La trilogía de Nueva York (25 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

BOOK: La trilogía de Nueva York
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Cuando llega el momento de escribir su siguiente informe, Azul se ve obligado a enfrentarse a otro dilema. Blanco nunca dijo nada de establecer contacto con Negro. Azul tenía que vigilarle, ni más, ni menos, y ahora se pregunta si no ha violado las reglas de su misión. Si incluye la conversación en el informe, tal vez Blanco ponga reparos. Por otra parte, si no lo incluye, y si Negro realmente trabaja con Blanco, entonces Blanco sabrá inmediatamente que Azul le miente. Azul cavila durante largo rato, pero a pesar de todo no consigue encontrar una solución. Está atrapado, de un modo u otro, y lo sabe. Al final decide omitir la conversación, pero sólo porque aún conserva una débil esperanza de que su deducción sea equivocada y Blanco y Negro no estén juntos en el asunto. Pero esta última tentativa de optimismo queda en nada. Tres días después de enviar el informe purgado, recibe su giro semanal por correo y dentro del sobre va una nota que dice: ¿Por qué miente? Y entonces Azul tiene la prueba sin sombra de duda. Y a partir de ese momento Azul vive con el conocimiento de que se está ahogando.

A la noche siguiente sigue a Negro a Manhattan en el metro, vestido con ropa normal, ya sin la sensación de tener que ocultar nada. Negro se baja en Times Square y vagabundea durante un rato entre las luces brillantes, el ruido y las multitudes que van y vienen. Azul, vigilándole como si su vida dependiera de ello, nunca está más de tres o cuatro pasos detrás de él. A las nueve Negro entra en el vestíbulo del Hotel Algonquin y Azul entra tras él. Hay bastante gente y las mesas escasean, de modo que cuando Negro se sienta en un rincón, en una mesa que acaba de quedarse libre en ese momento, parece perfectamente natural que Azul se acerque y le pregunte cortésmente si puede sentarse con él. Negro no tiene inconveniente y hace un gesto acompañado de un encogimiento de hombros para que Azul ocupe la silla de enfrente. Durante varios minutos ninguno dice nada, esperando a que alguien acuda a preguntarles qué quieren tomar. Mientras tanto observan a las mujeres que pasan con sus vestidos veraniegos, inhalando los diferentes perfumes que flotan en el aire tras ellas, y Azul no tiene ninguna prisa, contento de esperar su oportunidad y dejar que las cosas sigan su curso. Cuando el camarero viene al fin, Negro pide un Black and White con hielo, y Azul no puede por menos de interpretar esto como un mensaje secreto de que la misión está a punto de empezar, maravillándose todo el tiempo de la desfachatez de Negro, de su tosquedad y su vulgar obsesión. Por simetría, Azul pide lo mismo. Al hacerlo mira a Negro a los ojos, pero éste no revela nada, le devuelve la mirada a Azul con absoluta inexpresividad, con unos ojos muertos que parecen indicar que no hay nada tras ellos y que, por mucho que Azul le mire, nunca verá nada.

Esta maniobra, sin embargo, rompe el hielo, y empiezan a comentar los méritos de las distintas marcas de whisky escocés. De un modo natural, una cosa lleva a otra y mientras están allí sentados charlando sobre los inconvenientes del verano en Nueva York, la decoración del hotel, los indios algonquinos que vivieron en la ciudad hace mucho tiempo cuando era todo bosques y prados, Azul adopta lentamente el personaje que quiere interpretar esa noche, convirtiéndose en un jovial fanfarrón de nombre Nieve, un vendedor de seguros de vida de Kenosha, Wisconsin. Hazte el tonto, se dice Azul, porque sabe que no tendría sentido revelar quién es, aunque sabe que Negro lo sabe. Hay que jugar al escondite, se dice, jugar al escondite hasta el final.

Terminan su copa y piden otra ronda, seguida de una tercera, y mientras la conversación pasa con facilidad de las tablas actuariales a las expectativas de vida de los hombres en diferentes profesiones, Negro deja caer un comentario que lleva la conversación en otra dirección.

Supongo que yo no estaría en un puesto muy alto en su lista, dice.

¿No?, dice Azul, sin tener ni idea de qué esperar. ¿Qué clase de trabajo hace usted?

Soy detective privado, dice Negro a bocajarro, tan fresco y tranquilo, y por un breve momento Azul tiene la tentación de tirarle su bebida a la cara, tan enojado está, tan quemado por el descaro del otro hombre.

¡No me diga!, exclama Azul, recobrándose rápidamente y consiguiendo fingir la sorpresa de un paleto. Detective privado. Vaya. De carne y hueso. Me imagino lo que dirá mi mujer cuando se lo cuente. Yo en Nueva York tomando copas con un detective privado. No se lo va a creer.

Lo que estoy tratando de decir, dice Negro bastante bruscamente, es que me imagino que mi expectativa de vida no es muy grande. Por lo menos no de acuerdo con sus estadísticas.

Probablemente no, continúa Azul. Pero ¡qué emocionante! Hay cosas más importantes en la vida que vivir mucho tiempo. La mitad de los hombres de América darían diez años de su jubilación por vivir como usted. Resolviendo casos, viviendo de su ingenio, seduciendo mujeres, llenando de plomo a los malos… Dios, vaya si tiene ventajas.

Todo eso es ficción, dice Negro. El verdadero trabajo de un detective puede ser muy aburrido.

Bueno, todos los trabajos tienen su rutina, continúa Azul. Pero en su caso por lo menos sabe que el trabajo duro acabará llevando a algo fuera de lo corriente.

A veces sí y a veces no. Pero la mayor parte del tiempo es no. Por ejemplo el caso en el que estoy trabajando ahora. Llevo con él más de un año ya y no hay nada más aburrido. Me aburro tanto que a veces pienso que estoy perdiendo el juicio.

¿Y eso?

Bueno, imagínese. Mi trabajo consiste en vigilar a alguien, nadie especial por lo que veo, y mandar un informe sobre él todas las semanas. Sólo eso. Observar a ese tipo y escribir sobre él. Absolutamente nada más.

¿Y qué tiene eso de terrible?

No hace nada, eso es lo que tiene. Se pasa todo el día sentado en su habitación escribiendo. Bastaría para volver loco a cualquiera.

Puede que le esté engañando. Ya me entiende, adormeciéndole antes de entrar en acción.

Eso es lo que pensé al principio. Pero ahora estoy seguro de que no va a pasar nada, nunca. Lo noto en los huesos.

Mala cosa, dice Azul, comprensivo. Quizá debería usted dejar el caso.

Estoy pensando en hacerlo. También estoy pensando que quizá debería dejar todo esto y meterme en otra cosa. Buscar otro trabajo. Vender seguros, tal vez, o marcharme con un circo.

Nunca pensé que fuera tan duro, dice Azul, meneando la cabeza. Pero dígame, ¿por qué no está vigilando a su hombre ahora?

Ésa es la cuestión, contesta Negro, ya ni siquiera tengo que molestarme en hacerlo. Llevo tanto tiempo vigilándole que le conozco mejor que a mí mismo. Me basta con pensar en él y sé lo que está haciendo, sé dónde está, lo sé todo. He llegado a un punto en que puedo vigilarle con los ojos cerrados.

¿Sabe dónde está ahora?

En casa. Lo mismo que siempre. Sentado en su habitación y escribiendo.

¿Qué está escribiendo?

No estoy seguro, pero tengo una idea. Creo que escribe sobre sí mismo. La historia de su vida. Es la única explicación posible. Ninguna otra encajaría.

Entonces, ¿cuál es el misterio?

No lo sé, dice Negro, y por primera vez su voz revela cierta emoción, se engancha ligeramente en las palabras.

Entonces todo se reduce a una pregunta, ¿no?, dice Azul, olvidándose por completo de Nieve y mirando a Negro directamente a los ojos. ¿Sabe él que usted le está observando o no?

Negro vuelve la cabeza, incapaz de seguir mirando a Azul, y dice con voz repentinamente temblorosa: Por supuesto que lo sabe. Ésa es la cuestión, ¿no? Tiene que saberlo, de lo contrarío nada tendría sentido.

¿Por qué?

Porque me necesita, dice Negro, aún mirando hacia otro lado. Necesita mis ojos mirándole. Me necesita para demostrar que está vivo.

Azul ve que una lágrima rueda por la mejilla de Negro, pero antes de que pueda decir nada, antes de que pueda aprovechar su ventaja, Negro se pone de pie rápidamente y se excusa, diciendo que tiene que hacer una llamada telefónica. Azul espera en su silla durante diez o quince minutos, pero sabe que está perdiendo el tiempo. Negro no volverá. La conversación ha terminado, y por más que se quede allí sentado, esa noche no sucederá nada más.

Azul paga las bebidas y luego regresa a Brooklyn. Cuando llega a la calle Naranja, mira la ventana de Negro y ve que todo está a oscuras. No importa, se dice Azul, regresará pronto. Todavía no hemos llegado al final. La fiesta acaba de empezar. Espera hasta que descorchen el champán y luego veremos qué pasa.

Una vez en su habitación, Azul pasea de un lado a otro, tratando de planear su siguiente movimiento. Le parece que Negro al fin ha cometido una equivocación, pero no está completamente seguro. Porque, a pesar de la evidencia, Azul no puede sacudirse la sensación de que todo se ha hecho a propósito, de que Negro ha empezado ahora a provocarle, a llevarle de la brida, por así decirlo, urgiéndole hacia el final que está planeando.

Sin embargo, ha conseguido algo, y por primera vez desde que empezó el caso ya no está parado donde estaba. Normalmente, Azul estaría celebrando ese pequeño triunfo suyo, pero descubre que esa noche no está de humor para darse palmaditas en la espalda. Más que nada, se siente triste, se siente falto de entusiasmo, se siente decepcionado del mundo. De alguna manera, los hechos finalmente le han fallado, y le resulta difícil no tomárselo como algo personal, sabiendo demasiado bien que comoquiera que presente el caso ante si mismo, él también forma parte del asunto. Luego se acerca a la ventana, mira al otro lado de la calle y ve que ahora las luces están encendidas en la habitación de Negro.

Se tumba en la cama y piensa: Adiós, señor Blanco. Usted nunca existió realmente, ¿verdad? Nunca hubo un hombre llamado Blanco. Y luego: Pobre Negro. Pobre diablo. Pobre don nadie malogrado. Y luego, mientras sus párpados se vuelven pesados y el sueño empieza a inundarle, piensa en lo extraño que es que todo tenga su propio color. Todo lo que vemos, todo lo que tocamos, todo en el mundo tiene su propio color. Luchando por mantenerse despierto un poco más, empieza a hacer una lista. Tomemos el azul por ejemplo, se dice. Hay azulejos y gayos azules y garzas azules. Hay acianos y hierba doncella. Hay mediodías sobre Nueva York. Hay arándanos, lirios azules y el océano Pacífico. Hay queso azul y vitriolo azul y sangre azul. Hay una voz que canta el blues. Hay el uniforme de policía de mi padre. Hay leyes azules
[8]
. Hay mis ojos y mi nombre. Se detiene, al no poder encontrar más cosas azules, y pasa al blanco. Hay gaviotas y cigüeñas y cacatúas. Hay las paredes de esta habitación y las sábanas de mi cama. Hay lirios del valle, claveles y los pétalos de las margaritas. Hay la bandera de la paz y el luto chino. Hay la leche materna y el semen. Hay mis dientes. Hay el blanco de mis ojos. Hay percas blancas y abetos blancos y hormigas blancas. Hay la casa del presidente y la magia blanca. Hay mentiras blancas y calor blanco. Luego, sin vacilar, pasa al negro, empezando por listas negras, mercado negro y la Mano Negra. Hay la noche sobre Nueva York. Hay zarzamoras y cuervos, azabache y pez, Martes Negro y peste negra. Hay magia negra. Hay mi pelo. Hay la tinta que sale de una pluma. Hay el mundo como lo ve un ciego. Luego, cansándose del juego finalmente, empieza a quedarse dormido, diciéndose que la lista no tiene fin. Se duerme, sueña con cosas que sucedieron hace mucho tiempo, y luego, a media noche, se despierta de pronto y empieza a pasear por la habitación otra vez pensando en cuál será su siguiente paso.

Llega la mañana y Azul empieza a atarearse con otro disfraz. Esta vez es el vendedor de los cepillos Fuller, un truco que ya ha usado antes, y durante las siguientes dos horas se dedica pacientemente a ponerse una cabeza calva, un bigote y arrugas alrededor de los ojos y la boca, sentado delante de su espejito como un viejo artista de variedades. Poco después de las once, coge su maletín de cepillos y cruza la calle hasta el edificio de Negro. Abrir la cerradura de la puerta de entrada es un juego de niños para Azul, cuestión de segundos, y cuando entra en el portal no puede remediar sentir algo de la antigua emoción. Nada de violencia, se recuerda a sí mismo, mientras empieza a subir las escaleras hasta el piso de Negro. Esta visita es sólo para echar una ojeada al interior, para delimitar la habitación para futura referencia. Sin embargo, el momento le produce una excitación que no puede reprimir. Porque es algo más que ver la habitación y él lo sabe. Es la idea de estar allí, de estar entre esas cuatro paredes, de respirar el mismo aire que Negro. De ahora en adelante, piensa, todo lo que suceda afectará a todo lo demás. La puerta se abrirá y a partir de entonces Negro estará dentro de él para siempre.

Llama con los nudillos, la puerta se abre y de repente ya no hay distancia, la cosa y el pensamiento de la cosa son una y la misma. Ahora es Negro quien está allí, de pie en la puerta, con una pluma estilográfica destapada en la mano derecha, como si hubiera interrumpido su trabajo, y sin embargo la expresión de sus ojos le dice a Azul que le estaba esperando, resignado a la dura verdad, como si ya no le importara.

Azul se lanza a su parloteo sobre los cepillos, señalando el maletín, ofreciendo disculpas, pidiendo permiso para entrar, todo al mismo tiempo, con esa rápida plática de vendedor que ha practicado mil veces antes. Negro le deja entrar tranquilamente, diciendo que quizá le interese un cepillo de dientes, y mientras Azul cruza el umbral, continúa hablando sobre cepillos para el pelo y cepillos para la ropa, cualquier cosa con tal que las palabras sigan fluyendo, porque de esa manera puede dejar el resto de sí mismo libre para fijarse en la habitación, para observar lo observable, piensa, mientras distrae a Negro de su verdadero propósito.

La habitación se parece mucho a lo que él había imaginado, aunque quizá es aún más austera. Nada en las paredes, por ejemplo, lo cual le sorprende un poco, ya que siempre había pensado que habría un cuadro o dos, una imagen de algún tipo sólo para romper la monotonía, un paisaje quizá, o bien el retrato de alguien a quien Negro hubiera amado alguna vez. Azul siempre sintió curiosidad por saber cuál sería el cuadro, pensando que tal vez fuese una pista valiosa, pero ahora, al ver que no hay nada, comprende que eso es lo que debería haber esperado desde el principio. Aparte de eso, hay muy poco que contradiga sus expectativas. Es la misma celda monacal que había visto mentalmente: la cama pequeña y pulcramente hecha en un rincón, la cocinita en otro, todo impecable, ni una miga por ninguna parte. Luego, en el centro de la habitación, de cara a la ventana, la mesa de madera con una sola silla de madera de respaldo recto. Lápices, plumas, una máquina de escribir. Una cómoda, una mesilla de noche, una lámpara. Una librería en la pared norte, pero con pocos libros en ella:
Walden
,
Hojas de hierba
,
Cuentos dos veces contados
, algunos más. No hay teléfono, ni radio, ni revistas. En la mesa, muy bien ordenadas alrededor de los bordes, pilas de papel: algunos en blanco, otros escritos, unos a máquina, otros a mano. Cientos de páginas, quizá miles. Pero a esto no se le puede llamar una vida, piensa Azul, no se le puede llamar nada en realidad. Es una tierra de nadie, el lugar al que se llega al final del mundo.

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