La trilogía de Nueva York (18 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

BOOK: La trilogía de Nueva York
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—No tengo ni idea. Probablemente vendió lo que pudo y tiró el resto. El apartamento estaba vacío cuando yo me mudé.

Quinn dio un profundo suspiro. Había llegado al final de sí mismo. Lo sentía ahora, como si al fin se le hubiera revelado una gran verdad. No quedaba nada.

—¿Se da cuenta de lo que esto significa? —preguntó.

—Francamente, me tiene sin cuidado —dijo la chica—. Es su problema, no el mío. Yo sólo quiero que salga de aquí. Ahora mismo. Ésta es mi casa y quiero que se vaya. Si no se marcha, llamaré a la policía para que le arresten.

Ya daba igual. Podría quedarse allí discutiendo con la chica todo el día y seguiría sin recuperar su apartamento. Lo había perdido, él se había perdido, todo estaba perdido. Tartamudeó algo inaudible, se disculpó por robarle su tiempo, pasó por su lado y salió por la puerta.

13

Como ya no le importaba lo que sucediera, a Quinn no le sorprendió que el portal del edificio de la calle Sesenta y nueve se abriera sin llave. Tampoco le sorprendió, cuando llegó a la novena planta y recorrió el pasillo hasta el piso de los Stillman, que aquella puerta también estuviese abierta. Y lo que menos le sorprendió fue encontrar el piso vacío. El lugar había sido despojado de todo y las habitaciones no contenían nada. Eran todas idénticas: un suelo de madera y cuatro paredes blancas. Esto no le causó ninguna impresión especial. Estaba agotado y sólo pensaba en cerrar los ojos.

Fue a una de las habitaciones del fondo del piso, un pequeño espacio que no media más de tres metros por uno y medio. Tenía una ventana con tela metálica que daba a un estrecho patio y de todas las habitaciones parecía la más oscura. Dentro de esta habitación había una segunda puerta que llevaba a un cubículo sin ventana que contenía un retrete y un lavabo. Quinn puso el cuaderno rojo en el suelo, sacó el bolígrafo del sordomudo de su bolsillo y lo tiró sobre el cuaderno. Luego se quitó el reloj y se lo metió en el bolsillo. Después se quitó la ropa, abrió la ventana y una por una dejó caer cada prenda al patio: primero el zapato derecho, luego el izquierdo; un calcetín, luego el otro; la camisa, la chaqueta, los calzoncillos, los pantalones. No se asomó para verlos caer ni comprobó dónde caían. Luego cerró la ventana, se tumbó en el suelo y se durmió.

Estaba oscuro cuando despertó. Quinn no podía estar seguro de cuánto tiempo había transcurrido, de si era la noche de aquel día o la noche del siguiente. Incluso era posible, pensó, que no fuese de noche. Quizá simplemente estaba oscuro dentro de la habitación y fuera, más allá de la ventana, brillaba el sol. Durante unos momentos pensó en levantarse e ir a la ventana a mirar, pero luego decidió que no importaba. Si ahora no era de noche, pensó, se haría de noche más tarde. Eso era seguro, y tanto si miraba por la ventana como si no, la respuesta sería la misma. Por otra parte, si era de noche allí en Nueva York, seguramente el sol brillaría en algún otro lugar. En China, por ejemplo, sin duda sería media tarde y los recolectores de arroz estarían enjugándose el sudor de la frente. Noche y día no eran más que términos relativos; no se referían a una condición absoluta. En cualquier momento dado, siempre era de noche y de día. La única razón de que no lo supiéramos era que no podíamos estar en dos lugares a la vez.

Quinn pensó también en levantarse e ir a otra habitación, pero luego se dio cuenta de que estaba muy a gusto donde estaba. El sitio que había elegido era cómodo y descubrió que le gustaba estar tumbado de espaldas con los ojos abiertos, mirando al techo, o lo que habría sido el techo, si hubiese podido verlo. Sólo le faltaba una cosa, y era el cielo. Se dio cuenta de que echaba de menos tenerlo sobre su cabeza después de tantos días y noches pasados a la intemperie. Pero ahora estaba en un interior, y eligiera la habitación que eligiera para acampar, el cielo seguiría estando oculto, inaccesible incluso al límite más lejano de la vista.

Pensó que se quedaría allí hasta que no pudiera más. Habría agua en el lavabo para calmar su sed y eso le permitiría ganar tiempo. Finalmente sentiría hambre y tendría que comer. Pero llevaba tanto tiempo preparándose para necesitar poquísimo que sabía que pasarían varios días hasta que llegara ese momento. Decidió no pensar en ello mientras no tuviera que hacerlo. No tenía sentido preocuparse, pensó, no tenía sentido inquietarse por cosas que no importaban.

Trató de pensar en la vida que había vivido antes de que comenzara aquella historia. Le costó un gran esfuerzo, ya que ahora le parecía muy remota. Se acordó de los libros que había escrito con el nombre de William Wilson. Era extraño, pensó, que hubiera hecho aquello, y se preguntó por qué lo hacía. En su corazón comprendió que Max Work estaba muerto. Había muerto en algún lugar camino de su siguiente caso, y Quinn no conseguía lamentarlo. Ahora todo le parecía poco importante. Pensó en su mesa de trabajo y en los miles de palabras que había escrito allí. Pensó en el hombre que había sido su agente y se dio cuenta de que no recordaba su nombre. Estaban desapareciendo tantas cosas que era difícil seguirles la pista. Quinn trató de recordar la alineación de los Mets, posición por posición, pero su mente empezaba a desvariar. El centrocampista, recordó, era Mookie Wilson, un joven prometedor cuyo verdadero nombre era William Wilson. Seguramente había algo interesante ahí. Quinn persiguió la idea durante unos momentos pero luego la abandonó. Los dos William Wilson se anulaban el uno al otro. Eso era todo. Quinn se despidió de ambos mentalmente. Los Mets acabarían en el último puesto de la clasificación una vez más y nadie sufriría por ello.

Cuando volvió a despertarse, el sol entraba en la habitación. Había una bandeja con comida a su lado en el suelo, en los platos humeaba lo que parecía carne asada. Quinn aceptó aquello sin protestar. No se quedó sorprendido ni perturbado por ello. Sí, se dijo, es perfectamente posible que me dejen comida aquí. No sintió curiosidad por saber cómo o por qué había sucedido aquello. Ni siquiera se le ocurrió salir de la habitación para buscar la respuesta en el resto del piso. Examinó la comida de la bandeja más atentamente y vio que además de los dos grandes trozos de carne asada había siete patatitas asadas, un plato de espárragos, un panecillo tierno, una ensalada, una jarra de vino tinto, unas tajadas de queso y una pera de postre. Había una servilleta de hilo blanco y los cubiertos eran de la mejor calidad. Quinn se tomó la comida, o más bien la mitad de ella, que fue lo máximo que pudo tragar.

Después de su almuerzo empezó a escribir en el cuaderno rojo. Siguió escribiendo hasta que la oscuridad volvió a la habitación. Había una pequeña lámpara en medio del techo y un interruptor junto a la puerta, pero la idea de utilizarlo no le atrajo. Poco después se durmió de nuevo. Cuando despertó, había luz del sol en la habitación y otra bandeja con comida a su lado en el suelo. Comió lo que pudo y luego volvió a escribir en el cuaderno rojo.

La mayor parte de las anotaciones de este periodo consisten en cuestiones marginales relativas al caso Stillman. Quinn se preguntaba, por ejemplo, por qué no se había molestado en buscar las noticias del arresto de Stillman en los periódicos de 1969. Examinaba el problema de si el aterrizaje en la luna de ese mismo año había estado relacionado de alguna manera con lo sucedido. Se preguntaba por qué se había fiado de la palabra de Auster cuando le dijo que Stillman había muerto. Trataba de pensar en los huevos y escribía frases tales como «Un buen huevo», «Él tenía huevo en la cara», «Poner un huevo», «Ser tan parecidos como dos huevos». Se preguntaba qué habría sucedido si hubiese seguido al segundo Stillman en lugar de al primero. Se preguntaba por qué San Cristóbal, el patrón de los viajes, había sido descanonizado por el Papa en 1969, justo en la época del viaje a la luna. Reflexionaba sobre la cuestión de por qué don Quijote no había querido simplemente escribir libros como los que tanto le gustaban, en vez de vivir sus aventuras. Se preguntaba por qué tenía él las mismas iniciales que don Quijote. Consideraba la posibilidad de que la chica que se había trasladado a su apartamento fuese la misma que había visto en la estación Grand Central leyendo su libro. Se preguntaba si Virginia Stillman habría contratado a otro detective cuando él dejó de ponerse en contacto con ella. Se preguntaba por qué había creído a Auster cuando le dijo que le habían devuelto el cheque. Pensaba en Peter Stillman y se preguntaba si habría dormido alguna vez en la habitación en la que él estaba ahora. Se preguntaba si el caso había terminado realmente o si de alguna manera continuaba trabajando en él. Se preguntaba qué aspecto tendría el mapa de todos los pasos que había dado en su vida y qué palabra se escribiría con ellos.

Cuando estaba oscuro, dormía, y cuando había luz, comía y escribía en el cuaderno rojo. Nunca estaba seguro de cuánto tiempo había transcurrido en cada intervalo, ya que no se molestaba en contar los días o las horas. Le parecía, sin embargo, que poco a poco la oscuridad había comenzado a ganar a la luz, que mientras al principio había un predominio de sol, gradualmente la luz se había vuelto más tenue y pasajera. Primero lo atribuyó a un cambio de estación. Seguramente ya había pasado el equinoccio y quizá se aproximaba el solsticio. Pero incluso después de que llegara el invierno y teóricamente el proceso hubiera debido empezar a invertirse, Quinn observaba que los períodos de oscuridad continuaban ganando a los períodos de luz. Le parecía que cada vez tenía menos tiempo para comer y escribir en el cuaderno rojo. Finalmente le pareció que estos períodos habían quedado reducidos a una cuestión de minutos. Una vez, por ejemplo, terminó su comida y descubrió que sólo tenía suficiente tiempo para escribir tres frases en el cuaderno rojo. La siguiente vez que hubo luz, sólo pudo escribir dos frases. Empezó a saltarse las comidas para dedicarse al cuaderno rojo, comiendo sólo cuando le parecía que no podía aguantar más. Pero el tiempo continuaba disminuyendo y pronto no pudo comer más que un bocado o dos antes de que volviera la oscuridad. No se le ocurrió encender la luz eléctrica porque hacía tiempo que había olvidado que la tenía.

Este periodo de creciente oscuridad coincidió con la disminución de las páginas del cuaderno rojo. Poco a poco Quinn estaba llegando al final. En un momento dado comprendió que cuanto más escribiera, antes llegaría el momento en que ya no podría escribir más. Empezó a pesar sus palabras con gran cuidado, haciendo un esfuerzo por expresarse del modo más económico y claro posible. Lamentó haber desperdiciado tantas páginas al principio del cuaderno y hasta llegó a sentir haberse molestado en escribir sobre el caso Stillman. Porque ahora había dejado el caso muy atrás y ya no se tomaba la molestia de pensar en él. Había sido un puente hacia otro lugar en su vida, y ahora que lo había cruzado, había perdido su significado. Quinn ya no sentía el menor interés por si mismo. Escribía acerca de las estrellas, la tierra, sus esperanzas para la humanidad. Sentía que sus palabras habían quedado separadas de él, que ahora formaban parte del ancho mundo, tan reales y específicas como una piedra, un lago o una flor. Ya no tenían nada que ver con él. Recordaba el momento de su nacimiento y cómo había sido arrancado suavemente del útero de su madre. Recordaba la infinita bondad del mundo y de todas las personas a las que había amado. Ya nada importaba excepto la belleza de todo esto. Quería continuar escribiendo acerca de ello y le dolía saber que no sería posible. No obstante, trató de enfrentarse al final del cuaderno rojo con valor. Se preguntó si sería capaz de escribir sin pluma, si podría aprender a hablar en lugar de escribir, llenando la oscuridad con su voz, diciendo las palabras al aire, a las paredes, a la ciudad, incluso aunque la luz no volviera nunca mas.

La última frase del cuaderno rojo dice: «¿Qué sucederá cuando no haya más páginas en el cuaderno rojo?»

En este punto la historia se vuelve oscura. La información se agota y los sucesos que siguieron a esta última frase nunca se sabrán. Seria estúpido incluso aventurar una hipótesis.

Regresé de mí viaje a África en febrero, justo unas horas antes de que comenzara a caer una nevada sobre Nueva York. Llamé a mi amigo Auster esa tarde y él me insistió en que fuese a verle en cuanto pudiera. Había algo tan apremiante en su voz que no me atreví a negarme, aunque estaba agotado.

En su piso Auster me explicó lo poco que sabia de Quinn y luego pasó a describirme el extraño caso en el que se había visto envuelto accidentalmente. Había llegado a obsesionarle, me dijo, y quería que le aconsejara respecto a lo que debía hacer. Después de oírle hasta el final, empecé a enojarme con él por haber tratado a Quinn con tanta indiferencia. Le regañé por no haber participado más en aquellos sucesos, por no haber hecho algo para ayudar a un hombre que tan evidentemente tenía problemas.

Auster pareció tomarse mis palabras muy a pecho. Me dijo que por eso me había pedido que fuera. Se sentía culpable y necesitaba desahogarse. Me dijo que yo era la única persona en quien podía confiar.

Había pasado los últimos meses tratando de localizar a Quinn, pero sin éxito. Quinn ya no vivía en su apartamento y todos sus intentos de encontrar a Virginia Stillman habían fracasado. Fue entonces cuando le sugerí que echáramos un vistazo al piso de los Stillman. No sé cómo, tuve la intuición de que allí era donde Quinn había acabado.

Nos pusimos el abrigo, salimos y cogimos un taxi hasta la calle Sesenta y nueve Este. Nevaba desde hacía una hora y las calles ya presentaban peligro. Tuvimos poca dificultad para entrar en el edificio, nos colamos por la puerta con uno de los inquilinos que llegaba en ese momento. Subimos y encontramos la puerta de lo que había sido el piso de los Stillman. Estaba abierta. Entramos cautelosamente y descubrimos una serie de habitaciones vacías. En un cuarto pequeño al fondo, impecablemente limpio como todas las demás habitaciones, vimos el cuaderno rojo tirado en el suelo. Auster lo cogió, lo hojeó brevemente y dijo que era de Quinn. Luego me lo entregó y me pidió que lo guardara. El asunto le había trastornado tanto que temía quedárselo él. Le dije que lo conservaría hasta que estuviera en condiciones de leerlo, pero negó con la cabeza y me contestó que no quería verlo nunca más. Luego salimos y caminamos bajo la nieve. La ciudad estaba enteramente blanca y la nieve seguía cayendo, como si no fuera a cesar nunca.

Por lo que respecta a Quinn, me es imposible decir dónde está ahora. He seguido el cuaderno rojo lo más atentamente que he podido y cualquier inexactitud en la historia debe atribuírseme a mí. Había momentos en que el texto resultaba difícil de descifrar, pero he hecho todo lo que he podido y me he abstenido de cualquier interpretación. El cuaderno rojo, por supuesto, es sólo la mitad de la historia, como cualquier lector sensible entenderá. En cuanto a Auster, estoy convencido de que se portó mal desde el principio al fin. Si nuestra amistad ha terminado, él es el único culpable. En cuanto a mí, sigo pensando en Quinn. Siempre estará conmigo. Y se encuentre donde se encuentre, le deseo suerte.

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