»Quiero que entiendas que no he perdido el juicio. Tomé ciertas decisiones que eran necesarias, y aunque algunas personas hayan sufrido, marcharme fue lo mejor y lo más bondadoso que he hecho nunca.
»Siete años después del día de mi desaparición será el día de mi muerte. He dictado sentencia contra mí mismo y no habrá apelaciones.
»Te ruego que no me busques. No tengo ningún deseo de ser encontrado y me parece que tengo derecho a vivir el resto de mi vida como crea oportuno. Me repugnan las amenazas, pero no tengo más remedio que hacerte esta advertencia: si por un milagro consigues encontrarme, te mataré.
»Me complace que mis escritos hayan despertado tanto interés. Nunca tuve la menor sospecha de que pudiera suceder algo así. Pero ahora todo eso me parece muy lejano. Escribir libros pertenece a otra vida y pensar en ello ahora me deja frío. Nunca intentaré reclamar el dinero, os lo doy gustosamente a ti y a Sophie. Escribir era una enfermedad que me aquejó durante mucho tiempo, pero ya me he repuesto de ella.
»Puedes estar seguro de que no volveré a ponerme en contacto contigo. De ahora en adelante te verás libre de mí, y te deseo una vida larga y feliz. Cuánto mejor que todo haya sido así. Eres mi mejor amigo, y mi única esperanza es que seas siempre el que eres. Lo mío es otra historia. Deséame suerte.»
No había firma al final de la carta, y durante una hora o dos intenté convencerme de que se trataba de una broma pesada. Si Fanshawe la hubiera escrito, ¿por qué no iba a firmarla? Me aferré a eso como prueba de que era una jugarreta, buscando desesperadamente una excusa para negar lo que había sucedido. Pero ese optimismo no duró mucho, y poco a poco me obligué a enfrentarme a los hechos. Podía haber diversas razones para omitir el nombre, y cuanto más lo pensaba, más claramente debía considerar auténtica la carta. Un bromista se habría preocupado de incluir el nombre, pero la persona real no le daría importancia: solamente alguien que no se propusiera engañar tendría suficiente seguridad en si mismo como para cometer un error tan evidente. Y luego estaban las últimas frases de la carta: «… sigas siendo el que eres. Lo mío es otra historia.» ¿Significaba eso que Fanshawe se había convertido en otra persona? Indiscutiblemente vivía con otro nombre, pero ¿cómo vivía? ¿Y dónde? El matasellos de Nueva York era una pista, quizá, pero igualmente podría ser un subterfugio, una información falsa para despistarme. Fanshawe había tenido muchísimo cuidado. Leí la carta una y otra vez, tratando de desmenuzarla, buscando una grieta, una forma de leer entre líneas, pero no conseguí nada. La carta era opaca, un bloque de oscuridad que frustraba cualquier intento de penetrarlo. Al final renuncié, guardé la carta en un cajón de mi mesa y reconocí que estaba perdido, que nada volvería a ser igual para mí.
Lo que más me molestaba, creo, era mi propia estupidez. Considerándolo ahora, veo que todos los hechos me habían sido mostrados desde el principio, desde mi primer encuentro con Sophie. Durante años Fanshawe no publica nada, luego le dice a su esposa lo que tiene que hacer si le ocurre algo (ponerse en contacto conmigo, conseguir que publiquen su obra) y después desaparece. Era todo muy evidente. El hombre quería marcharse y se marchó. Sencillamente se largó un buen día y dejó plantada a su esposa embarazada, y como ella confiaba en él, como le resultaba inconcebible que hiciera tal cosa, no tenía mas remedio que pensar que había muerto. Sophie se había engañado, pero, dada la situación, era difícil ver qué otra cosa podría haber hecho. Yo no tenía esa excusa. Ni una sola vez desde el principio había pensado a fondo en el asunto. Me había precipitado a creer en su versión, me había recreado en aceptar su interpretación de los hechos, y luego había dejado de pensar por completo. A la gente la habían matado por crímenes menores que ese.
Pasaron los días. Todos mis instintos me decían que confiase en Sophie, que le enseñara la carta, y sin embargo no fui capaz de hacerlo. Estaba demasiado asustado, demasiado inseguro respecto a cómo reaccionaría ella. Cuando mi estado de ánimo era más fuerte, me decía a mí mismo que guardar silencio era la única manera de protegerla. ¿A quién beneficiaría que ella supiera que Fanshawe la había dejado plantada? Se culparía a si misma por lo que había sucedido y yo no quería herirla. Debajo de aquel noble silencio, sin embargo, había un segundo silencio de pánico y miedo. Fanshawe estaba vivo, y si yo dejaba que Sophie lo supiera, ¿qué supondría ese conocimiento para nuestra relación? La idea de que Sophie pudiera desear que él volviese era demasiado para mí, y no tenía el valor de arriesgarme a descubrirlo. Quizá ése fue mi mayor fallo. Si hubiera creído lo suficiente en el amor de Sophie por mí, habría estado dispuesto a arriesgar cualquier cosa. Pero en aquel momento me pareció que no tenía elección y por lo tanto hice lo que Fanshawe me había pedido que hiciese, no por él, sino por mí. Encerré el secreto dentro de mí y aprendí a callarme.
Pasaron unos días más y luego le propuse matrimonio a Sophie. Habíamos hablado de ello antes, pero esta vez lo saqué del terreno de la conversación, dejándole claro que lo decía en serio. Me di cuenta de que actuaba de un modo desusado en mí (sin sentido del humor, inflexible), pero no podía remediarlo. La incertidumbre de la situación era imposible de soportar, y sentí que tenía que resolver las cosas inmediatamente. Sophie notó este cambio en mí, por supuesto, pero dado que no sabía la razón del mismo, lo interpretó como un exceso de pasión, el comportamiento de un hombre nervioso y excesivamente ardiente, ansioso de conseguir lo que más deseaba (lo cual también era cierto). Sí, me dijo, se casaría conmigo. ¿Realmente había pensado alguna vez que me rechazaría?
—Y también quiero adoptar a Ben —dije—. Quiero que lleve mi apellido. Es importante que crezca creyendo que soy su padre.
Sophie me contestó que no habría aceptado otra cosa. Era lo único que tenía sentido para los tres.
—Y quiero que sea pronto —continué—, lo antes posible. En Nueva York tardarías un año en conseguir el divorcio, y eso es demasiado tiempo, no podría soportar esperar tanto. Pero hay otros sitios, Alabama, Nevada, México, Dios sabe dónde. Podríamos marcharnos de vacaciones, y cuando volviésemos, ya serias libre para casarte conmigo.
Sophie dijo que le gustaba cómo sonaba eso: «libre para casarte conmigo». Si eso exigía irse a otro sitio durante algún tiempo, lo haría, dijo, iría a donde yo quisiera.
—Después de todo —dije—, ya hace más de un año que se fue, casi año y medio. Tienen que pasar siete años hasta que una persona muerta pueda ser declarada oficialmente muerta. Pasan cosas, la vida continúa. Imagínate: ya hace casi un año que nos conocemos.
—Para ser exactos —contestó Sophie—, entraste por esa puerta por primera vez el venticinco de noviembre de 1976. Dentro de ocho días hará exactamente un año.
—Te acuerdas.
—Claro que me acuerdo. Fue el día más importante de mi vida.
Cogimos un avión con destino a Birmingham, Alabama, el veintisiete de noviembre y volvimos a Nueva York en la primera semana de diciembre. El día once nos casamos en el ayuntamiento y después tuvimos una cena alcohólica con veinte de nuestros amigos. Pasamos esa noche en el Hotel Plaza, pedí que nos subieran el desayuno a la habitación por la mañana y ese mismo día volamos a Minnesota con Ben. El dieciocho los padres de Sophie nos dieron una fiesta de boda en su casa y la noche del veinticuatro celebramos una Navidad noruega. Dos días más tarde Sophie y yo dejamos la nieve y nos fuimos a pasar semana y media en las Bermudas. Luego regresamos a Minnesota para recoger a Ben. Nuestro plan era empezar a buscar piso en cuanto llegásemos a Nueva York. Cuando volábamos sobre el oeste de Pennsylvania después de aproximadamente una hora de vuelo, Ben se hizo pis sobre mi regazo a pesar de sus pañales. Cuando le enseñé la gran mancha oscura en mis pantalones, se rió, batió palmas y luego, mirándome directamente a los ojos, me llamó pa-pa por primera vez.
Me aferré al presente. Pasaron varios meses y poco a poco empezó a parecer que me sería posible sobrevivir. Vivía en una madriguera, pero Sophie y Ben estaban allí conmigo y eso era todo lo que deseaba realmente. Con tal que me acordara de no levantar la vista, el peligro no podría tocarnos.
Nos trasladamos a un piso en Riverside Drive en febrero. Instalarnos nos llevó hasta la mitad de la primavera y tuve pocas oportunidades de detenerme a pensar en Fanshawe. Aunque la carta no desaparecía de mi cabeza por completo, ya no representaba la misma amenaza. Ahora me sentía seguro con Sophie y pensaba que nada podría separarnos, ni siquiera Fanshawe, ni siquiera Fanshawe en carne y hueso. Eso me parecía entonces, cada vez que aquello acudía a mi mente. Ahora entiendo hasta qué punto me estaba engañando, pero no lo descubrí hasta mucho tiempo después. Por definición, un pensamiento es algo de lo que eres consciente. El hecho de que nunca dejase de pensar en Fanshawe, de que él estuviera dentro de mí día y noche durante todos aquellos meses, me era desconocido en aquella época. Y si no eres consciente de tener un pensamiento, ¿es legítimo decir que estás pensando? Estaba obsesionado, quizá incluso poseído, pero no había ningún signo de ello, ninguna pista que me indicara lo que estaba sucediendo.
Ahora mi vida diaria estaba llena. Apenas me daba cuenta de que trabajaba menos de lo que había trabajado en años. No tenía un puesto de trabajo al que acudir todas las mañanas y puesto que Sophie y Ben estaban en el piso conmigo, no era muy difícil encontrar excusas para evitar mi mesa. Mi horario de trabajo se hizo muy flexible. En lugar de empezar a las nueve en punto todos los días, a veces no entraba en mi cuartito hasta las once o las once y media. Además, la presencia de Sophie en casa era una tentación constante. Ben dormía aún una o dos siestas al día y en esas horas tranquilas, mientras él estaba durmiendo, me era difícil no pensar en el cuerpo de Sophie. Con mucha frecuencia acabábamos haciendo el amor. Sophie estaba tan hambrienta como yo, y a medida que pasaban las semanas la casa se fue erotizando lentamente, transformándose en un dominio de posibilidades sexuales. El mundo subterráneo salió a la superficie. Cada habitación adquirió su propio recuerdo, cada lugar evocaba un momento diferente, de modo que, incluso en la calma de la vida práctica, un determinado trozo de alfombra, digamos, o el umbral de una puerta determinada, ya no eran estrictamente una cosa sino una sensación, un eco de nuestra vida erótica. Habíamos entrado en la paradoja del deseo. Nuestra necesidad del otro era inagotable, y cuanto más la satisfacíamos, más parecía aumentar.
De vez en cuando Sophie hablaba de buscarse un trabajo, pero ninguno de los dos sentía ninguna urgencia al respecto. Nuestro dinero nos mantenía bien e incluso conseguimos ahorrar un poco. El siguiente libro de Fanshawe,
Milagros
, estaba en preparación, y el anticipo del contrato había sido más grande que el de
El país de nunca jamás
. De acuerdo con el plan que habíamos hecho Stuart y yo, los poemas saldrían seis meses después de
Milagros
, luego vendría la primera novela de Fanshawe,
Oscurecimientos
, y por último las obras de teatro. Ese mes de marzo empezamos a recibir los derechos de
El país de nunca jamás
, y con cheques llegando repentinamente por uno u otro concepto, todos los problemas económicos se evaporaron. Como todo lo demás que me estaba ocurriendo, aquélla era una experiencia nueva para mí. Durante los últimos ocho o nueve años mi vida había sido una constante brega, un frenético abalanzarse de un miserable artículo al siguiente, y me había considerado afortunado cuando podía tener cubiertos más de un mes o dos. La preocupación se había incrustado dentro de mí, era parte de mi sangre, de mis glóbulos rojos, y casi no sabía lo que era respirar sin preguntarme si podía pagar la factura del gas. Ahora, por primera vez desde que me ganaba la vida, me di cuenta de que ya no tenía que pensar en esas cosas. Una mañana, mientras estaba sentado ante mi mesa luchando con el último párrafo de un articulo, buscando una frase que no encontraba, gradualmente caí en la cuenta de que se me había ofrecido una segunda oportunidad. Podía dejar aquello y empezar de nuevo. Ya no tenía que escribir artículos. Podía pasar a otras cosas, empezar a hacer el trabajo que siempre había querido hacer. Aquélla era mi oportunidad de salvarme, y decidí que sería un idiota si no la aprovechaba.
Pasaron más semanas. Entraba en mí cuarto todas las mañanas, pero no sucedía nada. Teóricamente, me sentía inspirado y cuando no estaba trabajando mi cabeza estaba llena de ideas. Pero cada vez que me sentaba para pasar algo al papel, mis pensamientos parecían desvanecerse. Las palabras morían en el momento en que levantaba la pluma. Empecé varios proyectos, pero nada cuajó realmente y uno por uno los fui dejando. Busqué excusas para explicar por qué no podía arrancar. Eso no fue difícil, y al poco rato había encontrado toda una letanía: la adaptación a la vida de casado, las responsabilidades de la paternidad, mi nuevo cuarto de trabajo (que parecía demasiado angosto), la vieja costumbre de trabajar con una fecha límite, el cuerpo de Sophie, la repentina e inesperada suerte, todo. Durante varios días incluso jugué con la idea de escribir una novela policíaca, pero luego me atasqué con la trama y no pude hacer encajar todas las piezas. Dejé que mi mente vagara sin propósito, esperando persuadirme de que aquella ociosidad era prueba de que estaba reuniendo fuerzas, señal de que algo estaba a punto de suceder. Durante más de un mes lo único que hice fue copiar pasajes de libros. Uno de ellos, de Spinoza, lo clavé en la pared: «Y cuando sueña que no quiere escribir, no tiene la capacidad de soñar que quiere escribir; y cuando sueña que quiere escribir no tiene la capacidad de soñar que no quiere escribir.»
Es posible que trabajando hubiera conseguido salir de aquel hoyo. Todavía no tengo claro si se trataba de un estado permanente o de una fase pasajera. Mi impresión visceral es que durante algún tiempo estuve verdaderamente perdido, forcejeando desesperadamente dentro de mí mismo, pero no creo que esto signifique que mi caso era desesperado. Me estaban ocurriendo cosas. Estaba viviendo grandes cambios y aún era demasiado pronto para saber adónde me llevarían. Luego, inesperadamente, se presentó una solución. Si ésa es una palabra demasiado favorable, lo llamaré un arreglo. Fuera lo que fuera, le opuse muy poca resistencia. Y llegó en un momento en que yo estaba vulnerable y mi juicio no era todo lo que debería haber sido. Éste fue mi segundo error crucial, y derivaba directamente del primero.