Así pasaron los días. Stillman no aparecía. Al final Quinn se quedó sin dinero. Al principio intentó prevenirse para ese momento y en los últimos días reservaba sus fondos con maniática precisión. No gastaba ni un céntimo sin valorar primero la necesidad de lo que creía necesitar, sin sopesar primero todas las consecuencias, los pros y los contras. Pero ni siquiera las más severas economías pudieron detener la llegada de lo inevitable.
Hacia mediados de agosto Quinn descubrió que ya no podía resistir más. El autor ha confirmado esta fecha por medio de diligentes investigaciones. Es posible, sin embargo, que este momento se produjera a finales de julio o a principios de septiembre, ya que toda investigación de esta clase debe contemplar cierto margen de error. Pero, según su leal entender, habiendo considerado las pruebas cuidadosamente y examinado todas las aparentes contradicciones, el autor sitúa los siguientes sucesos en agosto, en algún momento entre el doce y el veinticinco de ese mes.
Quinn no tenía ya casi nada, unas cuantas monedas que no llegaban a un dólar. Estaba seguro de que habría recibido dinero durante su ausencia. Era simplemente cuestión de retirar los cheques de su apartado de correos, llevarlos al banco y cobrarlos. Si todo iba bien, podría estar de vuelta en la Sesenta y nueve Este al cabo de pocas horas. Nunca sabremos los tormentos que sufrió por tener que dejar su puesto.
No tenía suficiente dinero para coger el autobús. Por primera vez en muchas semanas, echó a andar. Era extraño estar de nuevo en marcha, moviéndose constantemente de un sitio a otro, balanceando los brazos hacia detrás y hacia adelante, notando el pavimento bajo las suelas de sus zapatos. Y sin embargo allí estaba, caminando hacia el oeste por la calle Sesenta, torciendo a la derecha al llegar a Madison Avenue y comenzando su andadura hacia el norte. Notaba las piernas débiles y le parecía que tenía la cabeza llena de aire. Debía detenerse de vez en cuando para coger aliento y una vez, a punto de caerse, tuvo que agarrarse a una farola. Descubrió que las cosas iban mejor si levantaba los pies lo menos posible, avanzando despacio y arrastrando los pies. De esta manera podía reservar sus fuerzas para las esquinas, donde tenía que equilibrarse cuidadosamente antes de bajar y subir el bordillo.
En la calle Ochenta y cuatro se detuvo momentáneamente delante de una tienda. Había un espejo en la fachada y, por primera vez desde que había comenzado su vigilia, Quinn se vio. No era que hubiese temido enfrentarse a su imagen. Sencillamente, no se le había ocurrido. Había estado demasiado ocupado con su trabajo para pensar en sí mismo y era como si la cuestión de su aspecto hubiera dejado de existir. Ahora, mientras se miraba en el espejo de la tienda, no se sintió espantado ni decepcionado. No sintió nada al respecto, porque lo cierto es que no se reconoció en la persona que veía allí. Pensó que había visto a un desconocido en el espejo y en ese primer momento dio media vuelta rápidamente para ver quién era. Pero no había nadie cerca de él. Entonces se volvió otra vez para examinar el espejo más atentamente. Rasgo por rasgo, estudió la cara que tenía delante y lentamente empezó a advertir que aquella persona tenía cierto parecido con el hombre que siempre había sido él. Sí, parecía más que probable que aquél fuese Quinn. Sin embargo, ni siquiera entonces se disgustó. La transformación en su aspecto había sido tan drástica que no pudo evitar sentirse fascinado por ella. Se había convertido en un vagabundo. Su ropa estaba descolorida, desmadejada, corrompida por la suciedad. Tenía la cara cubierta de una espesa barba negra con diminutas manchas blancas. Llevaba el pelo largo y enmarañado, en mechones enredados detrás de las orejas y cayendo en rizos casi hasta los hombros. Más que nada, se recordó a Robinson Crusoe, y se maravilló de lo rápidamente que se habían producido aquellos cambios. Había sido únicamente cuestión de meses, y en ese tiempo se había convertido en otra persona. Trató de acordarse de cómo era antes, pero le resultó difícil. Miró a aquel nuevo Quinn y se encogió de hombros. En realidad, no importaba. Antes era una cosa y ahora era otra. Ni mejor ni peor. Era diferente, nada mas.
Continuó andando varias manzanas más, luego torció a la izquierda, cruzó la Quinta Avenida y siguió a lo largo de la tapia de Central Park. En la calle Noventa y seis entró en el parque y se alegró de encontrarse entre la hierba y los árboles. Lo avanzado del verano había secado buena parte del verdor y el suelo estaba salpicado de parches marrones y polvorientos. Pero los árboles seguían llenos de hojas y por todas partes había un centelleo de luz y sombra que a Quinn le pareció milagroso y bellísimo. Era por la mañana y faltaban varias horas para el intenso calor de la tarde.
En medio del parque le venció una urgente necesidad de descansar. Allí no había calles, no había manzanas que marcaran las etapas de su camino y de pronto le pareció que llevaba horas andando. Tuvo la sensación de que llegar al otro lado del parque le costaría un día o dos de obstinado caminar. Siguió unos minutos más, pero al fin sus piernas cedieron. Había un roble no lejos de donde estaba y Quinn se dirigió a él, tambaleándose como un borracho camino de su cama después de toda una noche de juerga. Utilizando el cuaderno rojo como almohada, se tumbó en un montículo herboso en el lado norte del árbol y se quedó dormido. Era el primer sueño ininterrumpido que se permitía en meses, y no se despertó hasta la mañana del día siguiente.
Su reloj marcaba las nueve y media y se encogió al pensar en el tiempo que había perdido. Se levantó y echó a correr a medio galope en dirección Oeste, asombrado de haber recuperado sus fuerzas, pero maldiciéndose por las horas que había desperdiciado en ello. No tenía consuelo. Hiciera lo que hiciera ahora, le parecía que siempre llegaría demasiado tarde. Podría correr cien años y seguiría llegando justo cuando las puertas se cerraban.
Salió del parque en la calle Noventa y seis y siguió hacia el oeste. En la esquina de la Columbus Avenue vio una cabina telefónica, lo cual le recordó repentinamente a Auster y el cheque de quinientos dólares. Tal vez podría ahorrar tiempo recogiendo el dinero ahora. Podría ir directamente a casa de Auster, meterse el dinero en el bolsillo y evitarse el viaje a la oficina de correos y el banco. Pero ¿tendría Auster el dinero a mano? Si no, quizá podrían quedar en el banco de Auster.
Quinn entró en la cabina, rebuscó en su bolsillo y sacó el dinero que le quedaba: dos monedas de diez centavos, una de veinticinco y ocho peniques. Llamó a información para pedir el número, recuperó su moneda de diez en la cajita de devolución, volvió a depositarla y marcó. Auster cogió el teléfono al tercer timbrazo.
—Soy Quinn —dijo.
Oyó un gruñido al otro lado.
—¿Dónde diablos se ha metido? —Había irritación en la voz de Auster—. Le he llamado mil veces.
—He estado ocupado. Trabajando en el caso.
—¿El caso?
—El caso. El caso Stillman. ¿Recuerda?
—Claro que recuerdo.
—Por eso le llamo. Quiero ir a buscar el dinero ahora. Los quinientos dólares.
—¿Qué dinero?
—El cheque, ¿se acuerda? El cheque que le di. El que estaba a nombre de Paul Auster.
—Por supuesto que me acuerdo. Pero no hay dinero. Por eso he estado intentando hablar con usted.
—No tenía ningún derecho a gastárselo —gritó Quinn, repentinamente fuera de sí—. Ese dinero me pertenecía.
—No me lo he gastado. Me devolvieron el cheque.
—No le creo.
—Puede usted venir aquí y ver la carta del banco, si quiere. La tengo encima de la mesa. Era un cheque sin fondos.
—Eso es absurdo.
—Sí, lo es. Pero ya no importa, ¿verdad?
—Claro que importa. Necesito el dinero para continuar con el caso.
—Pero si ya no hay caso. Todo ha terminado.
—¿De qué está usted hablando?
—De lo mismo que usted. Del caso Stillman.
—Pero ¿qué quiere usted decir con lo de que ha terminado? Yo sigo trabajando en él.
—No puedo creerlo.
—No sea tan condenadamente misterioso. No tengo ni la menor idea de qué me está usted hablando.
—No puedo creer que no lo sepa. ¿Dónde diablos ha estado usted? ¿No lee los periódicos?
—¿Los periódicos? Maldita sea, diga lo que tenga que decir. Yo no tengo tiempo de leer los periódicos.
Hubo un silencio al otro lado de la línea y por un momento Quinn pensó que la conversación había terminado, que de alguna manera se había quedado dormido y acababa de despertarse con el teléfono en la mano.
—Stillman se tiró del puente de Brooklyn —dijo Auster—. Se suicidó hace dos meses y medio.
—Está usted mintiendo.
—Apareció en todos los periódicos. Puede usted comprobarlo.
Quinn no dijo nada.
—Era su Stillman —continuó Auster—. El que había sido catedrático de la Columbia. Dicen que murió en el aire antes de llegar al agua.
—¿Y Peter? ¿Qué hay de Peter?
—No tengo ni idea.
—¿Lo sabe alguien?
—Imposible saberlo. Tendrá que averiguarlo usted mismo.
—Sí, supongo que si —dijo Quinn.
Luego, sin despedirse de Auster, colgó. Cogió la otra moneda de diez centavos y la utilizó para llamar a Virginia Stillman. Todavía se sabía el número de memoria.
Una voz mecánica le repitió el número y le comunicó que había sido desconectado. La voz repitió el mensaje y luego la línea se cortó.
Quinn no estaba seguro de lo que sentía. En aquellos primeros momentos fue como si no sintiera nada, como si todo aquello no tuviera el menor sentido. Decidió posponer el pensar en ello. Ya habría tiempo para eso más tarde. Por ahora, lo único que parecía importar era irse a casa. Regresar a su apartamento, quitarse la ropa y darse un baño caliente. Luego hojearía las revistas nuevas, pondría algún disco, limpiaría un poco la casa. Entonces, quizá, empezaría a pensar en ello.
Volvió a la calle Ciento siete. Las llaves de su casa seguían en su bolsillo y mientras abría la puerta del portal y subía los tres tramos de escalera hasta su piso, se sintió casi feliz. Pero entonces entró en el apartamento y se acabó toda su alegría.
Todo había cambiado. Parecía un lugar totalmente distinto y Quinn pensó que tal vez había entrado en otro apartamento por equivocación. Volvió al vestíbulo y comprobó el número de la puerta. No, no se había equivocado. Era su apartamento; era su llave la que había abierto la puerta. Volvió a entrar y evaluó la situación. Habían cambiado de sitio los muebles. Donde antes había una mesa ahora había una silla. Donde antes se hallaba el sofá ahora había una mesa. Había cuadros nuevos en las paredes, una alfombra nueva en el suelo. ¿Y su mesa? La buscó pero no pudo encontrarla. Estudió los muebles más atentamente y vio que no eran los suyos. Se habían llevado los muebles que tenía la última vez que estuvo en el apartamento. Su mesa había desaparecido, sus libros habían desaparecido, los dibujos de su hijo muerto habían desaparecido. Pasó del cuarto de estar al dormitorio. Su cama había desaparecido, su cómoda había desaparecido. Abrió el cajón superior de la cómoda que estaba allí. Había ropa interior de mujer entremezclada en montones: panties, sujetadores, braguitas. El cajón siguiente contenía jerséis de mujer. Quinn no siguió investigando. En una mesa cerca de la cama había una fotografía enmarcada de un hombre joven, rubio y con la cara carnosa. Otra fotografía mostraba al mismo joven sonriente, de pie en la nieve, rodeando con el brazo a una chica de aspecto corriente. Ella también sonreía. Detrás de ellos había una pendiente, un hombre con dos esquís al hombro y el cielo azul invernal.
Quinn volvió al cuarto de estar y se sentó en un sillón. Vio en un cenicero un cigarrillo a medio fumar manchado de barra de labios. Lo encendió y se lo fumó. Luego entró en la cocina, abrió la nevera y encontró un poco de zumo de naranja y una barra de pan. Se bebió el zumo, se comió tres rebanadas de pan y luego regresó al cuarto de estar, donde volvió a sentarse en el sillón. Quince minutos más tarde, oyó pasos que subían la escalera, un repiqueteo de llaves fuera de la puerta y la chica de la fotografía que entraba. Llevaba un uniforme de enfermera blanco y sostenía entre los brazos una bolsa marrón de comestibles. Cuando vio a Quinn dejó caer la bolsa y chilló. O bien primero chilló y luego dejó caer la bolsa. Quinn nunca pudo estar seguro. La bolsa se rompió al dar contra el suelo y la leche resbaló formando un camino blanco hacia el borde de la alfombra.
Quinn se puso de pie, alzó la mano en un gesto de paz y le dijo que no se preocupara. No iba a hacerle daño. Lo único que quería era saber por qué estaba viviendo en su apartamento. Sacó la llave de su bolsillo y la sostuvo en alto como para demostrar sus buenas intenciones. Tardó un rato en convencerla pero al fin el pánico de ella disminuyó.
Eso no quería decir que hubiera empezado a confiar en él o que estuviera menos asustada. Se quedó junto a la puerta abierta, dispuesta a echar a correr a la primera señal de peligro. Quinn mantuvo la distancia, dispuesto a no empeorar las cosas. Su boca no cesaba de hablar, explicando una y otra vez que ella estaba viviendo en su casa. Estaba claro que ella no creía una palabra de lo que le decía, pero le escuchaba para seguirle la corriente, sin duda confiando en que él terminase de hablar y finalmente se marchara.
—Llevo un mes viviendo aquí —dijo ella—. Es mi apartamento. He firmado un contrato de un año.
—Pero ¿por qué tengo yo la llave? —preguntó Quinn por séptima u octava vez—. ¿No la convence eso?
—Hay cientos de maneras por las que puede usted tener esa llave.
—¿No le dijeron que había alguien viviendo aquí cuando alquiló usted el apartamento?
—Me dijeron que era un escritor. Pero había desaparecido. Llevaba meses sin pagar el alquiler.
—¡Ése soy yo! —exclamó Quinn—. ¡Yo soy el escritor!
La chica le miró friamente y se echó a reír.
—¿Escritor? Eso es lo más divertido que he oído nunca. Mírese. En mi vida he visto mayor desastre.
—He tenido algunos problemas últimamente —murmuró Quinn a modo de explicación—. Pero son sólo temporales.
—El casero me dijo que se alegraba de librarse de usted. No le gustan los inquilinos que no tienen un puesto de trabajo. Utilizan demasiada calefacción y estropean las instalaciones.
—¿Sabe usted qué ha sido de mis cosas?
—¿Qué cosas?
—Mis libros. Mis muebles. Mis papeles.