algunos juguetes para su hijo.

—Es dinero que se ha ganado usted. Merece quedárselo. —Auster hizo una pausa—. Hay algo que puedo hacer por usted. Puesto que el cheque está a mi nombre, lo cobraré para usted. Lo llevaré a mi banco mañana por la mañana, lo ingresaré en cuenta y le daré el dinero cuando lo cobre.

Quinn no dijo nada.

—¿De acuerdo? —preguntó Auster.

—De acuerdo —dijo Quinn al fin—. Veremos qué pasa.

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