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Authors: Andy McDermott

Tags: #Aventuras

La tumba de Hércules (51 page)

BOOK: La tumba de Hércules
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El otro hombre se apretaba el brazo, desesperadamente, para contener la hemorragia, aullando de dolor. Chase no le prestó atención y completó el trabajo clavándole el cuchillo en la garganta. Los aullidos pararon de golpe. Sin sentir ningún tipo de emoción, aparte de desprecio, Chase volvió a girar el cuchillo para seccionar la arteria carótida. El hombre estaba implicado en un plan para hacer estallar una bomba atómica; se merecía lo que le había pasado.

Extrajo el cuchillo ensangrentado y el hombre cayó al suelo, retorciéndose y gorgoteando.

La lucha había durado apenas unos segundos. Quizás aún tendría tiempo para destruir el dispositivo de armado antes de que apareciese el resto de los ocupantes del hábitat…

Plas. Plas. Plas.

—Oh, Eddie —dijo Sophia con pena fingida desde la otra entrada del compartimento—, ¡si solo le quedaban dos días para jubilarse!

Chase se giró rápidamente y la vio aplaudiéndole, suavemente. Komosa estaba de pie, a su lado, apuntándolo con su Browning. El técnico nuclear estaba detrás de ellos.

Chase seguía con el cuchillo en la mano. Podía lanzarlo…

—No lo hagas —le advirtió Komosa, haciendo que ese pensamiento desapareciese antes de que pudiese completarlo.

El láser del arma bailó por la cara de Chase, cegándolo. A regañadientes, dejó caer el cuchillo sobre la cubierta.

—Comprueba la bomba —le ordenó Sophia al técnico antes de adentrarse más en la habitación—. Tengo que admitir, Eddie, que estoy verdaderamente sorprendida e impresionada al verte de nuevo. ¿Nina también sobrevivió?

—Ella está bien —dijo Chase, con frialdad.

—Qué pena. Pero bueno, ya he aprendido la lección: la próxima vez, no supondré que has muerto hasta que haya visto tu cadáver.

—No habrá una próxima vez, Sophia. Esto es el final.

—Y el tuyo también —le dijo Komosa.

Movió el láser hasta el pecho de Chase y después lo subió de nuevo hasta su cara.

—Llevo esperando este momento mucho tiempo, Chase. ¿Dónde la quieres?

—¿Vale en el meñique del pie?

Komosa se rió, burlonamente, y fijó el láser entre los ojos de Chase…

—Todavía no —dijo Sophia.

Komosa la miró, sin poder creérselo.

—¡Sophia!

—¿No puedes soportar vivir sin mí? —le preguntó Chase, sarcásticamente.

Sophia sacudió la cabeza.

—Difícilmente. No hay nada que desee más en el mundo que matarte, pero el hecho es que la última vez que te vi no tenías ni medio de transporte, ni pasaporte, ni dinero, ni idea de adónde me dirigía yo. Sin embargo, veinticuatro horas después, aquí estás —dijo, mirándolo glacialmente—. Has tenido ayuda. Ayuda del gobierno. ¿Quién más sabe que estás aquí, Eddie?

—Oh, solo el MI6, la CIA, la ASN, los KLF
[1]
, la RSPCA
[2]
. Deberían aparecer por aquí dentro de unos cinco minutos.

—No lo creo —dijo Sophia, cruzándose de brazos—. Si supiesen que tengo esto —y señaló la bomba— aquí, los estadounidenses ya nos habrían borrado del mapa. Pero sí que se lo has contado a alguien. ¿A quién, Eddie?

Chase solo se encogió de hombros. Komosa bajó su arma y apuntó a la entrepierna de Chase.

—Conseguiré que hable.

—No tenemos tiempo —dijo Sophia. Miró al técnico—. ¡Heinrich! ¿Está todo bien?

—Eso parece, lady Sophia —le contestó él.

—Solo por curiosidad —habló Chase, tratando de ganar tiempo—, ¿cómo supiste que estaba aquí?

Sophia sonrió.

—Este hábitat tiene un sistema de soporte vital muy sofisticado que avisa a la sala de control de cualquier aumento de dióxido de carbono. La primera vez que exhalaste, supimos que teníamos a una persona extra a bordo.

—La próxima vez, aguantaré la respiración.

—Como tú has dicho, no habrá una segunda vez. Pero sigo queriendo saber a quién le has contado lo de la bomba.

Chase no dijo nada. Sophia suspiró y buscó algo a su espalda, sacándolo de la cintura de los pantalones.

—Siempre fuiste un tozudo irritante, Eddie. Pero bueno, ya que me has obligado a adelantar mis planes, tendremos que continuar esta discusión más tarde.

Sacó la mano de la espalda y sostuvo una pistola de extraño diseño.

—Eh, espera un… —empezó a decir Chase, antes de que un dardo le impactara dolorosamente en la barriga—. Oh, joder…

La oscuridad lo rodeó.

—¡Le ha pasado algo! —dijo Nina, sentándose firme de un salto cuando vio movimiento a través de los prismáticos.

Había aparecido gente en la plataforma de aterrizaje, gente que se distinguía claramente gracias a la claridad de los focos.

—¡Oh, mierda, es Sophia! ¡Está subiendo al avión!

No dejó de observarlos atentamente. Aparecieron más personas desde el interior del hábitat. Dos de aquellas personas transportaban algo pequeño pero pesado entre ambas.

—¡Joder! ¡Creo que eso es la bomba!

La lancha se movió cuando Trulli se acercó a proa.

—¿Estás segura?

—Eddie me dijo cómo era. Debe de serlo.

Trulli miró con nerviosismo el agua que los rodeaba.

—Jesús, espero que haya logrado salir sano y salvo…

La sangre se congeló en el corazón de Nina.

—No lo ha conseguido —jadeó.

A través de los prismáticos, el gigante Komosa destacaba claramente entre los demás… y Nina conocía sin duda alguna al hombre que llevaba sin apenas esfuerzo sobre uno de sus hombros.

—Oh, Dios mío, ¡lo han cogido!

Siguió observando, impotente, a Komosa, que transportaba a Chase hasta la aeronave y lo arrojaba al interior de la cabina antes de entrar él. Sophia, la bomba y los dos hombres que la habían transportado ya estaban a bordo. Menos de un minuto después cerraron la puerta, despejaron la plataforma de aterrizaje y giraron las enormes hélices.

Nina no podía hacer absolutamente nada excepto mirar. El rotor basculante ascendió y desapareció en el cielo nocturno. Los motores se giraron y la aeronave aceleró hacia el norte. Pronto se convirtió en otra estrella más entre miles.

—Oh, Jesús… —murmuró Nina—. Lo he perdido.

27

Trulli aceleró su Discovery por la carretera de la costa desde Marsh Harbour.

—¿Estás seguro de que podrás averiguar adónde se han llevado a Eddie? —le preguntó Nina.

—Bastante seguro —le respondió Trulli—. Todos los buques mercantes de Corvus tienen localizadores GPS. Esperemos que también sus aviones.

—¿Y si no es así?

El australiano no tenía respuesta para eso. En lugar de contestarle, giró hacia un grupo de edificios industriales situados a lo largo de la costa. Había una barrera y una garita que bloqueaban la carretera.

—Vale —dijo—, tú trata de parecer relajada. Y quizás también un poco piripi.

—¿Cómo voy a parecer relajada?

Trulli se paró ante la barrera. Un guardia de seguridad uniformado salió de la garita.

—Buenas noches, Barney —dijo Trulli, con una naturalidad exagerada—. ¿Qué tal va todo?

—Bien, Trulli —dijo el guardia. No parecía desconfiado, solo curioso—. ¿Qué te trae por aquí a estas horas de la noche?

—Bueno, iba a darme un chapuzón con esta amiga mía —dijo, señalando a Nina— ¡y me di cuenta de que me había dejado la maldita llave del fueraborda en la oficina!

El guardia miró a través de la ventana a Nina. Siguiendo las instrucciones de Trulli, ella saludó al hombre lánguidamente.

—Hola.

Él le respondió con un movimiento de cabeza y se volvió hacia Trulli.

—No vais a tardar mucho, ¿verdad?

—¡No, tío! Solo tengo que encontrarla. No nos llevará más de unos minutos.

Barney se lo pensó.

—Ella debería firmar, pero… De acuerdo, pero sed rápidos.

—Eres genial, tío —le dijo Trulli.

El guardia sonrió y volvió a la garita. Subió la barrera y Trulli pasó bajo ella.

Se detuvieron al lado de un edificio grande al final de un muelle. Trulli saltó del Discovery y corrió hacia una puerta lateral. Nina lo siguió adentro.

A pesar de la urgencia de la situación, Nina no pudo evitar sorprenderse cuando Trulli encendió las luces. El edificio era un muelle cubierto cerrado al mar por una enorme cortina metálica que se introducía en el agua. Aislado de las olas de fuera, la piscina que se formaba en el interior del edificio estaba tan lisa como un cristal.

Sin embargo, eso no había sido lo que la había sorprendido, sino el sumergible suspendido sobre las aguas gracias a unos cables y cuyo diseño no se parecía a ningún submarino que Nina hubiese visto jamás. Más bien, pensó, se parecía a algo que Han Solo o el capitán Kirk podrían haber pilotado.

Trulli lo ignoró, prestándole tanta atención como a un objeto de trabajo más, como a cualquier silla.

—Aquí arriba —le dijo a Nina, subiendo ruidosamente un tramo de escaleras para llegar a una sala elevada desde la que se veía todo el muelle.

Nina lo siguió hasta una oficina desordenada, dominada por una mesa de proyectos llena de planos con anotaciones.

—Disculpa el desorden —dijo un poco avergonzado, apartando las tazas de café de cartón que rodeaban al ordenador situado en una mesa más pequeña.

Encendió el aparato.

—¿Qué es eso? —le preguntó Nina, refiriéndose al submarino que se veía por las ventanas de la oficina.

—¿Qué? Oh, es mi proyecto actual. El Wobblebug, «el Temblador».

Nina casi se rió.

—¿El qué?

—Bueno, ese no es su nombre oficial. René quiere llamarlo Nautilus, pero ese es un nombre muy estereotipado para un submarino. Aunque si está muerto, supongo que ya no importa… Sea como sea, se trata de un supercavitador.

—¿Un qué?

—Algo muy rápido —lo simplificó Trulli, antes de volver a concentrarse en el ordenador—. Vale, déjame acceder… Genial, puedo entrar en la red GPS.

Un par de clics del ratón y apareció una lista de los barcos y aeronaves de Corvus en la pantalla.

—¿Te acuerdas de la matrícula del avión?

Nina se acordaba; Trulli la introdujo en el campo de búsqueda y pulsó Enter.

—Vale, lleva localizador.

La lista fue reemplazada por un mapa. Nina reconoció el contorno de las Bahamas y la mitad sur de la costa oriental de Estados Unidos, desde Florida hasta Virginia. Una línea señalaba hacia el norte desde el Gran Ábaco hasta un punto a unos doscientos cuarenta kilómetros de la costa de Carolina del Sur, y un triángulo amarillo con la matrícula del rotor basculante figuraba en el extremo más al norte.

—Ahí está —dijo Trulli—. Dirección cero-ocho grados, velocidad, doscientos setenta nudos, altitud, diez mil pies.

—¿Hacia dónde van? —preguntó Nina—. Haz un zum, amplía el mapa.

Trulli obedeció. La pantalla mostraba ahora la costa Este de Estados Unidos.

Nina tuvo un escalofrío cuando descubrió cuál era el destino del rotor basculante.

—Oh, Dios mío —susurró, hurgando entre los papeles desperdigados del escritorio de Trulli, buscando una regla.

La sostuvo contra la pantalla, extendiendo el curso hasta su destino final.

El escalofrío fue a más. Tenía razón.

—¡Oh, Dios mío! —repitió, en voz más alta.

—Jesús —dijo Trulli al verlo.

La regla pasaba justo por Nueva York.

Su hogar.

—Se dirige a Nueva York —dijo Nina, aturdida—. ¡Está transportando una maldita bomba nuclear a Nueva York!

Trulli introdujo rápidamente una serie de órdenes con el teclado y apareció una ventana con más información sobre la aeronave.

—No, no puede hacerlo. El Bell 609 no tiene suficiente autonomía, ni con tanques extra de combustible. Tiene que dirigirse a otro lugar.

—¿Entonces adónde?

Nina volvió a examinar el mapa.

—El único sitio que queda cerca de su trayecto es Atlantic City. ¿Y para qué iba a llevar una bomba nuclear a Nueva Jersey? ¡A nadie le importaría!

Con la mente a cien por hora, observó el triángulo amarillo que representaba la posición actual de Sophia… y de Chase.

—¿Puedes mostrarme la posición de los barcos de Corvus aquí también?

—¿Cuáles?

—Todos.

Sorprendido, Trulli hizo lo que le pedía. Tras unos segundos, aparecieron un par de docenas de nuevos marcadores. Había varios en las Bahamas, donde tenía su base la naviera de Corvus, otros estaban dentro o cerca de los principales puertos de la Costa Este…

Y había uno apartado, en la costa de Virginia. Justo en medio de la ruta del rotor basculante.

Nina lo señaló con el dedo.

—¡Eso! ¿Qué es eso?

Trulli lo acercó con el zum.

—¡Es el Ocean Emperor!

La mente de Nina regresó a la fiesta donde había conocido a Sophia.

—¿El barco de Corvus?

—Sí. Se dirige a Nueva York, a unos veintitrés nudos. Si sigue a esa velocidad, llegará mañana por la mañana, a eso de las nueve.

—Tiene una pista de aterrizaje para helicópteros —recordó Nina—. ¿Queda dentro de la autonomía de Sophia?

Trulli lo comprobó.

—Sí.

—Eso es lo que está haciendo. Si tratase de volar por encima de la ciudad, las fuerzas aéreas la interceptarían, y hay detectores nucleares en las carreteras… ¡Pero puede aterrizar en el Ocean Emperor y llevar la bomba por barco hasta el puerto de Nueva York sin que nadie se dé cuenta hasta que ya sea demasiado tarde!

—Jesús —jadeó Trulli—. ¿Y qué hacemos? ¡Tenemos que decírselo a alguien!

—Sí, ¿pero a quién? Yo no puedo acudir a las autoridades… ¡Me buscan por asesinato!

Él la miró, sorprendido.

—¿Que te buscan por qué?

—¡Yo no lo hice! Pero no podemos llamar a Seguridad Nacional… Corvus tenía amigos en el gobierno y no van a enviar a la Guardia Costera para que detengan a un barco por una llamada anónima.

—Corvus está muerto —le recordó Trulli.

—Sí, pero ellos no lo saben. Además, si los paran… Sophia matará a Eddie. Lo sé.

Apartó la vista del ordenador y miró por la ventana.

—Tengo que subirme a ese barco.

—Aunque tuviésemos un helicóptero, que no tenemos, no tendría ni la autonomía, ni la velocidad —protestó Trulli—. No hay manera de alcanzarlos.

—¿Y con eso? —preguntó ella, señalando el submarino suspendido.

—¿Eh?

—Eso. Has dicho que era rápido… ¿cómo de rápido?

—En teoría, alcanza los cuatrocientos nudos, pero…

Trulli se quedó paralizado al darse cuenta de lo que Nina pretendía.

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