La trilogía de Nueva York (32 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

BOOK: La trilogía de Nueva York
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Así era, y según se comprobó luego, quizá aún más importante de lo que Stuart había imaginado.
El país de nunca jamás
fue aceptado ese mes, con una opción sobre los otros libros. Mi veinticinco por ciento del anticipo fue suficiente para comprarme algún tiempo, y lo empleé en preparar una edición de los poemas. También fui a visitar a varios directores de teatro para ver si les interesaría montar las obras. Finalmente, también eso salió bien y planeamos estrenar tres obras de un acto en un pequeño teatro del centro unas seis semanas después de que se publicara
El país de nunca jamás
. Mientras tanto, persuadí al director de una de las principales revistas para las que yo escribía en ocasiones de que me dejase escribir un artículo sobre Fanshawe. Resultó un texto largo y bastante exótico y en ese momento pensé que era una de las mejores cosas que había escrito. El articulo tenía que aparecer dos meses antes de la publicación de
El país de nunca jamás
, y de repente me pareció que todo ocurría a la vez.

Reconozco que me dejé atrapar por todo ello. Una cosa llevaba a la otra y, antes de que pudiera darme cuenta, se había puesto en marcha una pequeña industria. Era una especie de delirio. Me sentía como un ingeniero, apretando botones y tirando de palancas, corriendo de las válvulas a los circuitos, ajustando una pieza aquí, diseñando una mejora allí, escuchando cómo el artefacto zumbaba, resoplaba y ronroneaba, olvidado de todo lo que no fuera el estrépito de mi invento. Yo era el científico loco que había inventado la gran máquina mágica, y cuanto más humo salía de ella y más ruido hacía, más feliz estaba yo.

Quizá eso era inevitable; quizá tenía que estar un poco loco para embarcarme en ello. Dado el esfuerzo que me había supuesto reconciliarme con el proyecto, probablemente era necesario que equiparase el éxito de Fanshawe con el mío propio. Había tropezado con una causa, algo que me justificaba y hacía que me sintiese importante, y cuanto más plenamente me sumergía en mis ambiciones para Fanshawe, más nítidamente me veía a mí mismo. Esto no es una excusa; es simplemente una descripción de lo que sucedió. La visión retrospectiva me dice que estaba metiéndome en líos, pero en aquella época yo no era consciente de ello. Es más, aunque lo hubiera sido, dudo que hubiera hecho algo diferente.

Debajo de todo ello estaba el deseo de permanecer en contacto con Sophie. A medida que pasaba el tiempo, se convirtió en algo perfectamente natural que yo la llamase tres o cuatro veces por semana, para almorzar con ella, para dar un paseo por la tarde en su barrio con Ben. Le presenté a Stuart Green, la invité a conocer al director de teatro, le busqué un abogado para que se ocupara de los contratos y otros asuntos legales. Sophie aceptó todo esto con naturalidad, considerando aquellos encuentros más como ocasiones sociales que como conversaciones de trabajo, dejándole claro a la gente que veíamos que yo era quien tomaba las decisiones. Intuí que estaba decidida a no sentirse en deuda con Fanshawe, que, sucediera lo que sucediera, ella continuaría guardando las distancias. El dinero la hacía feliz, por supuesto, pero nunca lo relacionó realmente con el trabajo de Fanshawe. Era un regalo inesperado, un billete de lotería premiado que le había caído del cielo, y eso era todo. Sophie vio a través del torbellino desde el principio. Comprendió el fundamental absurdo de la situación, y como no era avariciosa, como no tenía ningún impulso de aprovechar su ventaja, no perdió la cabeza.

Me esforcé mucho en mi cortejo. Sin duda mis motivos eran transparentes, pero quizá eso fue lo bueno. Sophie sabía que me había enamorado de ella, y el hecho de que no me abalanzase, de que no la obligase a declarar sus sentimientos hacia mí, probablemente contribuyó más que ninguna otra cosa a convencerla de mi seriedad. Sin embargo, yo no podía esperar eternamente. La discreción tenía su función, pero demasiada discreción podía ser fatal. Llegó un momento en que noté que ya no estábamos empeñados en un combate, que las cosas se habían asentado entre nosotros. Al pensar ahora en ese momento, me tienta utilizar el lenguaje tradicional del amor. Deseo hablar con metáforas de calor, de fuego, de barreras que se derriten ante pasiones irresistibles. Soy consciente de lo ampulosos que pueden sonar estos términos, pero al final creo que son exactos. Todo había cambiado para mí, y palabras que nunca había comprendido, súbitamente empezaron a tener sentido. Aquello fue una revelación, y cuando finalmente tuve tiempo de absorberla, me pregunté cómo había podido vivir tanto tiempo sin aprender aquella sencilla verdad. No estoy hablando de deseo tanto como de conocimiento, del descubrimiento de que dos personas, a través del deseo, pueden crear algo más poderoso de lo que ninguna de ellas podría crear sola. Ese conocimiento me transformó, creo, e hizo que me sintiera más humano. Al pertenecer a Sophie, empecé a sentir como si perteneciera a todos los demás. Resultó que mi verdadero lugar en el mundo estaba más allá de mí mismo, y si estaba dentro de mí, también era ilocalizable. Era el diminuto espacio entre el yo y el no yo, y por primera vez en mi vida vi esta nada como el centro exacto del mundo.

Era el día en que yo cumplía treinta años. Conocía a Sophie desde hacía aproximadamente tres meses y ella insistió en que lo celebráramos. Yo estaba reacio al principio, ya que nunca había dado mucha importancia a los cumpleaños, pero el sentido de la ocasión de Sophie acabó venciéndome. Me compró una cara edición ilustrada de
Moby Dick
, me llevó a cenar a un buen restaurante y luego a una representación de
Boris Godunov
en el Met. Por una vez, me dejé ir, sin intentar explicarme mi felicidad, sin intentar anticiparme a mí mismo o maniobrar mejor que mis sentimientos. Quizá estaba empezando a percibir una nueva audacia en Sophie; quizá ella me estaba dejando saber que había decidido por sí misma, que ya era demasiado tarde para que ninguno de los dos se echara atrás. Fuese lo que fuese, aquélla fue la noche en que todo cambió, en la que ya no hubo ninguna duda respecto a lo que íbamos a hacer. Regresamos a su apartamento a las once y media, Sophie pagó a la soñolienta canguro y luego entramos de puntillas en la habitación de Ben y nos quedamos allí un rato viéndole dormir en su cunita. Recuerdo claramente que ninguno de nosotros dijo nada, que el único sonido que yo oía era el leve gorgoteo de la respiración de Ben. Nos inclinamos sobre los barrotes y estudiamos la forma de su cuerpecito, tumbado boca abajo, las piernas encogidas, el trasero levantado, dos o tres dedos metidos en la boca. La escena pareció durar largo tiempo, pero dudo que fuese más de un minuto o dos. Luego, sin previo aviso, ambos nos erguimos, nos volvimos el uno hacia el otro y empezamos a besarnos. Después de eso, me resulta difícil hablar de lo que sucedió. Estas cosas tienen poco que ver con las palabras, tan poco, en realidad, que casi parece inútil tratar de expresarlas. En todo caso, diría que estábamos cayendo el uno en el otro, cayendo tan rápido y tan lejos que nada podía pararnos. De nuevo, recurro a la metáfora. Pero probablemente no se trata de eso. Porque que pueda o no pueda hablar de ello no cambia la verdad de lo que sucedió. El hecho es que nunca hubo un beso igual, y dudo que en toda mi vida vuelva a haber un beso igual.

4

Pasé aquella noche en la cama de Sophie y a partir de entonces se me hizo imposible dejarla. Volvía a mi apartamento durante el día para trabajar, pero regresaba a Sophie todas las noches. Me convertí en parte de su hogar —compraba comida para la cena, le cambiaba los pañales a Ben, sacaba la basura—, viviendo con otra persona más íntimamente de lo que había vivido nunca. Pasaron los meses y, con constante asombro, descubrí que tenía talento para aquella clase de vida. Había nacido para estar con Sophie, y poco a poco noté que me volvía más fuerte, noté que ella me hacía mejor de lo que había sido. Era extraña la forma en que Fanshawe nos había unido. De no ser por su desaparición, nada de aquello habría sucedido. Estaba en deuda con él, pero aparte de hacer todo lo que podía por su trabajo, no tenía ninguna posibilidad de saldar esa deuda.

Mi articulo se publicó y pareció surtir el efecto deseado. Stuart Green me llamó para decirme que era un «gran refuerzo», lo cual deduje que significaba que ahora se sentía más seguro. Con todo el interés que el artículo había despertado, Fanshawe ya no parecía un riesgo tan grande. Luego salió
El país de nunca jamás
y las críticas fueron unánimemente buenas, algunas extraordinarias. Era todo lo que uno podía esperar. Era el cuento de hadas con el que todo escritor sueña, y reconozco que yo mismo estaba un poco asustado. Esas cosas no pasan en el mundo real. Pocas semanas después de su publicación, las ventas eran mayores de lo que se había esperado para toda la edición. Finalmente una segunda edición entró en imprenta, pusieron anuncios en periódicos y revistas y luego vendieron el libro a una editorial de libros de bolsillo para que lo sacara al año siguiente. No quiero dar a entender que el libro fuera un récord de ventas de acuerdo con criterios comerciales ni que Sophie fuera camino de convertirse en millonaria, pero dada la seriedad y la dificultad de la obra de Fanshawe, y dada la tendencia del público a no acercarse a ese tipo de obra, fue un éxito mayor de lo que habíamos imaginado posible.

En cierto sentido, aquí es donde la historia debería terminar. El joven genio ha muerto, pero su obra seguirá viva, su nombre será recordado durante muchos años. Su amigo de la infancia ha salvado a la joven y hermosa viuda y los dos vivirán felices para siempre. Parecería que así concluye la representación, que lo único que falta es la última llamada a escena para recibir los aplausos. Pero resulta que esto es sólo el principio. Lo que he escrito hasta ahora no es más que un preludio, una rápida sinopsis de todo lo que viene antes de la historia que tengo que contar. Si no hubiera nada más que esto, no habría nada en absoluto, porque nada me habría impulsado a empezar. Sólo la oscuridad tiene la fuerza necesaria para hacer que un hombre le abra su corazón al mundo, y la oscuridad es lo que me rodea cada vez que pienso en lo sucedido. Si hace falta valor para escribir acerca de ello, también es cierto que sé que escribir es la única posibilidad que tengo de escapar. Pero dudo que esto ocurra, ni siquiera suponiendo que consiga contar la verdad. Las historias sin final no pueden hacer otra cosa que continuar eternamente, y verse atrapado en una de ellas significa que morirás antes de haber interpretado tu papel hasta el final. Mi única esperanza es que lo que tengo que decir tenga un final, que encuentre en alguna parte un claro en la oscuridad. Esta esperanza es lo que defino como valor, pero que haya razones para la esperanza es otra cuestión enteramente distinta.

Fue unas tres semanas después del estreno de las obras de teatro. Pasé la noche en casa de Sophie, como de costumbre, y por la mañana me fui a mi apartamento para trabajar. Recuerdo que tenía que terminar una reseña de cuatro o cinco libros de poesía —una de esas frustrantes mezcolanzas— y me estaba costando concentrarme. Mi mente se alejaba una y otra vez de los libros que estaban sobre mi mesa, y cada cinco minutos más o menos me levantaba de la silla y paseaba por la habitación. Stuart Green me había contado una extraña historia el día anterior y me resultaba difícil dejar de pensar en ella. Según Stuart, la gente estaba empezando a decir que Fanshawe no existía. El rumor afirmaba que me lo había inventado para perpetrar un fraude y que los libros los había escrito yo mismo. Mi primera reacción fue echarme a reír, y luego hice alguna broma acerca de que Shakespeare tampoco había escrito ninguna de sus obras. Pero, tras pensar más en ello, no sabía si sentirme insultado o halagado por aquel rumor. ¿Es que la gente no se fiaba de que dijese la verdad? ¿Por qué habría de tomarme la molestia de crear toda una obra para luego no querer atribuirme el mérito de la misma? Y, sin embargo, ¿creía la gente que yo era capaz de escribir un libro tan bueno como
El país de nunca jamás
? Me di cuenta de que una vez que se publicaran todos los manuscritos de Fanshawe, me sería perfectamente posible escribir uno o dos libros más con su nombre, escribir la obra yo y hacerla pasar por suya. No tenía intención de hacer tal cosa, por supuesto, pero la sola idea me abría ciertos extraños e intrigantes conceptos: lo que significaba que un escritor pusiera su nombre en un libro, por qué algunos escritores optaban por ocultarse detrás de un seudónimo, si un escritor tenía una vida real o no. Se me ocurrió que escribir con otro nombre podría ser algo que me gustase —inventarme una identidad secreta—, y me pregunté por qué encontraba esa idea tan atractiva. Un pensamiento me llevaba a otro, y cuando agoté el tema, descubrí que había malgastado la mayor parte de la mañana.

Eran las once y media —la hora en que llegaba el correo— e hice mi habitual excursión en el ascensor para ver si había algo en el buzón. Este era siempre un momento crucial del día para mí y me resultaba imposible acercarme a él tranquilamente. Siempre tenía la esperanza de que hubiera buenas noticias —un cheque inesperado, una oferta de trabajo, una carta que de algún modo cambiaría mi vida—, y el hábito de la expectativa era ya parte de mí hasta el punto de que apenas podía mirar mi buzón sin sentir una oleada de emoción. Aquél era mi escondite, el único lugar del mundo que era exclusivamente mío. Y al mismo tiempo me unía con el resto del mundo, y en su mágica oscuridad se hallaba el poder de hacer que ocurrieran cosas.

Solamente había una carta para mí aquel día. Venía en un sobre blanco liso con un matasellos de Nueva York y no llevaba remite. La letra no me era conocida (mi nombre y dirección estaban escritos con mayúsculas) y ni siquiera podía imaginarme de quién sería. Abrí el sobre en el ascensor, y fue entonces, allí, de pie camino del piso noveno, cuando el mundo se me cayó encima.

«No te enfades conmigo por escribirte», empezaba la carta. «Aun a riesgo de provocarte un ataque al corazón, quería enviarte una última palabra: darte las gracias por lo que has hecho. Sabía que eras la persona adecuada, pero las cosas han salido aún mejor de lo que yo pensaba. Has ido más allá de lo posible, y estoy en deuda contigo. Sophie y el niño estarán atendidos, y por ello puedo vivir con la conciencia tranquila.

»No voy a dar explicaciones aquí. A pesar de esta carta, quiero que sigas considerándome muerto. Nada es más importante que eso y no debes decirle a nadie que has tenido noticias mías. No me encontrarán, y hablar de esto sólo traería más problemas. No vale la pena. Sobre todo no le digas nada a Sophie. Haz que se divorcie de mí y luego cásate con ella lo antes posible. Confío en que lo hagas así, y doy mis bendiciones. El niño necesita un padre, y tú eres el único con quien puedo contar.

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