Read La tumba de Hércules Online

Authors: Andy McDermott

Tags: #Aventuras

La tumba de Hércules (53 page)

BOOK: La tumba de Hércules
6.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Cerca. No te preocupes. Y pronto estará más cerca.

Eso le gustó aún menos.

—¿Y de qué se trata, Sophia? ¿Dónde vas a lanzar la bomba? ¿Y por qué?

Sophia arqueó una ceja perfectamente depilada.

—En realidad, mi intención era ser yo la que hiciese las preguntas. ¿Quién te ayudó a salir de Argelia? Deberías contármelo… hasta tú tienes que saber ya que no tienes tiempo de pararme.

Chase rodeó la tubería con el brazo para poder ver la hora. Era más de la una de la madrugada… no faltaban mucho más de siete horas para que la bomba estallase.

—No, todavía hay tiempo.

Sophia suspiró.

—Tozudo… hasta el final. En serio, Eddie. Joe comprobó la tubería antes de esposarte a ella. Es firme. La única forma en que puedes liberarte es arrancándote la mano a mordiscos. ¿Quién te ayudó?

Él la ignoró y abrazó la tubería. Se agarró a ella y tiró. Como Sophia había dicho, estaba firmemente anclada y ni siquiera vibró. Lo volvió a intentar, con idéntico resultado. Sophia chasqueó la lengua. Rendido, Chase soltó la tubería y se derrumbó en el suelo.

—El muerto que dejaste en la habitación llena de lanzas tenía una radio —admitió—. Llamé al MI6.

Sophia parecía confundida.

—Pero no podía tener suficiente alcance para… Oh, ya veo. Uno de los truquillos de Mac, supongo. Pero no debiste conseguir el apoyo de los altos mandos; si no, ya habrían entrado en acción.

—Aún pueden hacerlo.

—No, no lo harán.

Lo rodeó lentamente, con una sonrisa que dejaba entrever su sentimiento de victoria.

—Te olvidas, Eddie, de que te conozco. Las mentiras no son tu fuerte.

—Al contrario que en tu caso —replicó Chase.

—Es un talento útil, sin duda. Ninguno de mis exmaridos se dio cuenta de que los estaba usando para mis propios intereses, y eso te incluye a ti.

—¿Y cuáles son tus intereses? Ya te he dicho lo que querías saber, así que puedes contármelo… me lo debes.

Ella estrechó los ojos.

—Yo no te debo nada.

—Excepto tu vida.

Aunque trató de esconderlo, Chase supo que sus palabras habían hecho mella. Sophia completó el círculo como si estuviese a punto de salir y después se giró hacia él.

—De acuerdo, si de verdad quieres saberlo, te lo contaré. Es justo, ya que, en parte al menos, tú eres responsable.

—¿Cómo demonios voy a ser yo responsable?

Sophia se puso en cuclillas y lo miró intensamente a los ojos, con la malicia ardiendo en ellos.

—Por tu culpa, Eddie, mi familia perdió todo lo que tenía. Lo único que me queda es mi título. Por tu culpa.

Chase trató de entender de lo que estaba hablando, pero sin resultado.

—No te sigo, Sophia. ¿Te importaría explicármelo?

—Mi padre se oponía completamente a que me casase contigo.

—Bueno, sí, eso lo comprendí rapidito. Como unos cinco segundos después de conocerlo.

—No —bufó ella—. No tienes ni idea. Él te despreciaba, consideraba que estabas a la altura del betún.

Chase resopló.

—Ahora ya no me siento tan culpable por haberle comprado esos gemelos tan baratos aquella Navidad.

Ella se puso en pie de un salto.

—¡No tiene gracia, Eddie!

Por un momento, Chase pensó que le iba a dar una patada, pero no era tan tonta como para ponerse al alcance de sus manos o sus pies, aunque estuviese esposado a la tubería.

—Nunca te lo dije, pero mientras estuve contigo, mi padre prácticamente me repudió, me desheredó económicamente. Y tú ni siquiera te diste cuenta porque estabas tan acostumbrado a vivir con cosas baratas que nunca se te ocurrió pensar lo mucho que eso me había afectado a mí.

—¿Así que se trata de eso? —se burló Chase—. ¿De la pobre niñita rica a la que papá le anula las tarjetas de crédito?

De nuevo, Sophia pareció estar a punto de emprenderla a golpes con él, antes de que la inteligencia se sobrepusiera a la ira.

—Tú nunca entendiste a mi familia, lo que hacíamos. Nuestro negocio, nuestra riqueza, se remonta generaciones y fue construida con diligencia y reputación. Nos la merecíamos, era nuestro derecho. Pero entonces… —Su cara se retorció del asco—. El mundo cambió. De repente, la reputación y el derecho no valían para nada. Todo se convirtió en pura avaricia, solo dinero, números que se intercambiaban entre ordenadores. Legados destruidos por nada más que un informe trimestral de beneficios.

—Legados como el de tu padre, dices.

—¡Estaba enfermo! —gritó Sophia—. No pensaba con claridad, cometió errores. Errores que, si yo hubiese estado allí para ayudarlo, ¡nunca habría cometido! Pero como yo estaba contigo, fue demasiado orgulloso para pedirme ayuda… Y cuando los chacales de la City o de Wall Street vieron su debilidad, ¡cargaron contra él y lo destruyeron! Hicieron pedazos sus empresas y las vendieron una a una para que los bancos, los corredores de bolsas y los abogados pudiesen repartírselas entre ellos… ¡y lo dejaron sin nada! ¡Me dejaron sin nada!

—¿Y crees que soltar una bomba nuclear pondrá las cosas en su sitio? —le preguntó Chase—. ¿Qué demonios esperas conseguir?

—Te voy a decir exactamente lo que espero conseguir —le dijo, reemplazando su intensa emoción por una frialdad calculadora—. La riqueza de la gente que destruyó a mi padre es una farsa, una ilusión basada solo en la fe en que su sistema funciona. Voy a romper esa ilusión, voy a derribar el sistema. Mi objetivo es Nueva York, Eddie.

—¡Jesús!

A ella le agradó su sorpresa.

—Específicamente —continuó—, el distrito financiero. A las ocho y cuarenta y cinco, justo antes de que empiece la actividad comercial, el Ocean Emperor estará en el East River, al final de Wall Street. Cuando la bomba estalle, arrasará el sur de Manhattan… y destruirá por completo el centro de los mercados financieros mundiales. La crisis financiera después del 11-S y el crac de 2008 no serán nada en comparación con lo que va a suceder hoy. La bolsa estadounidense se colapsará totalmente y se llevará consigo en su caída al resto de bolsas de valores mundiales. Toda esa gente cuya riqueza y poder estén basados en nada más que en la fe, en pedazos de papel y en números en ordenadores, se quedarán sin nada. Igual que dejaron a mi padre.

—Y tú tendrás todo el oro de la tumba de Hércules —comprendió Chase.

Sophia asintió.

—Tengo a más hombres excavando el lugar justo ahora. Nina tenía toda la razón… el valor de la riqueza física se multiplicará enormemente tras un crac financiero. Recuperaré lo que me corresponde: la riqueza y el estatus de mi familia.

—Y joderás a todos los demás, ¿eh? —gruñó Chase—. No solo vas a matar a saber a cuántas decenas de miles de personas cuando estalle la bomba. ¿Qué hay de los millones de personas que también lo van a perder todo? ¿No solo los peces gordos, sino la gente normal?

—¿Y por qué tendría que importarme esa gente? —dijo Sophia, despectivamente—. Son solo plebe.

—¿Y yo qué? ¿Eso es todo lo que yo he sido para ti?

Ella no le respondió, incapaz de mirarlo a los ojos.

—¿Qué te ha pasado, Sophia? —le preguntó Chase, desesperado—. Jesús, has matado a gente a sangre fría ¡y ahora vas a lanzar una jodida bomba nuclear! ¿Cómo demonios has acabado así?

Ahora sí que lo miró.

—Eso te lo tengo que agradecer a ti, Eddie —le contestó—. Y te lo agradezco de verdad. Si hay algo que aprendí de nuestro tiempo juntos, es esto.

—¿Qué algo? ¿De qué demonios estás hablando?

Sophia se le acercó más, justo hasta el límite del alcance de sus piernas, y se puso en cuclillas.

—Mi familia siempre tuvo poder, Eddie, pero era el tipo de poder que provenía de la riqueza y de las influencias. Pero cuando te conocí, cuando me rescataste del campamento terrorista… me mostraste otro tipo de poder: el de la vida y la muerte.

Chase no supo qué responder, era incapaz de hacer otra cosa que no fuese escucharla mientras ella seguía hablando.

—Cuando exterminaste a los miembros de la Senda Dorada me enseñaste cómo ejercer de verdad el poder. La persecución firme de un objetivo, sin remordimientos. Todos los que se interpusiesen en ese objetivo debían ser destruidos.

—Estás loca de remate —consiguió decir por fin Chase—. Yo fui allí a rescatarte. Solo maté a la gente que trataba de matarnos a nosotros.

—No puedes engañarte a ti mismo mejor que a mí —le replicó Sophia—. Se te ordenó exterminarlos, Eddie. No repelerlos o capturarlos, sino aniquilarlos. Tú eras un asesino, un ejecutor. No sentiste nada cuando les disparaste, o los apuñalaste o les cortaste las gargantas. Vi cómo actuabas. Nunca lo olvidaré… porque me enseñó que necesitaba ser como tú. Tú perseguías un objetivo, ejercías un poder. Igual que yo ahora.

—Estaba en una misión militar para rescatar a ciudadanos británicos en manos de terroristas —contraatacó Chase—. ¡Lo que tú estás haciendo es un asesinato en masa por pura ganancia personal… y una jodida revancha infantil!

—¡Di lo que quieras! —contestó Sophia mientras se ponía en pie, con voz más aguda, casi un chillido—. ¡Tú me hiciste así! ¡Todo esto ha pasado por tu culpa!

Se giró y se dirigió a la puerta, golpeando la cubierta con los tacones, que sonaron como disparos.

—¡Joe! —gritó—. ¡Tráela!

—¡No lo hagas, Sophia! —dijo Chase, irguiéndose.

Sujeto todavía por la tubería, solo se podía mover unos centímetros en cada dirección.

—Tú iniciaste esto desde el momento en que nos conocimos —le dijo Sophia, maliciosamente—. Es justo que estés aquí también al final.

Detrás de él, entraron Komosa y el técnico nuclear, transportando la bomba entre los dos. Sophia señaló un lado de la habitación, alejado de Chase.

—Allí.

Los dos hombres bajaron con cuidado el aparato. Komosa tenía algo sobre el hombro, sujeto con una tira. Al principio Chase pensó que era un arma, pero después se fijó en que era una pistola de proyectil fijo, con unas varas de acero de quince centímetros en el interior de un cargador abierto que sobresalía de la parte superior. Había tres agujeros colocados equidistantemente en la base metálica de la bomba. Komosa colocó la punta de la pistola en el primer agujero y apretó el gatillo. Se escuchó el sonido de gas comprimido y un tornillo salió disparado, atravesando la cubierta ruidosamente. Dos silbidos más y la bomba quedó asegurada firmemente. Komosa colocó la pistola al lado.

Sophia se acercó a ella y sacó la llave de armado del bolsillo. La introdujo y después, mirando a Chase con desdén, la giró. La pantalla se iluminó, mostrando todavía la hora prevista para la detonación: 0845. Cuando pulsó el botón, la pantalla cambió e indicó la cuenta atrás.

Siete horas, dos minutos, diecisiete segundos.

Dieciséis.

Quince…

Retiró la llave, pero la pantalla siguió iluminada y los segundos siguieron corriendo.

—Creo que voy a subir a cubierta a tirar esto al mar —dijo, provocándolo y sosteniendo en alto la llave mientras iba hacia la puerta.

Los dos hombres la siguieron.

—Por cierto, Eddie, el cronómetro cuenta con un mecanismo antisabotaje. Si alguien trata de pararlo sin la llave, la bomba explotará. Pensé que deberías saberlo.

—Adiós, Chase —dijo Komosa, luciendo su sonrisa de diamante—. Que disfrutes de la vida en el más allá.

La puerta se cerró tras ellos con un portazo firme.

Chase tiró de la tubería y le dio patadas, sin mayor éxito que antes. Después echó los brazos hacia atrás para que la cadena de las esposas rodease el metal y tiró de ellas con todas sus fuerzas. La sangre salió de sus muñecas cuando el acero le cortó la piel, pero las esposas estaban demasiado apretadas como para poder deslizar las manos y sacárselas.

Pero siguió intentándolo. No tenía otra opción.

—Ya casi hemos llegado —dijo Trulli sobre el constante estruendo de los motores—. Creo.

Nina, entumecida y dolorida por estar atrapada en un lugar tan estrecho durante más de dos horas, se giró para mirarlo.

—¿Qué quieres decir con «creo»?

—El sistema de navegación inercial no es tan exacto como un GPS. Sobre todo cuando el viaje es tan movidito… Se desorienta. En la peor situación, podemos estar a unos diez kilómetros de donde pensamos que estamos.

Nina se tocó el colgante.

—Esperemos que se trate de la mejor situación. ¿Y ahora qué?

Trulli examinó los instrumentos.

—Bueno, primero tengo que sacarnos de la supercavitación, ¡sin que acabemos espachurrados como un sapo marino bajo un tren turístico!

Nina abrió mucho los ojos.

—Espera, ¿qué? ¿Espachurrarnos? ¡No me habías dicho nada de eso!

—¡Nunca he ido a tanta velocidad! —le explicó Trulli—. No puedo parar los motores sin más, porque cuando la onda expansiva de la supercavitación se acabe, será como si el submarino chocase contra un muro de ladrillo. Tengo que decelerarlo, ponerlo a una velocidad segura, antes de cortar el vapor.

Ajustó varios controles y después agarró el acelerador.

—De acuerdo. Vamos a probar…

Nina se agarró al asiento y se preparó.

Trulli tiró del acelerador ligeramente. El ruido de los motores no se alteró, por lo que a Nina respectaba, pero la vibración del Wobblebug cambió y se inició lentamente un bamboleo serpenteante que fue en aumento.

—¿Eso es malo? —preguntó Nina.

—¡Espero que no!

Trulli movió el acelerador de nuevo. Esta vez, el gemido de los motores disminuyó de tono. Pero la oscilación continuó y la sensación de zigzagueo empeoró.

—Ya hemos bajado a trescientos nudos. ¡Funciona!

—¿Y este temblor?

El movimiento del submarino estaba mareando a Nina, pero no podía dejar de pensar que las náuseas eran el menor de sus problemas.

—No sé por qué tiembla… ¡solo espero que desaparezca! —Volvió a mover la palanca—. Doscientos ochenta, doscientos setenta… ¡Vamos, hijo de puta! Doscientos cincuenta…

La parte de atrás del submarino se agitó de lado a lado, como si lo hubiesen sacudido, y golpeó algo que lo arrojó hacia atrás, por el camino que había venido.

Otro impacto, y otro…

Nina se agarró desesperadamente al asiento, nerviosa. Trulli luchó con los mandos. La popa del submarino se balanceó violentamente como el badajo de una campana.

—¡Golpe de cola! —gritó.

—¿Qué?

—¡La parte trasera del submarino rebota en el interior de la onda expansiva! ¡Si no consigo recuperar el control, se partirá!

BOOK: La tumba de Hércules
6.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Last Dance by Linda Joy Singleton
June by Miranda Beverly-Whittemore
Summer Will Show by Sylvia Townsend Warner
Bloody Kisses by Nelson, Virginia, DeWylde, Saranna, Royce, Rebecca, Breck, Alyssa, Proserpina, Ripley
Justice by Piper Davenport
The Country Doctor's Choice by Maggie Bennett
The Garden of Letters by Alyson Richman