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Authors: Andy McDermott

Tags: #Aventuras

La tumba de Hércules (42 page)

BOOK: La tumba de Hércules
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La cierva de Cerinia: un ladrón había sido empalado por sus imponentes y afilados cuernos de hierro, pero sus compañeros habían recordado que Hércules había conseguido trabar al animal disparándole en la pata. De hecho, una de las patas de la estatua era articulada y actuaba como mecanismo de desactivación… aunque la táctica de los ladrones de apedrearla hasta acertar no era tan impresionante como la flecha única de la leyenda.

Los establos de Augías: de acuerdo con el mito, Hércules había desviado un río para limpiar los establos y el antiguo mapa de los reversos de los pergaminos mostraba un pequeño río que discurría por la colina. Este trabajo abogaba más por la inteligencia que por las proezas físicas y requería abrir esclusas en cierto orden para hacer que el agua bajara hasta unos canales en particular. Si se cometía un error, los que abrieran las puertas serían barridos por la inundación… Un par de cuerpos destrozados aplastados contra unas rejillas al final de un canal mostraban el castigo por equivocarse. Pero como el río se había secado hacía tiempo, la expedición pudo atravesar la sala sin dificultades.

Los pájaros del Estínfalo: había un pasadizo estrecho que subía describiendo una pronunciada pendiente. Unos halcones gigantes de bronce bajaban por unas guías del techo a toda velocidad hacia el suelo, con sus garras y sus picos afilados extendidos para embestir a cualquiera que se interpusiese en su camino. Dos pájaros habían llegado hasta los pies de la cuesta y la habían golpeado con tanta fuerza que sus picos estaban incrustados en la pared… Uno de ellos había chocado anteriormente contra el pecho de un desafortunado ladrón. Otro halcón yacía a un tercio de la cuesta, pues el gancho de su soporte había sido alcanzado por una flecha. Hasta Komosa se sintió impresionado por la puntería.

El toro de Creta: un gigante con el método de ataque más primitivo hasta el momento, ya que simplemente avanzaba bajando un pasadizo estrecho y aplastaba a cualquiera que se encontrase en su camino. Lo habían derrotado atándole con un lazo los cuernos y bajándole la cabeza. Unos restos de cuerda totalmente secos seguían colgando de ellos.

Dos más habían caído víctimas de esta última trampa al resbalar y sucumbir bajo los enormes rodillos que actuaban como las «pezuñas» del toro cuando trataron de bajarle la cabeza. Nina se paró para examinarlos más de cerca.

—Estos son más recientes —observó—. La ropa, o lo que queda de ella, diría que es de los siglos XV o XVI, europea. Hasta un intento fallido de atravesar las trampas despeja el camino para la siguiente tanda de ladrones.

—¿Entonces la siguiente prueba también estará desactivada? —preguntó Corvus mientras trepaba por el toro para llegar al pasadizo de salida, detrás de su cabeza.

—No necesariamente —contestó Sophia, siguiéndolo—. Conocemos el camino a través del laberinto. Ellos no lo sabían. Aunque consiguieran superar cada prueba, puede haber otras trampas que los hayan matado.

Cuando salió, por el otro lado de la estatua, miró con ojos calculadores a Chase.

—Quizás deberíamos averiguarlo —continuó.

—No tenemos tiempo —dijo Corvus, sacudiéndose el polvo de la ropa.

Sophia pareció decepcionada, pero siguió observando a Chase, sugiriendo que la idea no quedaba descartada.

—¿Cuál es el siguiente trabajo? —le preguntó a Nina cuando llegó a su lado.

Ella comprobó sus notas.

—Las yeguas de Diomedes.

—¿Unas potrillas, eh? —dijo Chase—. Seguro que en la leyenda no eran precisamente los de
Mis pequeños ponis
.

—No, en realidad no. Hay diferentes versiones de la historia, pero en resumen, las yeguas se alimentaban de carne humana.

—Eso me recuerda a alguien que conozco —murmuró Chase, mirando a Sophia.

—Deberíamos pararnos aquí un momento —le dijo Nina a Corvus—. Necesito seguir trabajando en la traducción… No he llegado mucho más allá, pasado el siguiente trabajo.

—No —le contestó él—. Trabaje de camino. Estamos tan cerca ahora que no voy a esperar. Concéntrese en guiarnos por el laberinto… Y aunque alguna de las pruebas siga funcionando, mis hombres tienen armas y explosivos. Podemos ocuparnos de ellas.

Nina puso cara de incredulidad y después se encogió de hombros.

—Como quiera —dijo, escondiendo su preocupación… y también sus esperanzas.

Si alguna de las pruebas que restaban seguía funcionando realmente, podía suponer una amenaza real para los hombres de Corvus… y darles a ella y a Chase una oportunidad de escapar.

En cuanto el grupo entero se reunió, partieron de nuevo, con Nina dirigiéndolos a través de los oscuros giros del laberinto. Poco tiempo después, llegaron a la entrada de otra sala.

Bertillon, que iba delante, iluminó el interior.

—No veo cuerpos —informó—. No creo que esta haya saltado.

Cambió la linterna de mano y desenfundó su arma, un rifle de asalto Fabrique National F2000, elegante y futurista, con un lanzagranadas de 40 mm incorporado bajo el cañón. Dos de sus compañeros hicieron lo propio.

Komosa se unió a ellos y la luz de la linterna brilló en sus pírsines cuando miró el interior de la larga sala. Nina trató de ver algo desde detrás de él para descubrir qué había dentro. Al fondo vio cuatro estatuas descomunales de yeguas, aún más convincentemente estilizadas que las anteriores criaturas que se habían encontrado. Tenían los dientes al descubierto, largos y afilados, y las patas se encontraban levantadas como si se hubiesen paralizado a medio galope… y estuvieran listas para reiniciarlo en cualquier momento. Las pezuñas eran alargadas, estrechas. Eran más unas cuchillas que unas pezuñas… Eso hizo que Nina se estremeciese al compararla con algún tipo de máquina trilladora agrícola. Las patas de los animales ocupaban todo el ancho del pasadizo.

—Jesús —dijo Chase, colocándose a su lado para verlo por sí mismo—. Los dientes de esas cosas parecen los de la reina alien.

—Tenemos que cruzar —dijo Corvus. Se giró hacia Nina—. ¿Cómo los derrotó Hércules?

Nina hizo una pausa y pensó… lanzándole una mirada muy breve a Chase.

—Su trabajo era robar las yeguas de Diomedes, quien las mantenía encadenadas a un pesebre de bronce —narró, tras un momento.

Corvus miró a las estatuas, que tenían cadenas de bronce colgando del cuello, y asintió.

—En cuanto las liberó, las condujo a una península y cavó una zanja para convertirla en isla y que no pudiesen escapar.

Bertillon apuntó con su luz al suelo de la sala.

—Quizás tengamos que cavar el suelo para que las yeguas no puedan cruzarlo, ¿eh?

Apagó la linterna y la guardó en el bolsillo. A continuación, levantó el arma y activó su luz, antes de cargar el lanzagranadas.

—Conozco una manera rápida de hacerlo.

Otro hombre, un estadounidense, examinó la entrada de la sala.

—Hay una ranura en la parte superior del arco, aquí —anunció—. Supongo que baja una puerta cuando la trampa se activa para que no se pueda salir. Tenemos algunas cuñas de titanio… podemos colocarlas para que no caiga.

—Hacedlo —ordenó Corvus.

Colocaron las cuñas rápidamente, unas uves invertidas que bloquearon la ranura sobre la entrada, pero que dejaban suficiente espacio para pasar bajo ella. Bertillon, Komosa y los otros dos hombres que se habían descolgado sus F2000 entraron en la sala y avanzaron cuidadosamente hacia las estatuas. Los otros los miraron desde la entrada y Corvus usó una radio para que el equipo pudiese comunicarse con auriculares sin necesidad de gritar.

—¿Hay algún indicio del lugar donde se supone que hay que cavar? —les preguntó.

—Ninguno, de momento —respondió Bertillon, pisando con cuidado—. Quizás deberíamos usar las granadas para destrozar las estatuas antes de que…

Crunch. Un sonido mecánico sordo, de piedra moviéndose bajo sus pies, fue claramente audible incluso para los que estaban esperando fuera.

Y entonces la entrada se cerró de golpe: cayó una reja metálica… no por la ranura que habían bloqueado con cuñas, sino por la parte más alejada del arco. La ranura era un señuelo y la trampa real colgaba a unos treinta centímetros de esta.

Con el gemido del metal y el crujido de la piedra, las estatuas cobraron vida, moviéndose por primera vez en miles de años. Las mandíbulas se abrían y se cerraban y las patas se movían arriba y abajo, con sus afiladas pezuñas cortando el aire y resonando metálica y disonantemente contra el suelo de piedra mientras avanzaban.

Los hombres de Corvus que estaban fuera de la sala corrieron a la reja y trataron de levantarla, pero esta se negó a moverse, firmemente anclada.

Nina se encogió y se tapó los oídos con las manos cuando Bertillon disparó su lanzagranadas. El eco del ruido sordo del disparo no fue nada comparado con el crujido de la explosión que sacudió la sala un momento después cuando la granada golpeó a una de las estatuas. Pedazos de piedra del trozo arrancado del pecho de la yegua llovieron por la sala, pero el avance continuó, imparable.

Otro hombre disparó. La granada pasó entre las patas alzadas de las yeguas y llegó al túnel de salida que había tras ellos, detonando con un estruendo seguido del sonido de rocas cayendo.

—¡Parad! —gritó Corvus—. ¡Vais a bloquear el túnel!

Bertillon y Komosa miraron hacia atrás, sin poder creérselo.

—¡Usad balas, no granadas! ¡Destruid sus patas!

Los tres hombres con los rifles intercambiaron miradas y después hicieron lo que se les ordenaba. Las balas salieron en ráfagas de las armas, desconchando y agujereando las estatuas y esparciendo trocitos en todas direcciones. Arrancaron la pezuña metálica afilada de una de las patas galopantes, pero la dentada lanza de piedra que quedó en su lugar parecía igual de letal.

Komosa sacó un arma más larga mientras los otros retrocedían hacia la entrada.

—¿Cuáles son sus puntos débiles? —preguntó por radio—. ¿Cómo las paramos?

Sophia sacó su propia pistola y la presionó contra la cabeza de Nina.

—¿Y bien? ¡Respóndele! ¿Cómo las mató Hércules?

—Hércules no las mató… —empezó Nina, antes de verse interrumpida por un grito desde el interior de la sala.

Una bala había rebotado en una de las estatuas y golpeado a Bertillon en el muslo derecho, derribándolo, ensangrentado. Uno de los otros hombres fue hacia él para apartarlo a rastras, pero dio un salto hacia atrás cuando la metralla de los tiros del tercer hombre le pasó como una cuchilla al lado de la cara. Para cuando se recuperó, las yeguas ya habían alcanzado al hombre caído…

Bertillon gritó de nuevo y su aullido agonizante se acalló en unos instantes cuando las patas, en su incesante avance, lo pisotearon y lo hicieron añicos. Las estatuas se tiñeron de rojo por la sangre derramada. Nina apartó la vista y hasta Chase sintió repugnancia. Trozos de carne desgarrada volaron por el aire y cayeron donde permanecían los tres hombres restantes.

Sophia apuntó con su pistola a Chase.

—¿Cómo los paró? —le gritó a Nina—. En la otra versión de la leyenda. ¡Dímelo, o Eddie morirá!

Nina miró a Chase desesperadamente y después se rindió.

—Mató a Diomedes y se lo dio a comer a sus propios animales. ¡Cuando estuvieron alimentados, se calmaron y Hércules pudo atraparlos!

Sophia volvió a la entrada, donde estaban Komosa y los otros dos hombres, de espaldas a la reja. Las yeguas estaban solo a cuatro metros y medio y seguían avanzando.

—¡Joe! Son las bocas… ¡tenéis que darles algo de comer!

—¿Cómo qué? —preguntó Komosa.

—¡Tenéis un montón de carne ahí!

Komosa se quedó perplejo y después se dio cuenta de a qué se refería. Con una mirada de asco, cogió lo que quedaba del antebrazo de Bertillon, cuya mano se balanceó muerta al levantarlo.

Las bocas de las yeguas seguían abriéndose y cerrándose; sus dientes afilados brillaban bajo la luz. Cada vez que se abrían, dejaban a la vista un agujero al fondo, un canal que se curvaba y bajaba por el interior de cada estatua.

Komosa echó el brazo hacia atrás para coger impulso, esperando para lanzarlo en el momento adecuado, y después arrojó el miembro cercenado a la boca de la yegua más cercana.

Se quedó colgando durante un instante, enganchado en los dientes, cuando la boca se cerró de golpe, y después desapareció de su vista por el agujero cuando esta se reabrió. Komosa y los demás se apretaron contra la pared. Las yeguas siguieron avanzando… y después redujeron la marcha. El galope atronador de sus patas fue decayendo hasta ponerse al trote y finalmente parar, apenas a un metro de la reja. Algo vibró por encima de ellos. Uno de los hombres de Corvus intentó levantar la puerta y esta vez pudo moverla.

Sophia se giró hacia Nina y le dio un puñetazo fuerte en la cara, tirándola al suelo. Furioso, Chase dio un paso adelante, pero se encontró con varias pistolas en el pecho.

—Si vuelves a guardarte algo —le gruñó Sophia a Nina—, no solo mataré a Eddie. Lo haré pedazos, poco a poco, y haré que tú veas cada segundo del proceso. ¿He sido lo suficientemente clara?

Nina escupió sangre.

—Transparente —gimió.

—Bien. Ahora levántate. Quedan tres más.

Sophia se paró, pensativa, y después miró a Chase. Una sonrisita malévola se formó en su cara.

—Quítale las esposas —le ordenó a uno de los hombres.

—¿Estás segura de que es buena idea? —le preguntó Corvus.

La sonrisa de Sophia se hizo más ancha.

—Va a necesitar tener las manos libres.

Nina se puso de pie, con una mano apretada contra el labio partido.

—¿Qué estás haciendo?

—Te estoy dando un incentivo para trabajar con la mayor rapidez y precisión posibles —respondió Sophia—. Porque Eddie va a ir delante. Si cometes un error… él muere.

22

—¿Por dónde? —preguntó Chase por su micrófono.

El túnel serpenteante había llegado a otro cruce.

—¿Izquierda o derecha?

—Izquierda —le contestó Nina por el auricular, tras un momento.

—¿Estás segura?

—¿Puedes dejar de preguntarme eso? Sí, estoy segura.

—Solo lo comprobaba.

Dio un paso para bajar por el pasadizo de la izquierda y miró hacia atrás. Komosa lo vigilaba a unos seis metros, sosteniendo una Browning plateada de corredera larga con láser incorporado en la mano. Detrás de él, Chase vio los haces de las linternas del resto del grupo.

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