—Oh, lo encontrarás, papá. No te preocupes por eso.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque tú eres el emperador. Un emperador puede conseguir todo lo que quiere.
Llovió durante todo el viaje, el cielo incluso amenazaba nieve cuando llegamos a Providence. En Boston me compré un paraguas y recorrí los últimos tres o cuatro kilómetros a pie. Las calles estaban tristes bajo la luz gris amarillenta y mientras caminaba hacia South End, casi no vi a nadie: un borracho, un grupo de adolescentes, un empleado de la telefónica, dos o tres chuchos vagabundos. Columbus Square consistía en diez o doce casas en hilera, dando a una isla empedrada que las separaba de la arteria principal. El número nueve era la más deteriorada de todas: cuatro plantas como las demás, pero medio hundida, con tablas apuntalando la entrada y una fachada de ladrillo muy necesitada de arreglo. Sin embargo, tenía una impresionante solidez, una elegancia decimonónica que seguía viéndose a través de las grietas. Imaginé habitaciones grandes con techos altos, cómodas repisas en las ventanas, molduras en las paredes. Pero no llegué a ver nada de esto. Nunca pasé del vestíbulo.
Había un llamador de metal herrumbroso en la puerta, media esfera con un tirador en el centro, y cuando hice girar la manija, emitió el sonido de alguien vomitando: un sonido ahogado de arcadas que no llegó muy lejos. Esperé, pero no pasó nada. Volví a llamar, pero no acudió nadie. Luego, probando a mover la puerta, vi que no estaba cerrada con llave, la empujé y la abrí, me detuve y luego entré. El vestíbulo estaba vacío. A mi derecha estaba la escalera, con su barandilla de caoba y escalones de madera desnuda; a mi izquierda había una puerta doble cerrada que sin duda ocultaba la sala; enfrente había otra puerta, también cerrada, que probablemente daba a la cocina. Vacilé un momento, me decidí por la escalera y estaba a punto de subir cuando oí algo detrás de las puertas dobles, unos ligeros golpecitos, seguidos de una voz que no entendí. Me aparté de la escalera y miré la puerta, escuchando por si volvía a oír la voz. No sucedió nada.
Un largo silencio. Luego, casi en un susurro, la voz habló de nuevo.
—Aquí —dijo.
Me acerqué a las puertas y apreté el oído contra la rendija entre las dos hojas.
—¿Eres tú, Fanshawe?
—No uses ese nombre —dijo la voz, más claramente esta vez—. No te permitiré que uses ese nombre.
La voz de la persona estaba en línea recta con mi oído. Sólo la puerta nos separaba y estábamos tan cerca que yo sentía como si las palabras se vertieran en mi cabeza. Era como escuchar el corazón de un hombre latiendo dentro de su pecho, como examinar un cuerpo buscando su pulso. Él dejó de hablar y noté su aliento escapando por la rendija.
—Déjame entrar —dije—. Abre la puerta y déjame entrar.
—No puedo hacerlo —contestó la voz—. Tendremos que hablar así.
Agarré el picaporte y sacudí las puertas presa de la frustración.
—Abre —dije—. Abre o echaré la puerta abajo.
—No —dijo la voz—. La puerta seguirá cerrada.
Ahora estaba convencido de que era Fanshawe quien se encontraba allí dentro. Deseaba que fuera un impostor, pero reconocía demasiado bien aquella voz para creer que era otra persona.
—Estoy aquí de pie con una pistola en la mano —dijo— que te apunta directamente. Si cruzas esa puerta, te matare.
—No te creo.
—Escucha —dijo, y luego oí que se alejaba de la puerta.
Un segundo más tarde oí un disparo, seguido del sonido de la escayola al caer al suelo. Mientras tanto traté de mirar por la rendija, esperando entrever la habitación, pero el espacio era demasiado estrecho. No pude ver más que un hilo de luz, un solo filamento gris. Luego la boca volvió y ya no pude ver ni eso.
—De acuerdo —dije—, tienes una pistola. Pero si no me dejas verte, ¿cómo sabré que eres quien dices ser?
—No he dicho quién soy.
—Deja que lo exprese de otra manera. ¿Cómo puedo saber que estoy hablando con la persona adecuada?
—Tendrás que confiar en mí.
—A estas alturas, confianza es lo último que deberías esperar.
—Te digo que soy la persona adecuada. Eso debería bastarte. Has venido al sitio adecuado y yo soy la persona adecuada.
—Creí que querías verme. Eso es lo que decías en tu carta.
—Decía que quería hablar contigo. Es diferente.
—No afinemos tanto.
—Sólo te recuerdo lo que escribí.
—No me presiones demasiado, Fanshawe. Nada me impide marcharme de aquí.
Oí una repentina aspiración de aire y luego una mano dio una violenta palmada contra la puerta.
—Nada de Fanshawe! —gritó—. Nada de Fanshawe, nunca más!
Dejé pasar unos momentos, no queriendo provocar otro estallido. La boca se apartó de la rendija y me pareció oír gemidos procedentes del centro de la habitación, gemidos o sollozos, no estaba seguro. Me quedé allí esperando, sin saber qué decir. Finalmente la boca volvió y, tras otra larga pausa, Fanshawe dijo:
—¿Sigues ahí?
—Sí.
—Perdóname. No quería empezar así.
—Recuerda —dije— que sólo estoy aquí porque tú me pediste que viniera.
—Lo sé. Y te lo agradezco.
—Podría servir de ayuda que me explicaras por qué me invitaste a venir.
—Más tarde. No quiero hablar de eso todavía.
—Entonces, ¿de qué?
—De otras cosas. De las cosas que han pasado.
—Te escucho.
—Porque no quiero que me odies. ¿Puedes comprender eso?
—No te odio. Hubo un tiempo en que te odié, pero ya ha pasado.
—Hoy es mi último día, ¿entiendes? Y tenía que asegurarme.
—¿Es aquí donde has estado todo el tiempo?
—Vine aquí hace unos dos años, creo.
—¿Y antes de eso?
—Aquí y allá. Ese hombre me seguía la pista y tenía que estar siempre en movimiento. Eso me proporcionó un verdadero gusto por los viajes. Todo lo contrario de lo que me imaginaba. Mi plan siempre había sido quedarme quieto y dejar correr el tiempo.
—¿Estás hablando de Quinn?
—Sí. El detective privado.
—¿Te encontró?
—Dos veces. Una vez en Nueva York, la siguiente en el sur.
—¿Por qué mintió?
—Porque le asusté mortalmente. Sabía lo que le ocurriría si alguien se enteraba.
—Desapareció, ¿sabes? No pude encontrar ni rastro de él.
—Está en alguna parte. Eso no importa.
—¿Cómo conseguiste librarte de él?
—Le di la vuelta a la situación. Él pensaba que me seguía, pero en realidad era yo quien le seguía a él. Me encontró en Nueva York, por supuesto, pero me escapé, me escapé de entre sus dedos. Después de eso fue como jugar un juego. Le fui guiando, dejándole pistas por todas partes, haciendo imposible que no me encontrara. Pero yo le estaba vigilando todo el tiempo, y cuando llegó el momento, le provoqué y se metió derecho en mi trampa.
—Muy hábil.
—No. Fue estúpido. Pero no tenía elección. Era eso o que me cogiera, lo cual habría significado que me tratasen como a un loco. Me odié por ello. Él sólo estaba haciendo su trabajo, después de todo, y sentí pena por él. La pena me asquea, especialmente cuando la encuentro en mí mismo.
—¿Y luego?
—No podía estar seguro de que mi truco hubiera dado resultado realmente. Pensé que Quinn podía volver a encontrarme. Así que seguí moviéndome, incluso cuando ya no tenía necesidad de hacerlo. Perdí casi un año de esa manera.
—¿Dónde fuiste?
—Al sur, al suroeste. Quería estar donde hiciera calor. Viajaba a pie, ¿comprendes?, dormía a la intemperie, trataba de ir donde no hubiera mucha gente. Es un país enorme, ¿sabes? Absolutamente desconcertante. En una época me quedé en el desierto durante unos dos meses; Más tarde viví en una choza al borde de una reserva de indios hopi en Arizona. Los indios tuvieron una asamblea tribal antes de darme permiso para quedarme allí.
—Eso te lo estás inventando.
—No te pido que me creas. Te cuento la historia, nada más. Puedes pensar lo que quieras.
—¿Y luego?
—Estuve en alguna parte de Nuevo México. Un día entré en un restaurante de carretera para comer algo y alguien se había dejado un periódico en el mostrador. Lo cogí y lo leí. Así fue como me enteré de que se había publicado un libro mío.
—¿Te sorprendió?
—Esa no es la palabra que yo usaría.
—¿Cuál, entonces?
—No sé. Me enfadé, creo. Me disgusté.
—No lo entiendo.
—Me enfadé porque el libro era una mierda.
—Los escritores nunca pueden juzgar su trabajo.
—No, el libro era una mierda, créeme. Todo lo que hice era mierda.
—¿Entonces por qué no lo destruiste?
—Estaba demasiado apegado a él. Pero eso no significa que fuese bueno. Un niño está apegado a su caca, pero nadie se entusiasma por eso. Es estrictamente asunto suyo.
—Entonces, ¿por qué le hiciste prometer a Sophie que me enseñaría tu trabajo?
—Para calmarla. Pero eso ya lo sabes. Hace tiempo que lo adivinaste. Esa era mi excusa. La verdadera razón era encontrarle un nuevo marido.
—Dio resultado.
—Tenía que darlo. No elegí a cualquiera, ¿comprendes?
—¿Y los manuscritos?
—Pensé que tú los tirarías. Nunca se me ocurrió que alguien se tomara en serio la obra.
—¿Qué hiciste después de leer que el libro había sido publicado?
—Volví a Nueva York. Era algo absurdo, pero estaba un poco fuera de mí, ya no podía pensar con claridad. El libro me había obligado a hacer lo que había hecho, ¿comprendes? Y ahora tenía que volver a luchar con él. Una vez publicado el libro, ya no podía retroceder.
—Creí que habías muerto.
—Eso es lo que tenías que creer. Por lo menos, me demostró que Quinn ya no era un problema. Pero este nuevo problema era mucho peor. Entonces fue cuando te escribí la carta.
—Eso fue algo cruel.
—Estaba enfadado contigo. Quería que sufrieses, que vivieses con las mismas cosas con las que yo había vivido. En el instante en que eché la carta en el buzón, me arrepentí.
—Demasiado tarde.
—Sí, demasiado tarde.
—¿Cuánto tiempo te quedaste en Nueva York?
—No lo sé. Seis u ocho meses, creo.
—¿Cómo vivías? ¿Cómo ganabas el dinero necesario para vivir?
—Robaba cosas.
—¿Por qué no me dices la verdad?
—Hago lo que puedo. Te estoy contando todo lo que puedo contarte.
—¿Qué más hiciste en Nueva York?
—Te vigilé. Os vigilé a ti, a Sophie y al niño. Hubo una época en que incluso acampé delante de vuestro edificio. Durante dos o tres semanas, quizá un mes. Te seguía a todas partes. Una o dos veces incluso tropecé contigo en la calle, te miré directamente a los ojos. Pero tú nunca te diste cuenta. Era fantástico comprobar que no me veías.
—Te estás inventando todo eso.
—Ya no debo tener el mismo aspecto.
—Nadie puede cambiar tanto.
—Creo que estoy irreconocible. Pero eso fue una suerte para ti. Si hubiera ocurrido algo, probablemente te habría matado. Durante todo el tiempo que estuve en Nueva York, sólo tenía pensamientos asesinos. Un mal asunto. Allí estuve muy cerca de una especie de horror.
—¿Qué te detuvo?
—Encontré el valor necesario para marcharme.
—Eso fue noble por tu parte.
—No estoy intentando defenderme. Sólo te estoy contando la historia.
—Y luego, ¿qué?
—Volví a embarcarme. Todavía tenía mí tarjeta de marinero y me enrolé en un carguero griego. Fue asqueroso, verdaderamente repugnante de principio a fin. Pero me lo merecía; era exactamente lo que quería. El barco iba a todas partes, la India, Japón, el mundo entero. No bajé a tierra ni una vez. Cada vez que llegábamos a puerto, bajaba a mi camarote y me encerraba allí. Pasé dos años así, sin ver nada, sin hacer nada, viviendo como un muerto.
—Mientras yo intentaba escribir la historia de tu vida.
—¿Es eso lo que estabas haciendo?
—Eso parecía.
—Un gran error.
—No hace falta que me lo digas. Lo descubrí yo solo.
—El barco atracó en Boston un día y decidí abandonarlo. Había ahorrado una gran cantidad de dinero, más que suficiente para comprar esta casa. He estado aquí desde entonces.
—¿Qué nombre usas?
—Henry Dark. Pero nadie sabe quién soy. No salgo nunca. Hay una mujer que viene dos veces a la semana y me trae lo que necesito, pero no la veo nunca. Le dejo una nota al pie de la escalera, junto con el dinero que le debo. Es un arreglo sencillo y eficaz. Eres la primera persona con quien hablo en dos años.
—¿Has pensado alguna vez que estás perdiendo el juicio?
—Sé que eso es lo que te parece, pero no es así, créeme. Ni siquiera deseo malgastar mi aliento hablándote de ello. Lo que necesito para mí es muy diferente de lo que necesitan otras personas.
—¿No es esta casa un poco grande para una sola persona?
—Demasiado grande. No he salido de la planta baja desde el día en que me mudé aquí.
—Entonces, ¿por qué la compraste?
—No me costó casi nada. Y me gustaba el nombre de la calle. Me atraía.
—¿Columbus Square?
—Sí.
—No te sigo.
—Me pareció un buen presagio. Volver a América y luego encontrar una casa en una calle que se llamaba Columbus
[10]
. Hay una cierta lógica en ello.
—Y aquí es donde piensas morir.
—Exactamente.
—Tu primera carta decía siete años. Todavía te falta uno.
—Me he demostrado lo que quería. No hay necesidad de continuar. Estoy cansado. He tenido suficiente.
—¿Me pediste que viniera porque pensaste que te lo impediría?
—No. En absoluto. No espero nada de ti.
—Entonces, ¿qué quieres?
—Tengo algunas cosas que darte. En un momento dado comprendí que te debía una explicación por lo que hice. Por lo menos un intento. He pasado los últimos seis meses tratando de escribirla.
—Creí que habías dejado de escribir para siempre.
—Esto es diferente. No tiene nada que ver con lo que hacía.
—¿Dónde está?
—Detrás de ti. En el suelo del armario que está debajo de la escalera. Un cuaderno rojo.
Me volví, abrí la puerta del armario y cogí el cuaderno. Era un cuaderno corriente de espiral con doscientas páginas rayadas. Eché una rápida ojeada al contenido y vi que todas las páginas estaban llenas: la misma conocida escritura, la misma tinta negra, la misma letra pequeña. Me levanté y regresé a la rendija entre las dos hojas de la puerta.