Obtuve docenas de declaraciones como ésta, en cartas, en conversaciones telefónicas, en entrevistas. La cosa continuó durante meses y cada día se ampliaba el material, crecía en olas geométricas, acumulando más y más asociaciones, una cadena de contactos que acabó por adquirir vida propia. Era un organismo infinitamente voraz y al final vi que no había nada que le impidiese hacerse tan grande como el mundo. Una vida toca otra vida, que a su vez toca otra, y enseguida los eslabones se convierten en innumerables, imposibles de calcular. Supe de la existencia de una mujer gorda en un pueblo de Louisiana; supe de la existencia de un racista demente con tatuajes en los dedos. Supe de docenas de personas de las que nunca había oído hablar y cada una de ellas tenía un papel en la vida de Fanshawe. Todo eso estaba muy bien, quizá, y uno podría decir que ese superavit de conocimientos era precisamente lo que demostraba que estaba llegando a alguna parte. Yo era un detective, después de todo, y mi trabajo consistía en buscar pistas. Enfrentado a millones de datos azarosos, conducido por millones de caminos falsos, tenía que encontrar el único camino que me llevaría a donde yo quería ir. Hasta ahora el hecho esencial era que no lo había encontrado. Ninguna de aquellas personas había visto a Fanshawe o tenido noticias de él desde hacía años, y a menos que dudara de todo lo que me decían, a menos que empezara a investigar a cada uno de ellos, tenía que suponer que me decían la verdad.
A lo que se reducía aquello era, creo yo, a una cuestión de método. En cierto sentido, yo ya sabía todo lo que había que saber acerca de Fanshawe. Las cosas que descubrí no me enseñaban nada importante, no contradecían lo que yo ya sabía. O, por decirlo de otra manera, el Fanshawe que yo había conocido no era el mismo Fanshawe al que estaba buscando. Había habido una ruptura en alguna parte, una súbita e incomprensible ruptura, y las cosas que me decían las distintas personas a las que interrogué no explicaban eso. En última instancia, sus declaraciones sólo confirmaban que lo sucedido no era posible. Que Fanshawe era amable, que Fanshawe era cruel, esto era una vieja historia, y yo me la sabía de memoria. Lo que yo buscaba era algo diferente, algo que ni siquiera podía imaginar: un acto puramente irracional, algo totalmente atípico, una contradicción de todo lo que Fanshawe había sido hasta el momento en que desapareció. Intentaba una y otra vez saltar a lo desconocido, pero cada vez que aterrizaba, me encontraba en territorio conocido, rodeado de lo que me resultaba más familiar.
Cuanto más avanzaba, más se estrechaban las posibilidades. Quizá eso era una buena cosa, no lo sé. Aunque fuese sólo eso, sabía que cada vez que fracasaba, había un sitio menos donde buscar. Pasaron los meses, más meses de los que me gustaría reconocer. En febrero y marzo pasé la mayor parte de mi tiempo buscando a Quinn, el detective privado que había trabajado para Sophie. Curiosamente, no encontré ni rastro de él. Parecía que ya no se dedicaba a eso, ni en Nueva York ni en ninguna parte. Durante un tiempo investigué informes de cadáveres que nadie había reclamado, interrogué a personas que trabajaban en el depósito municipal, traté de localizar a su familia, pero no conseguí nada. Como último recurso, consideré la posibilidad de contratar a otro detective privado para que le buscase, pero luego decidí no hacerlo. Me pareció que un desaparecido era suficiente y luego, poco a poco, agoté las posibilidades que tenía. A mediados de abril sólo me quedaba una. Esperé unos días más, confiando en tener suerte, pero no pasó nada. La mañana del veintiuno finalmente entré en una agencia de viajes y reservé plaza en un vuelo a París.
Yo tenía que marcharme el viernes. El martes Sophie y yo fuimos a comprar un tocadiscos. Una de sus hermanas menores estaba a punto de trasladarse a Nueva York y pensábamos darle nuestro viejo tocadiscos como regalo. La idea de sustituirlo estaba en el aire desde hacia varios meses y aquello al fin nos proporcionaba una excusa para salir a buscar uno nuevo. Así que nos fuimos al centro aquel martes, compramos el tocadiscos y nos lo llevamos a casa en un taxi. Lo pusimos en el mismo sitio donde estaba el viejo y luego metimos éste en la caja nueva. Una inteligente solución, pensamos, Karen debía llegar en mayo y mientras tanto queríamos guardarlo en algún sitio fuera de la vista. Fue entonces cuando nos topamos con un problema.
El espacio donde guardar cosas era limitado, como ocurre en la mayoría de los pisos de Nueva York, y parecía que no nos quedaba ningún sitio libre. El único armario que ofrecía alguna esperanza estaba en el dormitorio, pero el suelo estaba ya abarrotado de cajas: tres de fondo, dos de alto, cuatro de ancho, y en el estante superior tampoco cabía. Eran las cajas de cartón que contenían las cosas de Fanshawe (ropa, libros, objetos diversos), y habían estado allí desde el día en que nos mudamos. Ni Sophie ni yo supimos qué hacer con ellas cuando vaciamos su antiguo apartamento. No queríamos estar rodeados de recuerdos de Fanshawe en nuestra nueva vida, pero al mismo tiempo nos parecía mal tirarlas. Las cajas habían sido un compromiso y ya ni nos fijábamos en ellas. Se convirtieron en parte del paisaje doméstico —como la tabla del suelo rota debajo de la alfombra del cuarto de estar, como la grieta en la pared encima de nuestra cama—, invisibles en el flujo de la vida diaria. Ahora, cuando Sophie abrió la puerta del armario y miró dentro, su estado de ánimo cambió de pronto.
—Basta de esto —dijo, poniéndose en cuclillas junto al armario.
Apartó la ropa que colgaba sobre las cajas, haciendo entrechocar las perchas, separando el revoltijo con un gesto de frustración. Era una ira brusca, que parecía ir dirigida contra sí misma más que contra mí.
—¿Basta de qué?
Yo estaba de pie al otro lado de la cama, mirando su espalda.
—De todo —dijo ella, aún empujando la ropa de un lado a otro—. Basta de Fanshawe y sus cajas.
—¿Qué quieres hacer con ellas? —Me senté en la cama y esperé una respuesta, pero ella no contestó—. ¿Qué quieres hacer con ellas, Sophie? —repetí.
Ella se volvió para mirarme y vi que estaba al borde de las lágrimas.
—¿De qué sirve un armario si no puedes usarlo? —dijo. Le temblaba la voz, estaba perdiendo el control—. Quiero decir que él ha muerto, ¿no?, y si ha muerto, ¿para qué necesitamos todo esto, toda esta —hizo un gesto, buscando la palabra— basura? Es como vivir con un cadáver.
—Si quieres, podemos llamar al Ejército de Salvación —dije.
—Llámalos ahora mismo. Antes de decir una palabra más.
—Lo haré. Pero primero tendremos que abrir las cajas y seleccionar las cosas.
—No. Quiero que se lo lleven todo, enseguida.
—Me parece bien en cuanto a la ropa —dije—. Pero yo pensaba conservar los libros un poco más. Hace tiempo que quiero hacer una lista y buscar posibles notas en los márgenes. Terminaría en media hora.
Sophie me miró con incredulidad.
—No entiendes nada, ¿verdad? —dijo. Entonces, mientras se ponía de pie, finalmente se le saltaron las lágrimas, lágrimas infantiles, lágrimas que no se reservaban nada, que corrían por sus mejillas como si ella no se diera cuenta—. Ya no puedo hablar contigo. Sencillamente no oyes lo que digo.
—Hago todo lo que puedo, Sophie.
—No, no es verdad. Tú crees que sí, pero no. ¿No ves lo que está sucediendo? Le estás devolviendo la vida.
—Estoy escribiendo un libro. Eso es todo, sólo un libro. Pero si no me lo tomo en serio, ¿cómo crees que puedo hacerlo?
—Hay mucho más que eso. Lo sé, lo noto. Para que nuestra relación dure, él tiene que estar muerto. ¿No lo entiendes? Aunque esté vivo, tiene que estar muerto.
—¿De qué estás hablando? Por supuesto que está muerto.
—No por mucho tiempo. No si tú sigues así.
—Pero fuiste tú quien me animó. Tú querías que escribiese el libro.
—Eso fue hace cien años, cariño. Tengo mucho miedo de perderte. No podría soportarlo.
—Está casi terminado, te lo prometo. Este viaje es el último paso.
—Y luego ¿qué?
—Ya veremos. No puedo saber en qué me estoy metiendo hasta que esté dentro.
—Eso es lo que me da miedo.
—Podrías venir conmigo.
—¿A París?
—A París. Podríamos ir los tres juntos.
—Creo que no. Tal y como están las cosas no. Vete solo. Así, por lo menos, si vuelves, será porque quieres volver.
—¿Qué quiere decir eso de «si»?
—Sólo eso. «Si.» Como en «si vuelves».
—No puedes creer eso.
—Pues lo creo. Si las cosas siguen así, voy a perderte.
—No digas eso, Sophie.
—No puedo remediarlo. Ya casi te has ido. A veces me parece que te veo desaparecer delante de mis ojos.
—Eso es una tontería.
—Te equívocas. Estamos llegando al final, cariño, y ni siquiera lo sabes. Vas a desaparecer y nunca volveré a verte.
En París las cosas me parecieron extrañamente más grandes. El cielo estaba más presente que en Nueva York, sus caprichos eran más frágiles. Me sentí atraído por él, y durante el primer día lo observé constantemente, sentado en mi habitación del hotel, estudiando las nubes, esperando a que ocurriera algo. Eran nubes del norte, las nubes de los sueños que están siempre cambiando, acumulándose en enormes montañas grises, descargando breves chubascos, disipándose, juntándose de nuevo, tapando el sol, refractando la luz de maneras que siempre parecen distintas. El cielo de París tiene sus propias leyes, las cuales funcionan con independencia de la ciudad que hay abajo. Si los edificios parecen sólidos, anclados en la tierra, indestructibles, el cielo es vasto y amorfo, sujeto a constantes perturbaciones. Durante la primera semana me sentí como si me hubiesen puesto cabeza abajo. Aquélla era una ciudad del viejo mundo y no tenía nada que ver con Nueva York, con sus cielos bajos y calles caóticas, sus blandas nubes y agresivos edificios. Me habían desplazado y eso hacia que me sintiera repentinamente inseguro. Sentí que estaba perdiendo el control, y por lo menos una vez cada hora tenía que recordarme a mi mismo por qué estaba allí.
Mi francés no era ni bueno ni malo. Sabia lo suficiente como para entender lo que la gente me decía, pero hablar me resultaba difícil, y había veces que no acudía a mis labios ninguna palabra, veces que me costaba un esfuerzo decir incluso las cosas más sencillas. Creo que había cierto placer en aquello —experimentar el lenguaje como una colección de sonidos, verse empujado a la superficie de las palabras, donde los significados se desvanecen—, pero también era muy cansado y tenía el efecto de encerrarme en mis pensamientos. Para entender lo que la gente me decía tenía que traducirlo todo silenciosamente al inglés, lo cual significaba que incluso cuando entendía, lo lograba con retraso: hacia el trabajo dos veces y obtenía la mitad del resultado. Los matices, las asociaciones subliminales, las corrientes ocultas, todo eso se me escapaba. En última instancia, probablemente no sería equivocado decir que se me escapaba todo.
No obstante, seguí adelante. Tardé unos días en empezar la investigación, pero una vez que establecí mi primer contacto, los otros vinieron a continuación. Hubo algunas decepciones, sin embargo. Wyshnegradsky había muerto; no fui capaz de localizar a ninguna de las personas a las que Fanshawe había dado clases particulares de inglés; la mujer que le había contratado en el
New York Times
ya no estaba, hacía años que no trabajaba allí. Estas cosas eran de esperar, pero las encajé mal, sabiendo que incluso el más pequeño hueco podía ser fatal. Eran espacios vacíos para mí, espacios en blanco en el cuadro, y por mucho éxito que tuviera en llenar las otras zonas, quedarían dudas, lo cual significaba que el trabajo nunca podría estar verdaderamente terminado.
Hablé con los Dedmon, hablé con los editores de libros de arte para los que trabajó Fanshawe, hablé con la mujer que se llamaba Anne (resultó que había sido su novia), hablé con el productor de cine.
—Trabajos esporádicos —me dijo en un inglés con acento ruso—, eso es lo que hacía. Traducciones, sinopsis de guiones, un poco de negro literario para mi mujer. Era un chico listo, pero demasiado rígido. Muy literario, no sé si me entiende. Yo quise darle una oportunidad de trabajar como actor, incluso le ofrecí darle clases de esgrima y de equitación para una película que íbamos a hacer. Me gustaba su físico, pensé que podríamos sacar partido de él. Pero no le interesó. Tengo otros huevos que freír, me dijo. Algo así. Da igual. La película produjo millones y ¿qué me importa a mí que el chico no quisiera ser actor?
Allí había algo que valía la pena investigar, pero mientras estaba sentado con aquel hombre en su monumental piso de la Avenue Henri Martin, esperando cada frase de su historia entre llamadas telefónicas, de repente comprendí que no necesitaba oír nada más. Había una sola pregunta importante, y aquel hombre no podía contestarla. Si me quedaba y le escuchaba, me daría más detalles, más irrelevancias, otro montón de notas inútiles. Llevaba demasiado tiempo fingiendo que iba a escribir un libro y poco a poco había olvidado mi propósito. Basta, me dije, repitiendo conscientemente las palabras de Sophie, basta de esto, y entonces me levanté y me fui.
La cuestión era que ya nadie me observaba. Ya no tenía que disimular como me ocurría en casa. Ya no tenía que engañar a Sophie creando interminables tareas para mí. La comedia había terminado. Al fin podía desechar mi inexistente libro. Durante unos diez minutos, mientras volvía a pie al hotel cruzando el río, me sentí más feliz de lo que me había sentido en muchos meses. Las cosas se habían simplificado, se habían reducido a la claridad de un solo problema. Pero luego, en cuanto asimilé esta idea, comprendí lo mala que era la situación realmente. Estaba llegando al final y aún no le había encontrado. El error que andaba buscando no había aparecido. No había ninguna pista, ningún rastro que seguir. Fanshawe estaba oculto en alguna parte y toda su vida estaba oculta con él. A menos que él quisiera que le encontrasen, yo no tenía ni la más remota posibilidad.
Sin embargo, seguí adelante, tratando de llegar hasta el final, hasta el mismísimo final, ahondando ciegamente en las últimas entrevistas, no queriendo renunciar hasta que hubiese visto a todo el mundo. Deseaba llamar a Sophie. Un día incluso fui hasta la oficina de correos y esperé en la cola de las llamadas al extranjero, pero no llegué a llamarla. Ahora las palabras me fallaban constantemente y me entró pánico ante la idea de derrumbarme en el teléfono. ¿Qué podía decirle, después de todo? En lugar de eso, le mandé una postal de Laurel y Hardy. En la parte de atrás escribí: «Los verdaderos matrimonios nunca tienen sentido. Mira la pareja del dorso. Prueba de que cualquier cosa es posible, ¿no? Quizá deberíamos empezar a ponernos sombreros hongo. Por lo menos, acuérdate de vaciar el armario antes de que yo vuelva. Abrazos a Ben.»