La trilogía de Nueva York (38 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

BOOK: La trilogía de Nueva York
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Las cartas siguientes continúan en la misma línea, menciona varios nombres, alude a diversos trabajos. Deduzco que el dinero que Fanshawe ganó en el barco le duró aproximadamente un año y que a partir de entonces fue tirando lo mejor que pudo. Durante algún tiempo parece que tradujo una serie de libros de arte; en otra época hay pruebas de que dio clases particulares de inglés a varios alumnos de
lycée
; parece que también trabajó un verano en la oficina de París del
New York Times
, como telefonista en el turno de noche (lo cual, por lo menos, indica que hablaba el francés con fluidez); y luego hay un periodo bastante curioso durante el cual trabajó esporádicamente para un productor cinematográfico, revisando adaptaciones, traduciendo, haciendo sinopsis de guiones. Aunque hay pocas alusiones autobiográficas en cualquiera de las obras de Fanshawe, creo que ciertos incidentes de
El país de nunca jamás
pueden estar inspirados en esta última experiencia (la casa de Montag en el capitulo siete; el sueño de Flood en el capitulo treinta). «Lo más extraño de este hombre», escribe Fanshawe (refiriéndose al productor de cine en una de sus cartas), «es que mientras en sus tratos financieros con los ricos bordea la delincuencia (tácticas criminales, mentiras descaradas), es muy bondadoso con aquellos a quienes la suerte ha abandonado. Raras veces demanda o lleva a los tribunales a las personas que le deben dinero, sino que les da la oportunidad de saldar sus deudas dándoles trabajo. Por ejemplo, su chófer es un marqués indigente que le lleva en un Mercedes blanco. Hay un viejo barón que no hace nada más que fotocopias. Cada vez que visito la casa para entregar mi trabajo hay un lacayo nuevo de pie en una esquina, algún noble decrépito escondido detrás de las cortinas, algún elegante financiero que resulta ser el botones. Tampoco tira nada. Cuando el ex director que había estado viviendo en la habitación de la doncella en el sexto piso se suicidó el mes pasado, yo heredé su abrigo. Lo llevo desde entonces, es una prenda negra y larga que me llega casi hasta los tobillos. Me hace parecer un espía.»

En cuanto a la vida privada de Fanshawe, sólo hay vagos indicios. Menciona una cena, describe el estudio de un pintor, el nombre de Anne asoma una o dos veces, pero la naturaleza de estas relaciones es oscura. Ésta era la clase de cosa que yo necesitaba, sin embargo. Haciendo el necesario trabajo de piernas, saliendo y haciendo suficientes preguntas, me figuraba que finalmente podría localizar a algunas de estas personas.

Aparte de un viaje de tres semanas a Irlanda (Dublin, Cork, Limerick, Sligo), Fanshawe parece haber permanecido más o menos quieto. Terminó la versión definitiva de
Oscurecimientos
en algún momento de su segundo año en París; escribió
Milagros
durante el tercero, junto con cuarenta o cincuenta poemas cortos. Todo esto es bastante fácil de determinar, ya que fue más o menos en esa época cuando Fanshawe adquirió la costumbre de fechar el trabajo. Lo que aún no está claro es el momento preciso en que dejó París para irse al campo, pero creo que debió de ser entre junio y septiembre de 1971. Las cartas empiezan a escasear a partir de entonces y los cuadernos no dan más que una lista de los libros que estaba leyendo (
Historia del mundo
, de Raleigh, y
Los viajes
de Cabeza de Vaca). Pero, una vez instalado en la casa de campo, hace un relato bastante minucioso de cómo acabó allí. Los detalles en sí mismos no son importantes, pero emerge un dato crucial: mientras vivió en Francia, Fanshawe no ocultó el hecho de que era escritor. Sus amigos conocían su trabajo, y si hubo alguna vez un secreto, lo fue sólo para su familia. Esto es un claro desliz por su parte, la única vez en sus cartas que se delata. «Los Dedmon, un matrimonio americano que conocí en París», escribe, «no podrán visitar su casa de campo durante un año (se marchan a Japón). Debido a que les han entrado en la casa una o dos veces para robar, se resisten a dejarla vacía y me han ofrecido el empleo de guardés. No sólo me la dejan gratis, sino que también me permiten usar su coche y me dan un pequeño sueldo (lo suficiente para ir tirando si tengo mucho cuidado). Esto es un golpe de suerte. Dicen que prefieren pagarme a mí para que me siente en su casa y escriba durante un año que alquilársela a unos desconocidos.» Un pequeño detalle, quizá, pero cuando me lo encontré en la carta, me animé. Fanshawe había bajado momentáneamente la guardia, y si eso había sucedido una vez, no había ninguna razón para suponer que no pudiera volver a pasar.

Como ejemplos de escritura, las cartas del campo sobrepasan a todas las demás. A estas alturas, el ojo de Fanshawe se ha vuelto increíblemente agudo, y uno intuye una nueva disponibilidad de las palabras dentro de él, como si la distancia entre ver y escribir se hubiese acortado, los dos actos son ahora casi idénticos, parte de un solo gesto ininterrumpido. A Fanshawe le preocupa el paisaje y vuelve a él una y otra vez, observándolo interminablemente, registrando interminablemente sus cambios. Su paciencia ante estas cosas es cuando menos notable y hay pasajes literarios sobre la naturaleza, tanto en las cartas como en los cuadernos, tan luminosos como los mejores que he leído. La casa de piedra en la que vive (muros de sesenta centímetros de grosor) fue construida durante la Revolución: a un lado hay un pequeño viñedo, al otro un prado donde pastan las ovejas; detrás hay un bosque (urracas, grajos, jabalíes) y delante, al otro lado de la carretera, están los barrancos que llevan a la aldea (cuarenta habitantes). En estos mismos barrancos, ocultas por una maraña de arbustos y de árboles, están las ruinas de una capilla que en otro tiempo perteneció a los Caballeros Templarios. Retama, tomillo, robles achaparrados, tierra roja, arcilla blanca, el mistral: Fanshawe vivió en medio de estas cosas durante más de un año, y poco a poco parecen haberle cambiado, haberle enraizado más profundamente en si mismo. Vacilo en hablar de una experiencia religiosa o mística (estos términos no significan nada para mí), pero todas las pruebas parecen indicar que Fanshawe estuvo solo durante todo el tiempo, casi sin ver a nadie, casi sin abrir la boca. El rigor de esta vida le disciplinó, la soledad se convirtió en un pasadizo hacia el yo, un instrumento para el descubrimiento. Aunque todavía era muy joven entonces, creo que este periodo marca el comienzo de su madurez como escritor. A partir de ese momento la obra ya no es prometedora, está consumada, lograda, es inconfundiblemente suya. Comenzando por la larga secuencia de poemas escritos en el campo (
Fundamentos
) y continuando con las obras de teatro y
El país de nunca jamás
(todas escritas en Nueva York), Fanshawe está en plena floración. Uno busca indicios de locura, signos del pensamiento que finalmente le puso contra sí mismo, pero la obra no revela nada de esto. Fanshawe es sin duda una persona poco corriente, pero según todas las apariencias está cuerdo, y cuando regresa a América en el otoño de 1972 parece totalmente dueño de sí mismo.

Mis primeras respuestas vinieron de las personas que Fanshawe había conocido en Harvard. La palabra
biografía
parecía abrirme las puertas y no tuve ninguna dificultad para conseguir citas con la mayoría de ellos. Vi a su compañero de habitación del primer curso; vi a varios de sus amigos; vi a dos o tres de las chicas de Radcliffe con las que había salido. No saqué mucho de ellos, sin embargo. De todas las personas a las que conocí, sólo una me dijo algo de interés. Fue Paul Schiff, cuyo padre le había conseguido a Fanshawe el trabajo en el petrolero. Schiff era ahora pediatra en el condado de Westchester y hablamos en su consulta una tarde durante varias horas. Era de una seriedad que me gustó (un hombre pequeño e intenso, el pelo ya ralo, los ojos firmes y la voz suave y clara) y habló abiertamente, sin necesidad de sonsacarle. Fanshawe había sido una persona importante en su vida y recordaba bien su amistad.

—Yo era un chico diligente —le dijo Schiff—. Trabajador, obediente, sin mucha imaginación. A Fanshawe no le intimidaba Harvard de la misma manera que a todos nosotros, y creo que a mí me impresionaba eso. Había leído más que nadie, más poetas, más filósofos, más novelistas, pero las asignaturas parecían aburrirle. No le importaban las notas, faltaba mucho a clase, parecía ir a su aire. El primer año vivíamos en el mismo pasillo y por alguna razón me eligió para ser su amigo. A partir de entonces, más o menos, fui a remolque de él. Fanshawe tenía tantas ideas sobre todas las cosas que creo que aprendí más de él que en ninguna de las clases. Supongo que fue un caso grave de adoración al héroe, pero Fanshawe me ayudó y yo no lo he olvidado. Fue el único que me ayudó a pensar por mí mismo, a hacer mis propias elecciones. De no ser por él, nunca habría sido médico. Me pasé a medicina porque él me convenció de que debía hacer lo que deseaba hacer, y todavía le estoy agradecido.

»Hacia la mitad del segundo año Fanshawe me dijo que iba a dejar la universidad. No me sorprendió realmente. Cambridge no era el sitio adecuado para Fanshawe y yo sabía que él estaba inquieto, deseoso de marcharse. Hablé con mí padre, que representaba al sindicato de marineros, y él le consiguió trabajo a Fanshawe en un barco. Lo organizó todo muy bien, le ahorró a Fanshawe todo el papeleo y unas semanas más tarde se fue. Supe de él varias veces, postales de un sitio y otro. Hola, cómo estás, esa clase de cosas. No me molestó, sin embargo, y me alegraba de haber podido hacer algo por él. Pero luego todos esos buenos sentimientos me estallaron en la cara. Yo estaba en Nueva York un día, hace unos cuatro años, andando por la Quinta Avenida y me encontré a Fanshawe, allí mismo, en la calle. Yo estaba encantado de verle, verdaderamente sorprendido y contento, pero él apenas me habló. Era como si se hubiera olvidado de mí. Muy rígido, casi grosero. Tuve que obligarle a coger mi dirección y mi número de teléfono. Prometió llamarme, pero por supuesto nunca lo hizo. Me dolió mucho, se lo aseguro. Qué hijo de puta, pensé, ¿quién se cree que es? Ni siquiera me dijo qué hacía, eludió mis preguntas y se fue. Adiós a los tiempos de la universidad, pensé. Adiós a la amistad. Me dejó un sabor amargo en la boca. El año pasado mi mujer compró un libro suyo y me lo regaló por mi cumpleaños. Sé que es infantil, pero no he tenido valor para abrirlo. Está en la librería cogiendo polvo. Es muy extraño, ¿no? Todo el mundo dice que es una obra maestra, pero no creo que yo pueda leerlo nunca.

Éste fue el comentario más lúcido que me hizo nadie. Algunos de sus compañeros del petrolero tenían cosas que decir, pero nada que realmente sirviera a mi propósito. Otis Smart, por ejemplo, recordaba las cartas de amor que Faushawe escribía en su nombre. Cuando le llamé por teléfono a Baton Rouge, me habló largamente de ellas, incluso citando algunas de las frases que Fanshawe se había inventado («Mi querida pies bailarines», «Mi mujer de zumo de calabaza», «Mi perversidad de los sueños viciosos», etcétera), riéndose mientras hablaba. Lo más gracioso, me dijo, era que todo el tiempo que él estuvo mandándole aquellas cartas a Sue-Ann, ella estaba tonteando con otro y el día en que él volvió le comunicó que iba a casarse.

—Más vale así —añadió Smart—. Me encontré a Sue-Ann en mi pueblo el año pasado y debe pesar unos ciento cincuenta kilos. Parece una gorda de tebeo, pavoneándose por la calle con unos pantalones elásticos de color naranja y un montón de críos berreando a su alrededor. Me dio risa, de veras, acordándome de las cartas. Ese Fanshawe me hacía verdadera gracia. Soltaba una de sus frases y yo me partía de risa. Es una lástima lo que le ha sucedido. Da pena enterarse de que un tipo la ha palmado tan joven.

Jeffrey Brown, ahora jefe de cocina en un restaurante de Houston, había sido el ayudante de cocina en el barco. Recordaba a Fanshawe como el único blanco de la tripulación que había sido simpático con él.

—No era fácil —me dijo Brown—. La mayor parte de la tripulación eran paletos blancos del sur y hubieran preferido escupirme a decirme hola. Pero Fanshawe se puso de mi lado, no le importaba lo que pensara nadie. Cuando llegábamos a Baytown y sitios así, bajábamos a tierra juntos para beber, buscar chicas o lo que fuera. Yo conocía esas ciudades mejor que Fanshawe y le dije que si quería seguir conmigo no podíamos ir a los bares de marineros. Yo sabia lo que valdría mi culo en sitios así y no quería líos. Ningún problema, me dijo Fanshawe, y nos íbamos a los barrios negros. La mayor parte del tiempo la situación era bastante tranquila en el barco, nada que yo no pudiera manejar. Pero luego vino durante unas semanas un tipo pendenciero. Un tipo que se llamaba Cutbirth, Roy Cutbirth. Era un engrasador blanco y estúpido al que finalmente echaron del barco cuando el jefe de máquinas se dio cuenta de que no tenía ni idea de motores. Había hecho trampa en el examen de engrasador para conseguir el trabajo, era el hombre apropiado para tenerlo allí abajo si se quería volar el barco. Este Cutbirth era tonto, malo y tonto. Tenía unos tatuajes en los nudillos, una letra en cada dedo: A-M-O-R en la mano derecha y O-D-I-O en la izquierda. Cuando uno veía esa clase de gilipollez, lo único que quería era mantenerse alejado. Ese tipo fanfarroneó una vez delante de Fanshawe sobre cómo solía pasar las noches del sábado en su pueblo de Alabama: sentado en una colina sobre la carretera interestatal y disparando a los coches. Un tipo encantador, lo mires como lo mires. Y encima tenía un ojo enfermo, todo inyectado en sangre e hinchado. Pero también le gustaba presumir de eso. Parece que se le puso así cuando le saltó un pedazo de cristal. Eso ocurrió en Selma, decía, cuando le tiraba botellas a Martin Luther King. No hace falta que le diga que ese Cutbirth no era mi amigo del alma. Solía lanzarme continuas miradas asesinas, murmurando entre dientes y asintiendo para sí, pero yo no le hacía ningún caso. Las cosas siguieron así durante algún tiempo. Luego lo intentó cuando Fanshawe estaba cerca, y le salió demasiado alto y Fanshawe lo oyó. Se para, se vuelve a Cutbirth y le dice: «¿Qué has dicho?», y Cutbirth, en plan duro y gallito, dice algo como «Me estaba preguntando cuándo os casáis tú y el conejito de la selva, cariño.» Bueno, Fanshawe era siempre pacífico y amable, un verdadero caballero, no sé si me entiende, así que yo no esperaba lo que pasó. Fue como ver a ese tipo de la tele, el hombre que se convierte en bestia. De pronto se enfadó, quiero decir que se puso furioso, casi fuera de sí de rabia. Agarró a Cutbirth por la camisa y le lanzó contra la pared, le clavó allí, echándole el aliento a la cara. «No vuelvas a decir eso», dice Fanshawe, echando chispas por los ojos. «No vuelvas a decir eso o te mato.» Y vaya si le creías cuando lo decía. Estaba dispuesto a matar y Cutbirth se dio cuenta. «Era una broma», dice. «Sólo una broma.» Y ahí se acabó todo, muy deprisa. Todo el asunto no duró más que un instante. Unos dos días después despidieron a Cutbirth. Fue una suerte. Si llega a quedarse más tiempo, cualquiera sabe lo que podía haber pasado.

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