La trilogía de Nueva York (40 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

BOOK: La trilogía de Nueva York
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Vi a Anne Michaux la tarde siguiente y tuve un pequeño sobresalto cuando entré en el café donde habíamos quedado en encontrarnos (Le Rouquet, en el Boulevard Saint Germain). Lo que me dijo sobre Fanshawe no tiene importancia: quién besó a quién, qué sucedió dónde, quién dijo qué, etcétera. Viene a ser más de lo mismo. Lo que mencionaré, no obstante, es que la lentitud de su reacción inicial se debió al hecho de que me confundió con Fanshawe. Duró sólo un brevísimo instante, según dijo, y luego pasó. Otras personas habían notado el parecido anteriormente, por supuesto, pero nunca de un modo tan visceral, con un impacto tan inmediato. Debí de mostrar mi sobresalto, porque ella se disculpó rápidamente (como si hubiera hecho algo malo) y volvió al tema varias veces durante las dos o tres horas que pasamos juntos, una vez incluso contradiciéndose:

—No sé en qué estaba pensando. No se parece usted a él en nada. Ha debido ser que he visto al americano que hay en los dos.

No obstante, me resultó perturbador, no pude remediar sentirme horrorizado. Algo monstruoso estaba sucediendo y yo ya no podía controlarlo. El cielo estaba oscureciendo dentro de mí, eso era seguro; la tierra temblaba. Me resultaba difícil quedarme quieto, me resultaba difícil moverme. De un momento al siguiente me parecía estar en un sitio diferente, olvidar dónde me encontraba. Los pensamientos se detienen donde empieza el mundo, me repetía. Pero el yo también está en el mundo, me contestaba, y lo mismo ocurre con los pensamientos que vienen de él. El problema era que ya no era capaz de hacer las distinciones correctas. Esto nunca puede ser aquello. Las manzanas no son naranjas, los melocotones no son ciruelas. Notas las diferencias en la lengua, y entonces lo sabes, como si fuera dentro de ti. Pero todo estaba empezando a tener el mismo sabor para mí. Ya no tenía hambre, ya no podía obligarme a comer.

En cuanto a los Dedmon, hay aún menos que decir, quizá. Fanshawe no podía haber elegido unos benefactores más apropiados, y de todas las personas que vi en París, ellos fueron los más amables, los más generosos. Me invitaron a tomar una copa en su piso y me quedé a cenar, y luego, cuando llegamos al segundo plato, me insistieron para que visitara su casa en el Var, la misma casa donde había vivido Fanshawe, y no hacia falta que la estancia fuese corta, me dijeron, ya que ellos no pensaban ir hasta agosto. Había sido un sitio importante para Fanshawe y su obra, dijo el señor Dedmon, y sin duda mi libro ganaría si lo veía con mis propios ojos. Tuve que mostrarme de acuerdo con él, y aún no habían salido las palabras de mi boca, cuando la señora Dedmon ya estaba al teléfono organizándolo todo en su preciso y elegante francés.

Ya no había nada que me retuviera en París, así que tomé el tren a la tarde siguiente. Era el final del camino para mí, mi viaje hacia el sur y hacia el olvido. Cualquier esperanza que pudiera haber tenido (la mínima posibilidad de que Fanshawe hubiera regresado a Francia, el ilógico pensamiento de que hubiese encontrado refugio dos veces en el mismo lugar) se evaporó cuando llegué allí. La casa estaba vacía; no había ni rastro de nadie. El segundo día, examinando las habitaciones del piso de arriba, me encontré un poema corto que Fanshawe había escrito en la pared, pero yo ya conocía ese poema y debajo había una fecha: 25 de agosto de 1972. Nunca había vuelto. Ahora me sentí estúpido por haberlo pensado siquiera.

Por falta de algo mejor que hacer, pasé varios días hablando con la gente de la zona: los granjeros cercanos, los aldeanos, la gente de los pueblos vecinos. Me presentaba enseñándoles una fotografía de Fanshawe, fingiendo ser su hermano, pero sintiéndome más bien como un detective privado sin un céntimo, un bufón que se agarra a un clavo ardiendo. Algunas personas le recordaban, otras no, otras no estaban seguras. Daba igual. Yo encontraba impenetrable el acento del sur (con sus erres arrastradas y sus finales nasalizados) y apenas entendía una palabra de lo que me decían. Entre todas las personas que vi, sólo una había tenido noticias de Fanshawe después de su marcha. Era su vecino más próximo, un granjero arrendatario que vivía aproximadamente a un kilómetro y medio, carretera adelante. Era un peculiar hombrecito de unos cuarenta años, el hombre más sucio que yo había conocido nunca. Su casa era una estructura del siglo
XVII
, húmeda y desmoronada, y él parecía vivir allí solo, sin más compañía que su perro trufero y su escopeta de caza. Estaba claro que se enorgullecía de haber sido amigo de Fanshawe, y para demostrarme lo unidos que habían estado me enseñó un sombrero tejano blanco que Fanshawe le había enviado después de regresar a América. No había ninguna razón para no creer su historia. El sombrero seguía guardado en su caja original y al parecer no había sido usado. Me explicó que lo reservaba para el momento oportuno, y luego se lanzó a una arenga política que me costó trabajo seguir. Iba a llegar la revolución, dijo, y cuando llegase, él iba a comprarse un caballo blanco y una metralleta, a ponerse su sombrero y a cabalgar por la calle Mayor del pueblo, pegando tiros a todos los tenderos que habían colaborado con los alemanes durante la guerra. Igual que en América, me dijo. Cuando le pregunté qué quería decir, me soltó una conferencia digresiva y alucinatoria acerca de los indios y los vaqueros. Pero eso fue hace mucho tiempo, le dije, tratando de cortarle. No, no, insistió, continúa hoy en día. ¿No me había enterado yo de los tiroteos en la Quinta Avenida? ¿No había oído hablar de los apaches? Era inútil discutir. En defensa de mi ignorancia, le dije que yo vivía en otro barrio.

Me quedé en la casa unos días más. Mi plan era no hacer nada durante el mayor tiempo posible, descansar. Estaba agotado y necesitaba una oportunidad de reponerme antes de volver a París. Pasaron uno o dos días. Paseé por los prados, visité el bosque, me senté al sol leyendo traducciones francesas de novelas policiacas americanas. Debería haber sido la cura perfecta: escondido en el culo del mundo, dejando que mi mente flotase libremente. Pero nada de esto me ayudó realmente. La casa no me hacia sitio y al tercer día noté que ya no estaba solo, que nunca estaría solo en aquel lugar. Fanshawe estaba allí, y por mucho que me esforzara en no pensar en él, no podía escapar. Esto fue algo inesperado, exasperante. Ahora que había dejado de buscarle, estaba más presente que nunca para mí. Todo el proceso se había invertido. Después de tantos meses tratando de encontrarle, me sentía como si fuera yo el que había sido encontrado. En lugar de buscar a Fanshawe, en realidad había estado huyendo de él. El trabajo que había inventado para mí —el falso libro, los interminables rodeos— no había sido sino un intento de apartarle, una artimaña para mantenerle lo más lejos posible. Porque si podía convencerme de que le estaba buscando, eso necesariamente significaba que él estaba en alguna otra parte, en alguna parte fuera de mí, más allá de los límites de mi vida. Pero me había equivocado. Fanshawe estaba exactamente donde yo estaba, y había estado allí desde el principio. Desde el momento en que llegó su carta, yo había estado esforzándome por imaginarle, por verle como podría haber sido, pero mi mente evocaba siempre el vacío. En el mejor de los casos, había una imagen empobrecida: la puerta de una habitación cerrada. Eso era todo: Fanshawe solo en esa habitación, condenado a una soledad mítica, quizá viviendo, quizá respirando, soñando Dios sabe qué. Esa habitación, lo descubrí entonces, estaba situada dentro de mi cráneo.

Después de eso me ocurrieron cosas extrañas. Regresé a París, pero una vez allí me encontré sin nada que hacer. No quería llamar a ninguna de las personas que había visto antes y no tenía valor para volver a Nueva York. Me quedé inerte, me convertí en una cosa que no podía moverse, y poco a poco me perdí la pista. Si puedo decir algo acerca de este periodo es únicamente porque tengo ciertas pruebas documentales que me ayudan. Los sellos en mi pasaporte, por ejemplo; el billete de avión, la cuenta del hotel, etcétera. Esas cosas me demuestran que me quedé en París durante más de un mes. Pero eso es muy diferente de recordarlo, y a pesar de lo que sé, aún me resulta imposible. Veo cosas que sucedieron, encuentro imágenes de mí mismo en distintos lugares, pero sólo a distancia, como si estuviera observando a otro. No tengo la sensación de que sean recuerdos, que siempre están anclados dentro de uno; están ahí fuera, más allá de lo que puedo sentir o tocar, más allá de nada que tenga que ver conmigo. He perdido un mes de mí vida, e incluso ahora me es difícil confesarlo, es una cosa que me llena de vergüenza.

Un mes es mucho tiempo, más que suficiente para que un hombre se desintegre. Aquellos días vuelven a mi memoria en fragmentos cuando vuelven, trocitos que se niegan a juntarse. Me veo borracho, cayéndome en la calle una noche, levantándome, caminando a tumbos hacia una farola y luego vomitando sobre mis zapatos. Me veo sentado en un cine con las luces encendidas mirando a la gente que sale, incapaz de recordar la película que acababa de ver. Me veo rondando por la Rue Saint-Denis por la noche, eligiendo prostitutas con las que acostarme, mi cabeza ardiendo con imágenes de cuerpos, una interminable confusión de senos desnudos, muslos desnudos, nalgas desnudas. Veo cómo me chupan la polla, me veo en una cama con dos chicas que se besan, veo a una enorme negra con las piernas abiertas sobre un bidé y lavándose el coño. No intentaré decir que estas cosas no son reales, que no sucedieron. Es sólo que no puedo responder por ellas. Follaba para sacarme el cerebro de la cabeza, me emborrachaba para entrar en otro mundo. Pero si el objetivo era borrar a Fanshawe, mis juergas fueron un éxito. Él desapareció…. y yo desaparecí con él.

El final, sin embargo, lo tengo claro. No lo he olvidado, y me siento afortunado por haber conservado eso. Toda la historia se resume en lo que sucedió al final, y, sin tener ese final dentro de mí, no habría podido empezar este libro. Lo mismo es válido para los dos libros anteriores,
La ciudad de cristal
y
Fantasmas
. Estas tres historias son finalmente la misma historia, pero cada una representa una etapa diferente en mi conciencia de dónde está el quid. No afirmo haber resuelto ningún problema. Simplemente sugiero que llegó un momento en que ya no me asustaba mirar lo que había sucedido. Si las palabras vinieron a continuación, es sólo porque no tuve más remedio que aceptarlas, asumirlas e ir a donde ellas quisieran llevarme. Pero eso no significa necesariamente que las palabras sean importantes. Llevo mucho tiempo luchando por decirle adiós a algo, y esta lucha es lo único que de veras importa. La historia no está en las palabras; está en la lucha.

Una noche me encontré en un bar cerca de la Place Pigalle.
Me encontré
es el término que deseo usar, porque no tengo ni idea de cómo llegué allí, ningún recuerdo de haber entrado en aquel lugar. Era uno de esos sitios carísimos que abundan en el barrio: seis u ocho chicas en la barra, la oportunidad de sentarse a una mesa con una de ellas y pedir una botella de champán de precio exorbitante, y luego, si a uno le apetece, la posibilidad de llegar a un acuerdo económico y retirarse a la intimidad de una habitación en el hotel de al lado. La escena empieza para mi cuando estoy sentado en una de las mesas con una chica y acaban de traernos el cubo de champán. La chica era tahitiana, recuerdo, y muy guapa: no tendría más de diecinueve o veinte años, era muy menuda y llevaba un vestido blanco de red sin nada debajo, un entrecruzado de cables sobre su suave piel morena. El efecto era extraordinariamente erótico. Recuerdo sus pechos redondos visibles por los agujeros en forma de diamante, la abrumadora suavidad de su cuello cuando me incliné y lo besé. Me dijo su nombre, pero yo insistí en llamarla Fayaway, diciéndole que ella era una exiliada de Taipi y yo era Herman Melville, un marinero americano que había venido desde Nueva York para rescatarla. Ella no tenía ni la menor idea de lo que le estaba diciendo, pero continuó sonriendo, sin duda pensando que estaba loco, mientras yo parloteaba en mi francés chapurreado; permanecía imperturbable, riéndose cuando yo me reía, permitiendo que la besara donde quisiera.

Estábamos sentados en un reservado en el rincón y desde mí asiento yo veía el resto de la sala. Los hombres iban y venían, algunos asomaban la cabeza por la puerta y se marchaban, otros se quedaban a tomar una copa en la barra, uno o dos se iban a una mesa como había hecho yo. Al cabo de unos quince minutos entró un joven que era evidentemente americano. Me pareció que estaba nervioso, como si no hubiera estado nunca en un sitio así, pero su francés era sorprendentemente bueno, y cuando pidió un whisky en la barra y empezó a hablar con una de las chicas, vi que pensaba quedarse un rato. Le estudié desde mi rincón, sin dejar de pasar la mano por la pierna de Fayaway y de hundir la cara en su cuello; pero cuanto más tiempo se quedaba él en la barra, más me distraía. Era alto, de constitución atlética, con el pelo rubio y una actitud abierta y bastante juvenil. Supuse que tendría veintiséis o veintisiete años, un estudiante graduado, quizá, o bien un joven abogado que trabajaba para una empresa americana en París. No había visto nunca a aquel hombre, y sin embargo había algo en él que me resultaba familiar, algo que me impedía apartar la vista: una breve quemadura, una extraña sinapsis de reconocimiento. Probé a ponerle varios nombres, le paseé por el pasado, devané la bovina de asociaciones, pero nada. No es nadie, me dije, renunciando finalmente. Y luego, de repente, por alguna confusa cadena de razonamientos, terminé el pensamiento añadiendo: y si no es nadie, debe ser Fanshawe. Me reí en alto de mi broma. Siempre alerta, Fayaway se rió conmigo. Yo sabía que nada podía ser más absurdo, pero lo dije otra vez: Fanshawe. Y luego otra: Fanshawe. Y cuanto más lo decía, más me complacía decirlo. Cada vez que la palabra salía de mi boca, iba seguida de otra carcajada. Su sonido me embriagaba; me llevaba a un paroxismo de risas roncas, y poco a poco Fayaway pareció desconcertarse. Probablemente había pensado que me refería a alguna práctica sexual, que estaba haciendo un chiste que ella no podía entender, pero mis repeticiones habían privado gradualmente a la palabra de su significado, y ella empezó a oírla como una amenaza. Yo miraba al hombre que estaba al otro extremo de la sala y decía la palabra una vez más. Mi felicidad era inconmensurable. Exultaba por la pura falsedad de mi afirmación, celebrando el nuevo poder que me había conferido a mí mismo. Yo era el sublime alquimista que podía cambiar el mundo a su antojo. Aquel hombre era Fanshawe porque yo decía que era Fanshawe, y eso era todo. Nada podía detenerme ya. Sin siquiera pararme a pensarlo; murmuré al oído de Fayaway que volvía enseguida, me solté de sus maravillosos brazos y me acerque al seudo-Fanshawe. Con mi mejor imitación del acento de Oxford, le dije:

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