En primer lugar está Azul. Más tarde viene Blanco, y luego Negro, y antes del principio está Castaño. Castaño le inició, Castaño le enseñó el oficio, y cuando Castaño envejeció, Azul le sustituyó. Así es como empieza. El escenario es Nueva York, la época es el presente, y ninguno de los dos cambiará nunca. Azul va a su oficina todos los días y se sienta detrás de su mesa, esperando que ocurra algo. Durante mucho tiempo no ocurre nada, y luego un hombre que se llama Blanco entra por la puerta, y así es como empieza.
El caso parece bastante sencillo. Blanco quiere que Azul siga a un hombre que se llama Negro y que le vigile todo el tiempo que haga falta. Cuando trabajaba para Castaño, Azul hacia muchos trabajos de seguimiento, y éste no parece diferente, quizá incluso más fácil que la mayoría.
Azul necesita el trabajo, así que escucha a Blanco y no le hace muchas preguntas. Supone que se trata de un caso matrimonial y que Blanco es un marido celoso. Blanco no da muchas explicaciones. Quiere que le mande un informe a la semana, dice, a tal apartado de correos, mecanografiado por duplicado en hojas de tal largura y tal anchura. Azul recibirá un cheque por correo todas las semanas. Blanco le dice luego a Azul dónde vive Negro, qué aspecto tiene, etcétera. Cuando Azul le pregunta a Blanco cuánto tiempo cree que durará el caso, Blanco le contesta que no lo sabe. Que siga mandando los informes hasta nuevo aviso, le dice.
Para ser justos con Azul hay que decir que lo encuentra todo un poco raro. Pero afirmar que tiene recelos en ese momento sería ir demasiado lejos. Sin embargo, le es imposible no advertir ciertas cosas de Blanco. La barba negra, por ejemplo, y las cejas excesivamente pobladas. Y luego está la piel, que parece exageradamente blanca, como si estuviera cubierta de polvos. Azul no es ningún aficionado en el arte del disfraz y no le resulta difícil notar ése. Después de todo, Castaño fue su maestro y en sus tiempos Castaño era el mejor del gremio. Así que Azul empieza a pensar que se ha equivocado, que el caso no tiene nada que ver con el matrimonio. Pero no va más allá, porque Blanco sigue hablándole y Azul necesita concentrarse en seguir sus palabras.
Todo está arreglado, dice Blanco. Hay un pequeño apartamento justo enfrente del de Negro. Ya lo he alquilado y puede usted mudarse hoy. Pagaré el alquiler hasta que se acabe el caso.
Buena idea, dice Azul, cogiendo la llave que le da Blanco. Eso eliminará el trabajo de piernas.
Exactamente, contesta Blanco, acariciándose la barba.
Y así el asunto queda resuelto. Azul acepta el trabajo y se dan la mano. Para demostrar su buena fe, Blanco le da a Azul un anticipo de diez billetes de cincuenta dólares.
Así es como empieza, por lo tanto. Con el joven Azul y un hombre llamado Blanco, que evidentemente no es el hombre que parece ser. No importa, se dice Azul cuando Blanco se ha ido. Estoy seguro de que tendrá sus razones. Y, además, no es mi problema. Sólo tengo que preocuparme por hacer mi trabajo.
Estamos a tres de febrero de 1947. Lo que Azul no sabe, claro está, es que el caso durará años. Pero el presente no es menos oscuro que el pasado y su misterio es igual a cualquier cosa que nos reserva el futuro. Así es el mundo: un paso después de otro, una palabra y luego la siguiente. Hay ciertas cosas que Azul no puede saber en este momento. Porque el conocimiento llega despacio, y cuando llega, a menudo hay que pagar un alto precio personal.
Blanco sale de la oficina y un momento más tarde Azul coge el teléfono y llama a la futura señora Azul. Voy a esconderme, le dice a su novia. No te preocupes si estoy una temporadita sin llamarte. Estaré pensando en ti todo el tiempo.
Azul coge una pequeña bolsa gris de un estante y mete en ella su treinta y ocho, unos prismáticos, un cuaderno y otras herramientas del oficio. Luego arregla su mesa, pone en orden sus papeles y cierra la puerta con llave. Desde allí va directamente al apartamento que Blanco ha alquilado para él. La dirección no importa. Pero digamos que está en Brooklyn Heights, por bien de la trama. Una calle tranquila, poco transitada, no lejos del puente, la calle Naranja, quizá. Walt Whithman compuso a mano la primera edición de
Hojas de hierba
en esa calle en 1855 y fue ahí donde Henry Warb Beecher lanzó vituperios contra la esclavitud desde el púlpito de su iglesia de ladrillo rojo. Bueno, ya está bien de color local.
Es un pequeño estudio en el tercer piso de una casa de cuatro plantas de piedra parda. Azul se alegra al ver que está completamente amueblado, y mientras se mueve por la habitación examinando los muebles, descubre que todo lo que hay allí es nuevo: la cama, la mesa, la silla, la alfombra, las sábanas, los utensilios de cocina, todo. Hay un juego completo de ropa colgado en el armario, y Azul, preguntándose si la ropa es para él, se la prueba y ve que le sienta bien. No es el sitio más grande en el que he estado, se dice, paseando de un extremo a otro de la habitación, pero es bastante acogedor, bastante acogedor.
Vuelve a salir, cruza la calle y entra en el edificio de enfrente. En el portal busca el nombre de Negro en los buzones y lo encuentra: Negro - tercer piso. Hasta ahora todo va bien. Luego regresa a su habitación y se pone a trabajar. Separando las cortinas de la ventana mira hacia afuera y ve a Negro sentado ante una mesa en su habitación al otro lado de la calle. Por lo que Azul puede ver, deduce que Negro está escribiendo. Una mirada a través de los prismáticos se lo confirma. Las lentes, sin embargo, no son lo bastante potentes como para mostrarle la propia escritura, y aunque lo fuesen, Azul duda de que pudiera leer lo escrito al revés. Lo único que puede decir con certeza, por lo tanto, es que Negro está escribiendo en un cuaderno con una pluma estilográfica roja. Azul saca su propio cuaderno y escribe: 3 Feb. 3 tarde. Negro escribiendo en su mesa.
De vez en cuando Negro hace una pausa en su trabajo y mira por la ventana. En un momento dado Azul cree que le está mirando directamente a él y se retira. Pero tras una inspección más detenida se da cuenta de que es simplemente una mirada vacía, reveladora de reflexión más que de visión, una mirada que hace las cosas invisibles, que no las deja penetrar. Negro se levanta de su silla a cada momento y desaparece a un lugar oculto de la habitación, un rincón, supone Azul, o quizá al cuarto de baño, pero nunca está ausente mucho rato, siempre regresa rápidamente a la mesa. Esto sigue así durante varias horas y Azul no se ha enterado de nada a pesar de sus esfuerzos. A las seis escribe la segunda frase en su cuaderno. Esto sigue así durante varias horas.
No es tanto que Azul se aburra como que se siente frustrado. No pudiendo leer lo que Negro ha escrito, todo es un vacío hasta ahora. Quizá sea un loco, piensa Azul, que está tramando volar el mundo. Quizá ese escrito tenga algo que ver con su fórmula secreta. Pero Azul se avergüenza inmediatamente de ese pensamiento tan infantil. Es demasiado pronto para saber nada, se dice, y por el momento decide no emitir ningún juicio.
Su mente vaga de una cosa a otra y finalmente se detiene en la futura señora Azul. Planeaban salir esta noche, recuerda, y de no haber sido por la aparición de Blanco en su despacho esta mañana y por este nuevo caso, ahora estaría con ella. Primero el restaurante chino de la calle Treinta y nueve, donde habrían luchado con los palillos y habrían hecho manitas por debajo de la mesa, y luego el programa doble del cine Paramount. Durante un momento tiene una imagen asombrosamente clara de la cara de su novia en la cabeza. (riéndose con los ojos bajos, fingiendo azoramiento) y se da cuenta de que preferiría con mucho estar con ella en lugar de estar sentado en ese cuartito durante Dios sabe cuánto tiempo. Piensa en llamarla por teléfono para charlar, titubea y luego decide no hacerlo. No quiere parecer débil. Si ella supiera cuánto la necesita, él empezaría a perder su ventaja y eso no sería bueno. El hombre debe ser siempre el más fuerte.
Ahora Negro ha recogido la mesa y sustituido los materiales de escritura por la cena. Está allí sentado masticando despacio, mirando fijamente por la ventana de esa manera abstraída. Al ver la comida, Azul se da cuenta de que tiene hambre y busca en el armario de la cocina algo que comer. Se decide por una cena de estofado de lata y moja en la salsa con una rebanada de pan blanco. Tiene ciertas esperanzas de que Negro salga después de cenar, y se anima cuando ve una repentina actividad en la habitación de Negro. Pero todo queda en nada. Quince minutos más tarde, Negro está sentado delante de su mesa nuevamente, esta vez leyendo un libro. Hay una lámpara encendida a su lado y Azul ve su cara más claramente que antes. Calcula que la edad de Negro es la misma que la suya, año más, año menos. Es decir, tendrá alrededor de los treinta años. Encuentra la cara de Negro bastante agradable, sin nada que la distinga de otras mil caras que uno ve todos los días. Esto es una desilusión para Azul, porque todavía espera secretamente descubrir que Negro es un loco. Azul mira por los prismáticos y lee el título del libro que Negro está leyendo.
Walden
, de Henry David Thoreau. Azul nunca ha oído hablar de ese libro y anota cuidadosamente el título en el cuaderno.
Todo sigue igual durante el resto de la tarde, Negro leyendo y Azul mirándole leer. A medida que pasa el tiempo, Azul se desalienta más y más. No está acostumbrado a estar sentado mano sobre mano, y cuando la oscuridad le va cercando, empieza a ponerse nervioso. Le gusta estar en movimiento, yendo de un sitio a otro, haciendo cosas. No soy del tipo Sherlock Holmes, solía decirle a Castaño, siempre que el jefe le encargaba un trabajo especialmente sedentario. Dame algo a lo que pueda hincarle el diente. Ahora que el jefe es él, esto es lo que consigue: un caso en el que no hay nada que hacer. Porque ver a alguien leer y escribir no es hacer nada. La única manera de que Azul tenga una idea de lo que está ocurriendo es estar dentro de la cabeza de Negro, ver lo que está pensando, y eso por supuesto es imposible. Poco a poco, por lo tanto, Azul deja que su mente derive hacia los viejos tiempos. Piensa en Castaño y en algunos de los casos en los que trabajaron juntos, saboreando el recuerdo de sus triunfos. El Asunto Rojo, por ejemplo, en el cual rastrearon al cajero de un banco que había desfalcado un cuarto de millón de dólares. Para ese caso Azul fingió ser un corredor de apuestas y convenció a Rojo para que apostara con él. Los billetes fueron identificados como los que faltaban en el banco y el hombre recibió su merecido. Aún mejor fue el Caso Gris. Hacía más de un año que Gris había desaparecido y su esposa estaba dispuesta a darle por muerto. Azul buscó por los canales normales y no encontró nada. Luego, un día, cuando estaba a punto de archivar su último informe, tropezó con Gris en un bar, a menos de dos manzanas de donde estaba su esposa, convencida de que él no regresaría nunca. Entonces Gris se llamaba Verde, pero Azul supo que era Gris a pesar de todo, porque desde hacía tres meses llevaba encima una fotografía del hombre y conocía su cara de memoria. Resultó ser un caso de amnesia. Azul llevó a Gris a casa de su esposa, y aunque él no se acordaba de ella e insistía en que su apellido era Verde, la encontró de su gusto y unos días más tarde le propuso matrimonio. Así que la señora Gris se convirtió en la señora Verde, casada con el mismo hombre por segunda vez, y aunque Gris nunca recordó el pasado —y se negó tercamente a admitir haberlo olvidado—, eso no parecía impedirle vivir cómodamente en el presente. Gris había sido ingeniero en su vida anterior, pero siendo Verde trabajaba de barman en el bar que estaba a dos manzanas de su casa. Le gustaba mezclar las bebidas, decía, y hablar con la gente que entraba, y no podía imaginarse haciendo ninguna otra cosa. Yo nací para ser barman, les comunicó a Castaño y a Azul en la fiesta de la boda, y ¿quiénes eran ellos para oponerse a lo que un hombre quisiera hacer con su vida?
Ésos eran los buenos tiempos de antes, se dice Azul ahora, mientras ve cómo Negro apaga la luz de su habitación al otro lado de la calle. Llenos de peripecias y divertidas coincidencias. Bueno, no todos los casos pueden ser emocionantes. Hay que aceptar lo bueno y lo malo.
Azul, siempre optimista, se despierta a la mañana siguiente de buen humor. Fuera cae la nieve sobre la calle tranquila y todo se ha vuelto blanco. Después de observar a Negro mientras éste desayuna en la mesa junto a la ventana y lee unas páginas más de
Walden
, Azul le ve retirarse al fondo de la habitación y luego regresar a la ventana con el abrigo puesto. Son poco más de las ocho. Azul coge su sombrero, su abrigo, su bufanda y sus botas, se los pone apresuradamente y baja a la calle menos de un minuto después que Negro. Es una mañana sin viento, tan silenciosa que puede oír cómo caen los copos de nieve sobre las ramas de los árboles. No hay nadie más en la calle y los zapatos de Negro han dejado una perfecta fila de huellas en la acera blanca. Siguiendo las huellas, Azul vuelve la esquina y ve a Negro paseando por la calle, como si disfrutara del tiempo. No parece el comportamiento de un hombre que está a punto de escapar, piensa Azul, y en consecuencia afloja el paso. Dos calles más allá Negro entra en una pequeña tienda de comestibles, permanece en ella diez o doce minutos y luego sale con dos pesadas bolsas de papel marrón. Sin fijase en Azul, que está parado en un portal en la acera de enfrente, empieza a volver sobre sus pasos en dirección a la calle Naranja. Haciendo provisión de víveres para la tormenta, se dice Azul. Luego decide arriesgarse a perder el contacto con Negro y él también entra en la tienda para hacer otro tanto. A menos que sea un ardid, piensa, y Negro esté planeando tirar las bolsas y salir corriendo, es bastante seguro que va camino de su casa. Por lo tanto, Azul hace sus compras, entra en la tienda de al lado para comprar un periódico y varias revistas y luego regresa a su habitación de la calle Naranja. Efectivamente, Negro está ya sentado ante su mesa junto a la ventana, escribiendo en el mismo cuaderno que el día anterior.
Debido a la nieve, la visibilidad es mala y Azul tiene dificultad para descifrar lo que ocurre en la habitación de Negro. Ni siquiera los prismáticos le sirven de mucho. El día sigue siendo oscuro y a través de la interminable nevada Negro parece sólo una sombra. Azul se resigna a una larga espera y luego se acomoda con sus periódicos y revistas. Es un devoto lector de
El Verdadero Detective
y trata de no perdérselo ningún mes. Ahora que dispone de tiempo, lee el nuevo número concienzudamente, incluso deteniéndose en los pequeños anuncios de las últimas páginas. Enterrado entre las principales crónicas sobre policías y agentes secretos, hay un artículo corto que toca una cuerda sensible en Azul, y ni siquiera después de terminar la revista puede dejar de pensar en él. Hace veinticinco años, al parecer, encontraron a un niño asesinado en un pequeño bosque a las afueras de Filadelfia. Aunque la policía empezó a trabajar rápidamente en el caso, nunca consiguió encontrar ninguna pista. No sólo no tuvieron ningún sospechoso, sino que ni siquiera pudieron identificar al niño. Quién era, de dónde venía, por qué estaba allí, todas estas preguntas quedaron sin respuesta. Finalmente el caso fue retirado del archivo activo, y de no ser por el forense asignado para hacer la autopsia del niño, habría sido olvidado por completo. Este hombre, que se llamaba Oro, se obsesionó con el asesinato. Antes de que el niño fuese enterrado, hizo una mascarilla de su cara y desde entonces dedicó todo el tiempo que pudo a ese misterio. Al cabo de veinte años llegó a la edad de la jubilación, dejó su trabajo y empezó a dedicar todas las horas del día al caso. Pero las cosas no fueron bien. No hizo ningún progreso, no se acercó ni un paso a la resolución del crimen. El artículo de
El Verdadero Detective
dice que ahora ofrece una recompensa de dos mil dólares a cualquiera que pueda proporcionar información sobre el niño. También incluye una fotografía retocada y granulosa del hombre sosteniendo la mascarilla en sus manos. La mirada de sus ojos es tan angustiada e implorante que Azul apenas puede apartar los suyos. Oro se está haciendo mayor y teme morir antes de resolver el caso. Esto conmueve profundamente a Azul. Si fuera posible, nada le gustaría más que dejar lo que está haciendo y tratar de ayudar a Oro. No hay suficientes hombres como él, piensa. Si el niño fuera hijo de Oro, entonces tendría sentido: venganza, pura y simple, y cualquiera podría entenderlo. Pero el niño era un completo desconocido para él, así que no hay nada personal en el asunto, ni un indicio de motivación secreta. Es esto lo que tanto afecta a Azul. Oro se niega a aceptar un mundo en el que el asesino de un niño pueda quedar sin castigo, aunque el asesino haya muerto ya, y está dispuesto a sacrificar su propia vida y felicidad para hacer justicia. Azul piensa ahora en el niño durante un rato, tratando de imaginar qué sucedió realmente, tratando de sentir lo que el niño debió de sentir, y entonces se le ocurre que el asesino debió de ser uno de los padres, porque de lo contrarío habrían informado de la desaparición del niño. Eso hace que sea aún peor, piensa Azul, y mientras empieza a ponerse enfermo al pensar en ello, comprende plenamente lo que Oro debe de sentir todo el tiempo, se da cuenta de que hace veinticinco años él también era un niño y de que si el niño hubiese vivido ahora tendría su edad. Podría haber sido yo, piensa Azul. Yo podría haber sido ese niño. No sabiendo qué otra cosa hacer, recorta la fotografía de la revista y la clava en la pared sobre su cama.