No tengo intención de insistir en esto. Pero las circunstancias bajo las cuales las vidas cambian de rumbo son tan diversas que lo lógico sería no decir nada sobre un hombre hasta que muere. La muerte no sólo es el único verdadero árbitro de la felicidad (comentario de Solón), sino que es la única medida por la cual podemos juzgar la vida misma. Conocí a un vagabundo que hablaba como un actor de Shakespeare, un apaleado alcohólico de mediana edad con costras en la cara y harapos en lugar de ropa, que dormía en la calle y me pedía dinero constantemente. Sin embargo, en otro tiempo había sido el dueño de una galería de arte en Madison Avenue. Conocí a otro que una vez había sido considerado el novelista joven más prometedor de América.
Cuando yo le conocí acababa de heredar quince mil dólares de su padre y estaba parado en una esquina de Nueva York dándoles billetes de cien dólares a los desconocidos que pasaban. Todo era parte de un plan para destruir el sistema económico de los Estados Unidos, me explicó. Piensen en las cosas que pasan, piensen en cómo estallan las vidas. Goffe y Whalley, por ejemplo, dos de los jueces que condenaron a muerte a Carlos I, llegaron a Connecticut después de la Restauración y pasaron el resto de sus vidas en una cueva. O la señora Winchester, la viuda del fabricante de rifles, que temía que los espíritus de las personas que habían muerto por disparos hechos con los rifles de su marido vinieran a llevarse su alma, y por lo tanto continuamente añadía habitaciones a su casa, creando un monstruoso laberinto de pasillos y escondites, de modo que pudiera dormir en una habitación diferente cada noche y así eludir a los fantasmas. La ironía es que durante el terremoto de San Francisco de 1906 quedó atrapada en una de estas habitaciones y estuvo a punto de morir de inanición porque los sirvientes no la encontraban. También está M. M. Bakhtin, el critico y filósofo literario ruso. Durante la invasión alemana de Rusia en la Segunda Guerra Mundial se fumó la única copia de uno de sus manuscritos, un estudio sobre la literatura alemana que tenía la extensión de un libro y le había llevado años escribir. Una por una, cogió las páginas del manuscrito y utilizó el papel para liar sus cigarrillos, fumándose cada día un poco más del libro hasta que no quedó nada. Estas historias son verdaderas. También son parábolas quizá, pero significan lo que significan solamente porque son verdaderas.
En su obra, Fanshawe muestra un particular cariño por las historias de este tipo. Especialmente en los cuadernos, hay un constante relatar de pequeñas anécdotas, y como son tan frecuentes —más aún hacia el final—, uno empieza a sospechar que Fanshawe pensaba que de alguna manera podían ayudarle a entenderse a sí mismo. Una de las últimas (de febrero de 1976, justo dos meses antes de que desapareciera) me parece significativa.
«En un libro de Peter Freuchen que leí una vez», escribe Fanshawe, «el famoso explorador del Ártico cuenta que quedó atrapado por una tormenta de nieve en el norte de Groenlandia. Solo con sus víveres disminuyendo, decidió construir un iglú y esperar a que amainara la tormenta. Pasaron muchos días. Temeroso, sobre todo, de ser atacado por los lobos —porque les oía merodear hambrientos junto al tejado de su iglú—, periódicamente salía fuera y cantaba a pleno pulmón para asustarlos. Pero el viento soplaba furiosamente, y por muy alto que cantase, lo único que oía era el viento. Sin embargo, si bien éste era un problema grave, el problema del propio iglú era mucho mayor. Porque Freuchen empezó a notar que las paredes de su pequeño refugio iban gradualmente cerrándose sobre él. Debido a las peculiares condiciones atmosféricas en el exterior, su aliento literalmente congelaba las paredes y con cada respiración éstas se volvían más gruesas y el iglú se hacía más pequeño, hasta que finalmente casi no quedaba espacio para su cuerpo. Ciertamente es aterrador imaginar que tu propia respiración te va metiendo en un ataúd de hielo, en mi opinión, es considerablemente más angustioso que, digamos,
El pozo y el péndulo
de Poe. Porque en este caso es el hombre mismo el agente de su destrucción y, además, el instrumento de esa destrucción es precisamente lo que necesita para mantenerse vivo. Porque ciertamente un hombre no puede vivir si no respira. Pero al mismo tiempo no vivirá si respira. Curiosamente, no recuerdo cómo consiguió Freuchen escapar de aquella apurada situación. Pero no hace falta decir que escapó. El título del libro, si no recuerdo mal, es
Aventura Ártica
. Hace muchos años que está agotado.»
En junio de ese año (1978) Sophie, Ben y yo fuimos a Nueva Jersey para ver a la madre de Fanshawe. Mis padres ya no vivían en la casa de al lado (se habían retirado a Florida) y yo no había vuelto desde hacia años. Puesto que era la abuela de Ben, la señora Fanshawe se había mantenido en contacto con nosotros, pero las relaciones eran algo difíciles. Parecía haber en ella una corriente oculta de hostilidad hacia Sophie, como si secretamente la culpara por la desaparición de Fanshawe, y este resentimiento salía a la superficie de vez en cuando en algún comentario casual. Sophie y yo la invitábamos a comer a intervalos razonables, pero ella raras veces aceptaba, y cuando lo hacía, se sentaba con nosotros nerviosa y sonriente, parloteando a su manera irritable, fingiendo admirar al niño, haciéndole a Sophie cumplidos inapropiados y diciéndole que era una chica muy afortunada, y luego se marchaba temprano, siempre levantándose en mitad de una conversación y soltando que había olvidado que tenía otra cita. Sin embargo, era difícil tenérselo en cuenta. Nada le había salido muy bien en la vida, y a aquellas alturas ya había dejado de esperar que fuese de otra manera. Su marido había muerto; su hija había tenido una larga serie de crisis mentales y ahora vivía a base de tranquilizantes en un centro de readaptación; su hijo había desaparecido. Aún guapa a los cincuenta (de niño yo pensaba que era la mujer más arrebatadora que había visto nunca), iba tirando gracias a variadas y turbias aventuras amorosas (la nómina de hombres cambiaba continuamente), viajes a Nueva York para hacer compras y su pasión por el golf. El éxito literario de Fanshawe la había cogido por sorpresa, pero una vez que se había acostumbrado a él, estaba absolutamente dispuesta a asumir la responsabilidad de haber dado a luz un genio. Cuando la llamé para hablarle de la biografía, pareció deseosa de ayudarme. Tenía cartas, fotografías y documentos, me dijo, y me enseñaría todo lo que yo quisiera.
Llegamos allí a media mañana y después de un embarazoso comienzo, seguido de una taza de café en la cocina y una larga charla acerca del tiempo, nos llevó a la antigua habitación de Fanshawe en el piso de arriba. La señora Fanshawe se había preparado concienzudamente para mi llegada y todo el material estaba dispuesto en ordenadas filas sobre lo que había sido la mesa de estudio de Fanshawe. Yo me quedé aturdido por la acumulación. Sin saber qué decir, le di las gracias por ser tan eficaz, pero en realidad estaba asustado, abrumado por el volumen de lo que había allí. Unos minutos más tarde la señora Fanshawe, Sophie y Ben bajaron y salieron al jardín trasero (era un día cálido y soleado) y yo me quedé allí solo. Recuerdo que miré por la ventana y vi a Ben andando como un pato por la hierba con su mono relleno de pañales, chillando y señalando a un tordo que pasó volando bajo. Di unos golpecitos en la ventana, y cuando Sophie se volvió y levantó la vista, la saludé con la mano. Ella me sonrió, me tiró un beso y luego se alejó para inspeccionar un parterre con la señora Fanshawe.
Me instalé detrás de la mesa. Era algo terrible estar sentado en aquella habitación y no sabia cuánto tiempo podría soportarlo. El guante de béisbol de Fanshawe estaba en un estante con una pelota arañada dentro; en los estantes que había encima y debajo del guante estaban los libros que él había leído de niño. Directamente detrás de mí estaba la cama, con la misma colcha de cuadros blancos y azules que yo recordaba. Aquélla era la prueba tangible, los restos de un mundo muerto. Yo había entrado en el museo de mi propio pasado y lo que encontré casi me aplasta.
En una pila: la partida de nacimiento de Fanshawe, las notas escolares de Fanshawe, las insignias de boy scout de Fanshawe, el diploma del instituto de Fanshawe. En otra pila: fotografias. Un álbum de Fanshawe de bebé; un álbum de Fanshawe y su hermana; un álbum de la familia (Fanshawe con dos años sonriendo en los brazos de su padre, Fanshawe y Ellen abrazando a su madre en el columpio del jardín trasero, Fanshawe rodeado de sus primos). Y luego las fotos sueltas, en carpetas, en sobres, en cajitas: docenas de Fanshawe y yo juntos (nadando, jugando al béisbol, montando en bicicleta, haciendo muecas en el jardín; mi padre con nosotros dos montados a la espalda; el pelo corto, los vaqueros anchos, los coches antiguos detrás de nosotros: un Packard, un DeSoto, una rubia Ford con paneles de madera). Fotos de la clase, fotos del equipo, fotos del campamento. Fotos de carreras, de partidos. Sentados en una canoa, tirando de una cuerda en una competición. Y al final, después del montón, unas cuantas de años posteriores: Fanshawe como yo no le había visto nunca. Fanshawe de pie en el jardín de la universidad de Harvard; Fanshawe en la cubierta de un petrolero de Esso; Fanshawe en París, delante de una fuente de piedra. Por último, una sola foto de Fanshawe y Sophie: Fanshawe con un aspecto más viejo y más severo; y Sophie terriblemente joven, guapísima y, a la vez, distraída, como si no pudiera concentrarse. Respiré hondo y luego me eché a llorar, de repente, sin ser consciente hasta el último momento de que tenía aquellas lágrimas dentro de mí, sollozando fuerte, estremeciéndome con la cara entre las manos.
Una caja que se encontraba a la derecha de las fotografías estaba llena de cartas, por lo menos cien, que comenzaban a la edad de ocho años (la escritura torpe de un niño, tiznones de lápiz y borraduras) y seguían hasta principios de los setenta. Había cartas de la universidad, cartas del barco, cartas de Francia. La mayoría de ellas iban dirigidas a Ellen, y muchas eran bastante largas. Supe inmediatamente que eran valiosas, sin duda más valiosas que todo lo demás que había en el cuarto, pero no tuve valor para leerlas allí. Esperé diez o quince minutos y luego bajé para reunirme con los demás.
La señora Fanshawe no quería que los originales salieran de la casa, pero no tenía inconveniente en que las cartas fuesen fotocopiadas. Incluso se ofreció ella misma, pero le dije que no se molestara: yo volvería otro día y me encargaría de eso.
Tomamos un almuerzo informal en el patio. Ben dominó la escena yendo y viniendo hasta las flores entre cada bocado de su sandwich y a las dos de la tarde ya estábamos listos para volver a casa. La señora Fanshawe nos llevó a la estación de autobuses y nos besó a los tres para despedirnos, mostrando más emoción que en ningún otro momento durante la visita. Cinco minutos más tarde el autobús arrancó, Ben se durmió en mi regazo y Sophie me cogió la mano.
—No ha sido un día muy feliz, ¿verdad? —me dijo.
—Uno de los peores —contesté.
—Tener que mantener la conversación con esa mujer durante cuatro horas. Yo me he quedado sin nada que decir en cuanto hemos llegado.
—Probablemente no le agradamos mucho.
—No, creo que no.
—Pero eso es lo de menos.
—Ha sido duro estar solo allí arriba, ¿no?
—Muy duro.
—¿Te lo has replanteado?
—Me temo que sí.
—No te culpo. Todo este asunto se está volviendo bastante espantoso.
—Tendré que volver a pensármelo. Ahora mismo estoy empezando a pensar que he cometido un gran error.
Cuatro días después la señora Fanshawe me telefoneó para decirme que se marchaba a pasar un mes a Europa y que quizá seria una buena idea que atendiéramos a nuestro asunto antes (ésas fueron sus palabras). Yo había pensado dejarlo correr, pero antes de que se me ocurriera una excusa decente para no ir, me oí aceptando hacer el viaje el lunes siguiente. Sophie no quiso acompañarme y no le insistí para que cambiara de opinión. Ambos pensábamos que una visita familiar había sido suficiente.
Jane Fanshawe me recibió en la estación de autobuses, toda sonrisas y afectuosos holas. Desde el mismo momento en que subí a su coche intuí que las cosas iban a ser diferentes esta vez. Había hecho un esfuerzo para arreglarse (pantalones blancos, una blusa de seda roja, el cuello bronceado y sin arrugas a la vista) y era difícil no notar que estaba tentándome para que la mirase, para que reconociese el hecho de que seguía siendo hermosa. Pero había algo más que eso: un tono vagamente insinuante en su voz, un dar por sentado que éramos viejos amigos, que teníamos una relación íntima debido al pasado, y qué suerte que hubiera venido solo, así tendríamos libertad para hablar abiertamente. Lo encontré todo de mal gusto y no dije más que lo imprescindible.
—Menuda familia tienes, muchacho —dijo, volviéndose hacia mi cuando nos detuvimos en un semáforo.
—Sí —dije—. Menuda familia.
—El niño es adorable, desde luego. Un verdadero encanto. Pero un poco salvaje, ¿no te parece?
—Sólo tiene dos años. La mayoría de los niños suelen ser vivaces a esa edad.
—Por supuesto. Pero yo creo que Sophie le consiente. Parece tan divertida todo el rato, no sé si me entiendes. No es que yo esté en contra de la risa, pero un poco de disciplina tampoco le vendría mal.
—Sophie actúa así con todo el mundo —dije—. Una mujer alegre tiene que ser una madre alegre. Que yo sepa, Ben no tiene ninguna queja.
Hubo una ligera pausa y luego, cuando arrancamos de nuevo, mientras íbamos por una ancha avenida comercial, Jane Fanshawe añadió:
—Es una chica afortunada, esa Sophie. Ha tenido la suerte de caer de pie. Ha tenido la suerte de encontrar a un hombre como tú.
—A mí me parece que ha sido al revés —dije.
—No deberías ser tan modesto.
—No lo soy. Lo que pasa es que sé de lo que estoy hablando. Hasta ahora, toda la suerte ha estado de mi lado.
Sonrió leve, enigmáticamente, como si me juzgara un zopenco y, a la vez, me concediera el tanto, consciente de que yo no iba a darle una oportunidad. Cuando llegamos a su casa unos minutos más tarde, ella parecía haber abandonado su táctica inicial. No volvió a mencionar a Sophie y Ben y se convirtió en un modelo de solicitud, diciéndome cuánto se alegraba de que estuviera escribiendo un libro sobre Fanshawe, actuando como si su ánimo hubiera cambiado de verdad, como si fuese una aprobación definitiva, no sólo del libro sino de mí. Luego, entregándome las llaves de su coche, me dijo cómo llegar a la tienda de fotocopias más cercana. El almuerzo me estaría esperando cuando volviese, me dijo.