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Authors: Andy McDermott

Tags: #Aventuras

La tumba de Hércules (19 page)

BOOK: La tumba de Hércules
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Nina no estaba segura de que el avión fuese algo de lo que estar realmente orgullosa: doble motor, fuselaje pintado de un color amarillo taxi refregado, con pinta de tener más de cuarenta años…

—Oh, no te preocupes —le dijo T. D., leyendo correctamente su expresión—. Yo cuido muy bien de él y él, a cambio, ¡cuida muy bien de mí!

—Un Piper Twin Comanche —añadió Chase—. Lo suficientemente pequeño para aterrizar casi en cualquier lugar, incluso en pistas forestales, y lo suficientemente grande para transportar a un equipo y su instrumental. Y este tiene un par de cosillas por si tenemos que emprender una huida rápida. Algo que seguramente pasará después de tener un par de palabras con Yuen.

—Intenta no matar al presidente Molowe en el fuego cruzado —le advirtió T. D. mientras abría la puerta del avión—. Voté por él.

—No te preocupes, tendré cuidado. Ya tengo una sentencia de muerte en dos países africanos; no necesito otra más.

—¿Que tienes qué? —gritó Nina.

—Nada de lo que preocuparse —la tranquilizó Chase, rápidamente.

Ella vio algo en el ala del avión.

—¿Eso es… eso es un agujero de bala?

—¡Nada de lo que preocuparse!

T. D. voló unos setecientos veinte kilómetros en dirección nornoroeste desde Gaborone. Su trayecto los llevó por encima de las enormes planicies desérticas y de las zonas de matorrales secos del Kalahari, antes de descender hacia una pista de aterrizaje privada, a unos ochenta kilómetros al oeste de la ciudad de Maun.

Chase estaba sentado en el asiento del copiloto. Nina miraba por encima su hombro, asombrada por las vistas al norte. Más allá del polvoriento desierto había una vasta franja de exuberante vegetación que se extendía a lo largo del horizonte.

—El delta del Okavango —comentó T. D.—. El delta interior más grande del mundo. Y una enorme reserva de fauna y flora, también. Si no estuvieseis aquí por trabajo, ¡haríamos una visita!

—Quizás más tarde —dijo Chase—. Además, visto un hipopótamo, vistos todos.

T. D. sonrió y después habló con alguien en tierra por los auriculares para recibir las últimas instrucciones de aterrizaje. El avión se ladeó, girando hacia el oeste. La distante belleza del delta se vio reemplazada por…

—Demonios —murmuró Chase—. Vaya monstruosidad.

—Me temo que el ecologismo y las minas de diamantes no se llevan bien —dijo Sophia.

Nina no podía estar más de acuerdo. Delante de ellos, haciéndose más grande a medida que el avión descendía, estaba la mina de diamantes de Yuen, un cráter colosal excavado en la tierra. Nina alcanzaba a ver vehículos amarillos que se movían a través de largos caminos que describían espirales hasta llegar a la base del enorme agujero. Tardó en darse cuenta de que estaban aún a kilómetros de distancia de la mina. Los camiones eran inmensos, a escala de la terrible mina.

Más allá del agujero había numerosos edificios tipo almacén y torres cilíndricas, todas del mismo tamaño imponente. Todo el complejo de la mina y los edificios de servicio se extendían a lo largo de kilómetro y medio, y las lejanas vallas que la rodeaban sugerían que había sitio suficiente para expandirla.

El Twin Comanche tomó tierra a saltitos y después fue directamente hasta el final de la pista, hasta una zona de aparcamiento grande que quedaba a un lado. Ya había muchos otros aparatos en tierra, desde pequeños chárter de hélices a aviones de empresa. Estaba claro que se trataba de un acto importante.

Con una seguridad igual de importante.

Chase, Nina y Sophia (T. D. se quedó en el avión) fueron recibidos en la fila por un grupo de serios hombres armados. Seguridad privada, no las fuerzas armadas de Botsuana. Chase solo necesitó observarlos un momento para saber que habían recibido entrenamiento militar. Su postura, su estado de alerta y la forma de sostener las armas los delataban clarísimamente. Cuando se acercó a ellos, relajó a propósito su figura y trató de parecer lo más indisciplinado posible, arrastrando los pies hasta el puesto de control con dos pesadas bolsas de equipo.

Uno de los guardias levantó una mano y sus compañeros se cambiaron sutilmente de posición para rodear a los recién llegados.

—Buenas tardes, bienvenidos a la mina de diamantes de Ygem —dijo, mecánicamente—. ¿Me dejan ver sus pases de visitantes y una identificación, por favor?

Sophia habló por ellos, con un acento aristocrático lleno de poder autoritario.

—Buenas tardes. Soy Sophia Black, de la oficina de noticias de la CNB de Ciudad del Cabo. Este es Ed Case, mi cámara, y Nina Jones, mi ingeniera de sonido.

Le dio al guardia los documentos que había conseguido T. D.

Él los comprobó en la lista que tenía en una tablilla e hizo un sonido de aprobación.

—Gracias —le dijo, devolviéndole los documentos.

Otro hombre les pasó un detector de metales por el cuerpo, encontrando objetos inocuos como llaves y monedas. El primer hombre revisó su equipaje.

—¿Puede encender esto, por favor? —les preguntó, señalando la aparatosa videocámara que sacó de una de las bolsas de Chase.

Chase obedeció y la cámara despertó. El guardia miró por el visor para asegurarse y hasta abrió el hueco donde iba la cinta para comprobar el interior.

—Cámara, baterías, cintas de repuesto, micro de pértiga, bocadillos —dijo Chase, señalando cada uno de los objetos cada vez—. Eh, ¿os importa que haga unas tomas de vosotros, tíos? Ya sabéis, para poner de fondo.

—Sí, sí que nos importa —le contestó con firmeza el guardia.

Mientras Chase volvía a guardar su equipo, el hombre revisó la mochilita de Nina y solo encontró la carpeta. Hojeó las primeras páginas de sus notas manuscritas sin interés y después se la devolvió y continuó, con voz aburrida.

—Es la política de la mina de diamantes de Ygem recordarles a todos los visitantes que el robo de diamantes es un delito grave que está castigado duramente por la ley penal y civil de Botsuana. Gracias. Pueden pasar. Por favor, esperen ahí al bus.

Señaló unos bancos cubiertos al lado de una carretera cercana, donde ya había más gente sentada.

—Gracias, tío —dijo Chase, cogiendo sus bolsas—. ¿Ed Case? —le susurró a Sophia mientras se alejaban—. Jodidamente gracioso. «El caso Ed». Suena como si fuese un chiflado en tratamiento.

—Una pequeña bromita.

—Al menos nos ha dejado pasar —dijo Nina.

—Sí, supongo. —Chase le puso la mano en el hombro a Sophia—. Buen trabajo.

Ella sonrió.

—Gracias.

Tras unos minutos apareció un bus y todos los que estaban esperando (todos miembros de compañías de prensa internacional) se subieron a él. Chase se sentó cerca del final del bus y Sophia a su lado. Sintiéndose un poco dejada de lado, Nina se acomodó en la fila de detrás. Al cabo de un rato, subió otro pequeño grupo de gente y el bus partió.

En cuanto estuvo seguro de que nadie lo miraba, Chase sacó la pértiga larga del micro de la bolsa y la abrió. Estaba hueca y tenía su pistola Wildey y su funda embutidas dentro. Volvió a montar el arma y después se colocó la funda, deslizó la pistola dentro y se puso la chaqueta de cuero por encima para esconderla.

—Pensé que estabas tratando de dejar lo de dispararle a la gente —dijo Sophia.

—Bueno, es un poco como una dieta… ya sabes, la sigues una temporada y llega un momento… —bromeó Chase, antes de que la expresión se le endureciera—. Y después de lo que le pasó a Nina, hay alguien que se merece que le metan un tiro.

Nina no dijo nada, en cierto modo ofendida porque le hubiese llevado tanto tiempo recordar que estaba con él.

El bus redujo la velocidad. Nina miró hacia delante y vio que se acercaban a un puesto de control. La valla alta de metal corrugado sobresalía sobre una berma hecha con tierra excavada que se extendía en ambas direcciones. Pero eso no había sido lo que le había llamado la atención.

—¿Tanques?

—Deben de estar aquí como parte de la guardia presidencial. Una especie de demostración de fuerza para que todo el mundo sepa lo seriamente que cuidan de sus minas de diamantes —opinó Chase.

Los dos tanques pintados que flanqueaban la puerta con los colores de camuflaje del desierto, con manchas de color marrón, eran unos Leopard, un diseño alemán relativamente antiguo que en Occidente había sido sustituido hacía tiempo por aparatos más modernos. Pero seguían siendo formidables.

—No me sorprende —dijo Sophia—. Tres cuartas partes de las ganancias por exportación de Botsuana proceden de los diamantes.

Chase gruñó.

—Yo nunca les he visto la gracia. «¡Oh, mira, brilla taaaanto!». Sí, pues vale el sueldo de un mes. Si un trozo de cristal pulido hace el mismo efecto…

—Claro —dijo Nina, sarcásticamente—. Nada dice mejor «Te quiero» que un anillo de cristal.

—No sabía que a ti te gustasen esas cosas. No pensé que te gustasen, al menos.

El tono de Chase era cortante.

—Eddie —le advirtió Sophia.

Chase frunció el ceño y se calló mientras el bus atravesaba la puerta. Nina echaba chispas, detrás de él.

En el interior del recinto vallado, el bus avanzó por una carretera que bordeaba los laterales del enorme agujero. Nina a duras penas era capaz de abarcar toda su extensión… o su completa monstruosidad. Incontables millones de toneladas de tierra arrancadas y dejadas a un lado mientras excavadoras descomunales perforaban el suelo aún más profundamente. Unos trabajadores de la mina, vestidos con chaquetas de color naranja intenso, alejaron al bus del tráfico de los otros vehículos que utilizaban la carretera: camiones volquete gigantes. No sería exagerado decir que eran grandes como una casa, decidió Nina.

Con más de siete metros de alto, quince metros de largo y un peso máximo de operación por encima de las seiscientas toneladas, el Liebherr T282B era uno de los camiones más grandes del mundo y costaba más de tres millones de dólares. Y la mina Ygem poseía más de treinta. Formaban un convoy en continuo movimiento, subiendo laboriosamente por la enorme espiral que iba desde el fondo de la mina hasta la planta procesadora de la parte superior, desandando el camino a continuación para ser cargados de nuevo. En la minería de diamantes, todo cuanto más grande, mejor: cuanta más tierra y roca se pudiese mover de una vez, más diamantes se podrían extraer de una vez… y más dinero se amasaría.

Chase observó a uno de los camiones pasar rugiendo, de camino al pozo, moviéndose sorprendentemente rápido para ser algo tan enorme.

—Joder. Es mejor que un camión Tonka.

El bus pasó bajo un inmenso cartel en el que se veía la bandera de Botsuana, el logo de Ygem y el eslogan «Cuanto más grande, mejor: unidos en la prosperidad». Su destino estaba más adelante: un escenario cubierto que se había erigido cerca de los edificios de la administración de la mina, delante del cual se habían instalado unas filas de asientos en grada. A un lado vieron una marquesina enorme por la que no dejaban de entrar y salir camareros y camareras de uniforme blanco, así como varios camiones de cáterin aparcados.

Chase miró el reloj.

—¿A qué hora se supone que se da el pistoletazo de salida?

—A las dos en punto —le dijo Sophia.

—Entonces tenemos como una hora para encontrar al tonto de Dick antes de que suba al escenario con el presidente, porque después resultará un poco difícil hablar con él en privado. Supongo que no se va a quedar de cháchara al acabar.

—Difícilmente —dijo Sophia—. Si no recuerdo mal nuestro itinerario original, mi marido quería salir de Botsuana tan rápido que hasta había mandado preparar un helicóptero para volver a la pista, al avión de la compañía, en cuanto terminase la función oficial.

—¿Y adónde se supone que teníais que ir después? —le preguntó Chase—. Porque si no lo pillamos aquí, estamos jodidos, pero quizás tengamos una segunda oportunidad.

—A Suiza. Aunque puede que haya cambiado de planes desde que me fui.

El bus se paró al lado de la entrada principal de la marquesina. Chase cogió las bolsas. Abandonaron el vehículo y les indicaron el camino hacia la voluminosa tienda. Tenía las paredes recubiertas de grandes pósteres que presumían de las proezas tecnológicas de la mina: los camiones gigantes, las excavadoras aún mayores que los rellenaban, los sistemas de seguridad que vigilaban y protegían las piedras preciosas, incluso un zepelín que se utilizaba para explorar el Okavango, en busca de más vetas de diamantes. Dentro había ya alrededor de doscientas personas rodeando las mesas de bufé y el personal servía bebidas. También había una clara división social: dos tercios del interior estaban ocupados por los medios y los asistentes aparentemente menos influyentes; el tercio restante estaba en una zona VIP más pequeña acordonada al final.

—Oh, oh… —dijo Chase en voz baja mientras avanzaban entre el gentío, agachando la cabeza y haciéndole un gesto a Sophia para que hiciese lo mismo—. ¿Ves a quien yo veo?

—Sí —respondió ella.

Nina miró al final de la tienda y vio a Yuen entre la multitud, de pie y riéndose con un grupo de hombres en la sección VIP.

Pero no fue Yuen quien le llamó la atención.

—Mierda —murmuró, bajando la cabeza también y haciéndole un gesto a Chase para que se acercase—. Es él. ¡Ese es el tipo que se llevó las otras páginas!

Chase siguió su mirada con cuidado.

—¿El tío de la coleta?

—Ese es Fang —dijo Sophia—. Fang Yi, el… supongo que el sicario de mi marido, esa sería la mejor palabra.

Nina trató de verlo mejor. Fang estaba de pie, un poco separado de Yuen. Algo en su postura sugería una impaciencia reprimida, esperando a que su jefe acabase la conversación. Tenía el bastón negro en una mano y, en la otra, un maletín… un maletín que, como Nina pudo observar emocionada, llevaba esposado a la muñeca. Exactamente de la misma manera que la Hermandad había transportado el
Hermócrates
a Nueva York.

—Oh, Dios mío —dijo, en voz baja—. Creo que tiene las páginas en ese maletín.

—Está claro que lleva algo importante dentro.

Chase observó el resto de la tienda.

—Joder. No veo ninguna manera fácil de llegar hasta él. Hay demasiados matones por todas partes.

La cuerda que dividía la marquesina estaba vigilada por varios hombres de seguridad, todos con pistolas en los cinturones.

—Quizás podamos llegar hasta Richard antes de la visita —sugirió Sophia—. Lo conozco: querrá tomarse unos minutos para meditar y ponerse una camisa blanca para su discurso. Probablemente se cambiará en el edificio de administración.

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