Era casi de noche. Quinn cerró el cuaderno rojo y se guardó el bolígrafo en el bolsillo. Quería pensar un poco más en lo que había escrito pero descubrió que no podía. El aire a su alrededor era suave, casi dulce, como si ya no perteneciera a la ciudad. Se levantó del banco, estiró los brazos y las piernas y se dirigió a una cabina telefónica, desde donde llamó a Virginia Stillman una vez más. Luego se fue a cenar.
En el restaurante se dio cuenta de que había tomado una decisión. Sin siquiera saberlo, la respuesta ya estaba allí, totalmente formada en su cabeza. La señal de comunicar, ahora lo comprendía, no había sido arbitraria. Era un signo, y le decía que todavía no podía romper su relación con el caso aunque quisiera. Había tratado de contactar con Virginia Stillman para decirle que había terminado con el asunto, pero el destino no se lo había permitido. Quinn se paró a considerar esto. ¿Era «destino» realmente la palabra que quería usar? Parecía una elección demasiado fuerte y anticuada. Y sin embargo, cuando la examinó más a fondo, descubrió que era precisamente lo que quería decir. O, si no precisamente, se acercaba más que ningún otro término que se le ocurriera. Destino en el sentido de lo que era, de lo que resultaba ser. Era algo parecido a la palabra «it» en la frase «it is raining» o «it is night»
[7]
. Quinn nunca había sabido a qué se refería «it». Una condición generalizada de las cosas tal y como eran, quizá; el estado de ser que era el terreno en el que tenían lugar los sucesos del mundo. No podía ser más concreto. Pero quizá en realidad no buscaba nada concreto.
Era el destino, entonces. Pensara lo que pensara, por mucho que deseara que fuese diferente, no podía hacer nada al respecto. Había dicho que sí a una proposición y ahora era impotente para deshacer ese sí. Lo cual significaba una sola cosa: tenía que seguir hasta el final. No podía haber dos respuestas. Era esto o aquello. Y era así, tanto si le gustaba como si no.
Lo de Auster era claramente una equivocación. Quizá había existido alguna vez un detective privado en Nueva York con ese nombre. El marido de la enfermera de Peter era un policía retirado, por lo tanto no era un hombre joven. En sus tiempos sin duda había un Auster con una buena reputación y, naturalmente, había pensado en él cuando le pidieron que les diera el nombre de un detective. Había buscado en la guía telefónica, había encontrado una sola persona con ese nombre y había dado por supuesto que se trataba del mismo hombre. Luego les dio el número a los Stillman. En ese punto se produjo la segunda equivocación. Había una avería en las líneas y de alguna manera su número se cruzó con el de Auster. Esas cosas ocurrían todos los días. Así que él había recibido la llamada que, en cualquier caso, iba destinada al hombre equivocado. Todo encajaba perfectamente.
Quedaba un problema. Si no podía contactar con Virginia Stillman, si, como él creía, se pretendía que
no
contactara con ella, ¿qué debía hacer exactamente? Su trabajo consistía en proteger a Peter, en asegurarse de que no le ocurriera nada malo. ¿Acaso importaba lo que Virginia Stillman pensase que estaba haciendo, siempre y cuando él hiciera lo que tenía que hacer? En teoría un detective debía mantenerse en estrecho contacto con su cliente. Ése había sido siempre uno de los principios de Max Work. Pero ¿era realmente necesario? Con tal que Quinn hiciera su trabajo, ¿qué podía importar? Si había algún malentendido, seguramente podría aclararse una vez que el caso se resolviera.
Entonces, podía proceder como quisiera. Ya no tendría que telefonear a Virginia Stillman. Podría abandonar la oracular señal de comunicar de una vez por todas. A partir de ahora nada le detendría. A Stillman le sería imposible acercarse a Peter sin que Quinn lo supiera.
Quinn pagó la cuenta, se metió un palillo mentolado en la boca y echó a andar de nuevo. No tenía que ir muy lejos. Por el camino se detuvo en un Citibank y pidió su saldo en el cajero automático. Había trescientos cuarenta y nueve dólares en su cuenta. Retiró trescientos, se metió el dinero en el bolsillo y siguió andando. En la calle Cincuenta y siete torció a la izquierda y continuó hasta Park Avenue. Allí torció a la derecha y siguió caminando hacia el norte hasta llegar a la calle Sesenta y nueve. En ese punto torció a la derecha para entrar en la manzana de los Stillman. El edificio tenía el mismo aspecto que el primer día. Miró hacia arriba para ver si había alguna luz en el piso, pero no podía recordar cuáles eran las ventanas de los Stillman. La calle estaba absolutamente tranquila. No pasaban coches ni transeúntes. Quinn cruzó al otro lado, encontró un sitio adecuado en un estrecho callejón y se instaló allí para pasar la noche.
Pasó mucho tiempo. Cuánto exactamente es imposible saberlo. Semanas ciertamente, pero quizá incluso meses. El relato de este periodo es menos completo de lo que el autor habría deseado. Pero la información es escasa y ha preferido pasar por alto lo que no podía confirmar de un modo definitivo. Dado que esta historia se basa enteramente en hechos, el autor cree que es su deber no sobrepasar los límites de lo verificable, resistirse a toda costa a los peligros de la invención. Incluso el cuaderno rojo, que hasta ahora ha proporcionado una detallada relación de las experiencias de Quinn, es sospechoso. No podemos saber con certeza lo que le sucedió a Quinn durante este periodo, ya que en este punto de la historia es donde él empieza a perder el control.
Permaneció la mayor parte del tiempo en el callejón. No resultaba incómodo una vez que se acostumbró y tenía la ventaja de quedar bien oculto a la vista. Desde allí podía observar todas las idas y venidas al edificio de los Stillman. Nadie podía entrar o salir sin ser visto por él. Al principio le sorprendió no ver a Virginia ni a Peter. Pero había muchos chicos de recados entrando y saliendo constantemente y al fin se dio cuenta de que no tenían necesidad de salir del edificio. Podían encargarlo todo. Fue entonces cuando Quinn comprendió que también ellos estaban escondidos, esperando dentro de su piso a que el caso terminara.
Poco a poco, Quinn se adaptó a su nueva vida. Tuvo que enfrentarse a algunos problemas, pero consiguió resolverlos uno por uno. Antes que nada, estaba la cuestión de la comida. Dado que se le exigía la máxima vigilancia, se resistía a dejar su puesto por mucho rato. Le atormentaba pensar que pudiera suceder algo en su ausencia y se esforzó por minimizar los riesgos. Había leído en alguna parte que entre las 3.30 y las 4.30 de la noche era cuando más personas se hallaban dormidas en sus camas. Estadísticamente hablando, las probabilidades de que no ocurriera nada durante esa hora eran mayores, por lo tanto Quinn eligió ese momento para hacer sus compras. En Lexington Avenue, no lejos de allí, había una tienda de comestibles abierta toda la noche, y a las 3.30 Quinn entraba a paso rápido (para hacer ejercicio y también para ahorrar tiempo) y compraba lo que necesitaba para las siguientes veinticuatro horas. Resultó no ser mucho y a medida que pasaba el tiempo necesitaba cada vez menos. Porque Quinn aprendió que comer no era necesariamente la solución al problema de la alimentación. Una comida no era más que una frágil defensa contra la inevitabilidad de la siguiente comida. El alimento en sí mismo nunca podía ser la respuesta a la cuestión del alimento: solamente retrasaba el momento en que habría que plantear la cuestión en serio. El mayor peligro, por lo tanto, era comer demasiado. Si tomaba más de lo que debía, aumentaba su apetito para la siguiente comida y en consecuencia necesitaba más alimento para satisfacerse. Manteniendo una estrecha y constante vigilancia sobre sí mismo, Quinn pudo invertir el proceso gradualmente. Su ambición era comer lo menos posible, y de esta manera retrasar su hambre. En el mejor de todos los mundos, tal vez habría podido aproximarse al cero absoluto, pero no quería ser excesivamente ambicioso en sus actuales circunstancias. Prefirió conservar el ayuno absoluto en su mente como un ideal, un estado de perfección al que podía aspirar pero nunca conseguir. Se recordaba a sí mismo todos los días que no quería morirse de hambre, simplemente quería darse a sí mismo la libertad de pensar en las cosas que verdaderamente le preocupaban. Por ahora eso significaba mantener el caso en el primer plano de sus pensamientos. Afortunadamente, esto coincidía con su otra ambición principal: hacer que los trescientos dólares le duraran lo más posible. No es preciso decir que Quinn perdió mucho peso durante este periodo.
Su segundo problema era el sueño. No podía permanecer despierto todo el tiempo, pero eso era lo que la situación requería realmente. También en esto se vio obligado a hacer ciertas concesiones. Como ocurría con la comida, Quinn consideró que podía bastarle con menos de lo que tenía por costumbre. En lugar de las seis u ocho horas de sueño a que estaba acostumbrado, decidió limitarse a tres o cuatro. Adaptarse a eso fue difícil, pero mucho más difícil fue el problema de cómo distribuir esas horas para mantener la máxima vigilancia. Estaba claro que no podía dormir tres o cuatro horas seguidas. Los riesgos eran demasiado grandes. Teóricamente, la utilización más eficaz del tiempo sería dormir treinta segundos cada cinco o seis minutos. Eso reduciría casi a cero las probabilidades de perderse algo. Pero se daba cuenta de que aquello era físicamente imposible. Por otra parte, utilizando esta imposibilidad como una especie de modelo, trató de entrenarse para echar una serie de cortos sueñecitos, alternando entre el sueño y la vigilia lo más a menudo que podía. Fue una larga lucha que exigía disciplina y concentración, porque cuanto más duraba el experimento, más agotado se encontraba. Al principio intentó secuencias de cuarenta y cinco minutos cada una, luego gradualmente las redujo a treinta. Hacia el final, había empezado a conseguir la siestecita de quince minutos con bastante éxito. Una iglesia cercana le ayudaba en sus esfuerzos, ya que sus campanas tocaban cada quince minutos: una campanada en el cuarto, dos campanadas en la media, tres campanadas en los tres cuartos y cuatro campanadas en la hora, seguidas del número de campanadas de la hora exacta. Quinn vivía al ritmo de aquel reloj y acabó teniendo dificultad para distinguirlo de sus propias pulsaciones. Empezaba su rutina a medianoche, cerraba los ojos y se dormía antes de que dieran las doce. Quince minutos más tarde se despertaba, con la doble campanada de la media hora se dormía nuevamente y con la triple campanada de los tres cuartos se despertaba otra vez. A las 3.30 iba a comprar su comida, volvía a las 4 y se dormía otra vez. Tuvo pocos sueños durante este periodo. Cuando los tenía, eran extraños: breves visiones de lo inmediato: las manos, los zapatos, la pared de ladrillo que había a su lado. Tampoco hubo nunca un momento en el que no estuviera mortalmente cansado.
Su tercer problema era encontrar cobijo, pero éste lo resolvió más fácilmente que los otros dos. Afortunadamente, el tiempo siguió siendo bueno, y a medida que la primavera se iba convirtiendo en verano, hubo pocas lluvias. De vez en cuando lloviznaba y una o dos veces cayó un aguacero con truenos y relámpagos. Pero en conjunto no estuvo mal, y Quinn no dejaba de dar gracias por su suerte. En el fondo del callejón había un gran contenedor metálico de basura, y cada vez que llovía por la noche, Quinn se metía dentro para protegerse. En el interior el hedor era insoportable e impregnaba su ropa durante días, pero Quinn prefería eso a mojarse, ya que no quería correr el riesgo de coger un resfriado o caer enfermo. Felizmente, la tapa estaba deformada y no ajustaba bien sobre el contenedor. En una esquina quedaba un hueco de unos quince o veinte centímetros que formaba una especie de respiradero por el que Quinn podía asomar la nariz para aspirar el aire de la noche. Descubrió que poniéndose de rodillas encima de la basura y apoyando el cuerpo contra una pared del contenedor, no estaba totalmente incómodo.
Las noches claras dormía debajo del contenedor, poniendo la cabeza de tal modo que en el momento en que abría los ojos veía el portal del edificio de los Stillman. En cuanto a vaciar la vejiga, generalmente lo hacia al fondo del callejón, detrás del contenedor y de espaldas a la calle. Su intestino era otra historia, y para eso se metía en el contenedor con objeto de asegurarse la intimidad. Al lado del contenedor había también varios cubos de basura de plástico y generalmente Quinn podía encontrar en uno de ellos suficiente papel de periódico limpio como para limpiarse, aunque una vez, en una emergencia, se vio obligado a usar una página del cuaderno rojo. Lavarse y afeitarse eran dos de las cosas de las que Quinn había aprendido a prescindir.
Cómo consiguió mantenerse oculto durante este período es un misterio. Pero parece que nadie le descubrió ni advirtió de su presencia a las autoridades. Sin duda aprendió pronto el horario de los basureros y se aseguraba de estar fuera del callejón cuando aparecían. Lo mismo hacia con el portero del edificio, que depositaba la basura todas las noches en el contenedor y los cubos. Por raro que parezca, nadie se fijó nunca en Quinn. Era como sí se hubiera fundido con las paredes de la ciudad.
Los problemas de intendencia y vida material ocupaban cierta porción de cada día. Sin embargo, en general Quinn disponía de mucho tiempo. Como no quería que nadie le viera, tenía que evitar a los demás del modo más sistemático posible. No podía mirarles, no podía hablarles, no podía pensar en ellos. Quinn siempre se había considerado un hombre a quien le gustaba estar solo; durante los últimos cinco años, de hecho, había buscado activamente la soledad. Pero solamente ahora, mientras su vida continuaba en el callejón, empezó a comprender la verdadera naturaleza de la soledad. No tenía nada de que echar mano excepto él mismo. Y de todas las cosas que descubrió durante los días que estuvo allí, ésta era la única de la que no le cabía duda: estaba cayendo. Lo que no entendía, sin embargo, era esto: si estaba cayendo, ¿cómo podía sujetarse a la vez? ¿Era posible estar arriba y abajo al mismo tiempo? No parecía tener sentido.
Pasó muchas horas mirando al cielo. Desde su posición en el fondo del callejón, encajado entre el contenedor de basura y la pared, había pocas otras cosas que ver, y a medida que pasaban los días empezó a encontrar placer en el mundo de las alturas. Sobre todo, vio que el cielo nunca estaba quieto. Incluso en días sin nubes, cuando el azul parecía estar por todas partes, había pequeños cambios constantes, graduales perturbaciones cuando el cielo clareaba y se espesaba, repentinas blancuras de aviones, pájaros y papeles voladores. Las nubes complicaban el cuadro, y Quinn pasó muchas tardes estudiándolas, tratando de aprender su comportamiento, viendo si podía predecir lo que les sucedería. Se familiarizó con los cirros, los cúmulos, los estratos, los nimbos y todas sus diversas combinaciones, observando cada una de ellas por turno y viendo cómo cambiaba el cielo bajo su influencia. Las nubes introducían también el aspecto del color y había una amplia gama a la que enfrentarse, que abarcaba del negro al blanco, con una infinidad de grises en medio. Había que investigarlos todos, medirlos y descifrarlos. Además, estaban los tonos pastel que se formaban siempre que el sol y las nubes se mezclaban a ciertas horas del día. El espectro de variables era inmenso, el resultado dependía de la temperatura de los diferentes niveles de la atmósfera, de los tipos de nubes presentes en el cielo y de dónde se encontraba el sol en ese preciso momento. De todo esto salían los rojos y rosas que tanto le gustaban a Quinn, los púrpuras y bermellones, los naranjas y lavandas, los oros y los malvas evanescentes. Nada duraba mucho rato. Los colores se dispersaban pronto, mezclándose con otros y alejándose o desvaneciéndose cuando se acercaba la noche. Casi siempre había un viento que aceleraba estos acontecimientos. Desde donde estaba sentado en el callejón, Quinn raras veces lo notaba, pero observando su efecto en las nubes podía calcular su intensidad y la naturaleza del aire que transportaba. Una por una, todas las condiciones atmosféricas pasaron sobre su cabeza, del sol a la tormenta, de un cielo encapotado a un cielo radiante. Había amaneceres y crepúsculos que observar, las transformaciones del mediodía, de la tarde, de la noche. Ni siquiera en su negrura el cielo descansaba. Las nubes se desplazaban en la oscuridad, la luna tenía siempre una forma diferente, el viento continuaba soplando. A veces una estrella se instalaba en el trozo de cielo de Quinn y mientras la contemplaba se preguntaba si seguiría estando allí o si se había apagado mucho tiempo atrás.