Pasaban a Asiria una parte importante de nuestra cosecha, de nuestros terneros, cerdos y corderos más cebados y los mejores vinos y cervezas, pero al menos había paz. El pueblo era feliz, los esclavos eran felices, las mujeres eran felices. Y yo, Patasana, escriba de palacio, ¿era feliz yo?
Durante meses evité hacerme aquella pregunta. Aunque no podía acostumbrarme a la ausencia de Ashmunikal, intentaba cumplir con mis funciones de la mejor manera posible. Y mis esfuerzos no eran en vano; me convertí en el miembro más joven de la Asamblea de Nobles, pero al mismo tiempo en el de voz más respetada. El rey Pisiris me hizo su consejero, como había hecho con mi padre. Dejaba claras con su actitud la importancia que me daba y la confianza que me tenía. Y yo también confiaba en él, creía en él, sentía admiración por él, y le daba gracias a los dioses por habernos concedido un rey tan inteligente y tan valeroso. Hasta que Laimas, ayudante de mi padre y mío, se encontró en el lecho de muerte.
Laimas llevaba días sin venir por palacio. Decía que no se sentía bien y que quería descansar un poco. Pero el descanso no le curó, pues su estado fue empeorando. El día anterior a su muerte me llamó a su casa. Acepté la invitación de inmediato. Entré en la casa cruzando el pequeño jardín. Su hijo me recibió en la puerta y me dijo:
—Mi padre te está esperando. Tiene miedo a morir sin haberte visto, sin haber hablado contigo.
Me sorprendí. ¿Qué podía ser aquello tan importante que Laimas quería hablar conmigo? Entré poseído por la curiosidad. El enorme cuerpo del anciano Laimas había menguado y parecía desaparecer en la amplia cama. Tenía la cara terriblemente pálida. Su hijo se arrodilló a su lado, se inclinó hacia su oído y le dijo que yo había llegado. Laimas volvió sus ojos entrecerrados en mi dirección y luego, haciendo un esfuerzo, me llamó a su lado con la mano. Yo también me arrodillé junto a él. De nuevo con la mano, indicó a sus familiares que salieran de la habitación. Nos quedamos a solas. Haciendo un esfuerzo empezó a hablar lentamente.
—Soy un pecador, Patasana.
Apenas podía oírle. Acerqué el oído a sus labios.
—Le hice un gran daño a tu padre. Traicioné al hombre que siempre me ayudó, al mejor amigo que he tenido en mi larga vida, a Araras. Os he hecho un gran daño a ti y a tu familia.
Intenté oponerme.
—No me interrumpas, no me queda demasiado tiempo —me hizo callar—. ¿Recuerdas el acuerdo que tu padre le llevó a Tiglatpileser? Yo lo escribí. ¿Y sabes por qué? Porque en esa tablilla Pisiris le expresaba su fidelidad al rey de Asiria y le decía que, como prueba, le entregaba la cabeza de su gran escriba, de quien sabía que había espiado a favor de Frigia y Urartu. No fue Tiglatpileser quien mató a tu padre, lo mataron por el camino los guardias de Pisiris. La cabeza de tu padre fue el precio de sangre que nuestro monarca le ofreció al rey de Asiria para salvarse.
Lo que estaba oyendo me enloqueció.
—¡Estás mintiendo! —grité, y comencé a darle sacudidas sin que me importara que estuviera muriéndose. Laimas, apenado, movió la cabeza.
—Ojalá fuera así. ¡Cuánto tiempo hace que vivo con remordimientos! Pisiris me amenazó con cortarme la lengua si contaba lo que sabía. Tuve miedo y, hasta hoy, le oculté a todo el mundo la verdad. Pero ahora me estoy muriendo. No puedo comparecer ante la presencia de los dioses llevando este pecado conmigo.
Recordé las palabras de mi padre cuando se despedía de nosotros y así fue como comprendí que Laimas decía la verdad. Las lágrimas que había ocultado cuando recibí la noticia de su muerte comenzaron ahora a rodar por mis mejillas por el dolor y la rabia de haber sido engañado. Mientras lloraba, el anciano Laimas dijo sus últimas palabras.
—Ten cuidado, que Pisiris no descubra que lo sabes porque te haría matar en ese mismo instante. Un hombre tan inteligente como tú nunca se buscaría a un rey como enemigo. Debes continuar viviendo como antes, en armonía con nuestro soberano.
Al salir de la casa de Laimas, mis pasos me condujeron a palacio, como las ovejas que por querencia regresan al aprisco. Al llegar ante el edificio, levanté la cara y lo contemplé. ¿Acaso pertenecía yo a aquel lugar y a sus dueños, que habían sido la causa del destierro de mi abuelo, de mi separación de la mujer que amaba, de la muerte de mi padre? La educación que había recibido y todo lo que había aprendido respondían «sí» a la pregunta. «Perteneces a los dioses y al rey Pisiris, su representante en la tierra». Pero el dolor de mi corazón, la furia que tensaba mi cuerpo y el fuego que me hacía arder los ojos decían «no». «Tú perteneces a tu abuelo Mitannuwa, a tu padre Araras y a tu querida Ashmunikal».
Yo, Patasana, el intachable gran escriba de palacio, me encontraba atrapado una vez más entre mi razón y mi corazón.
Esra quería redactar un texto impecable, pero no sabía cómo empezar. Estaba sola en el aula. Bernd y Timothy habían preferido irse a trabajar a sus respectivas habitaciones, Elif había salido a dar un paseo sola, porque no quería hablar con nadie, y Teoman, Kemal y Murat se habían ido al café del pueblo para ver por televisión el partido amistoso entre el Fenerbahçe y el Real Madrid. A Esra no le gustaba nada el fútbol, pero en esta ocasión apoyó de corazón la propuesta pensando que quizá así Kemal se tranquilizaría.
Sentada ante el ordenador intentaba encontrar qué palabras usar. En dos ocasiones había preparado el texto de la Reunión de Resultados Arqueológicos de Excavaciones e Investigaciones que organizaba anualmente el Ministerio de Cultura, pero quería que esto fuera distinto, más sorprendente, que tuviera un mayor alcance. Por eso era tan puntillosa y quería seleccionar meticulosamente las palabras que mejor reflejaran sus ideas. Por este motivo era incapaz de empezar. Ya en el colegio le había resultado complicado escribir redacciones. Su padre le sugirió que primero encontrara una frase que resumiera el contenido del texto. Una vez hallada, el texto fluiría por sí solo. Al principio no creyó en aquel método, pero una vez que lo probó y vio que funcionaba, cambió de opinión. El problema era encontrar esa frase de introducción. Se le vinieron a la mente las traducciones de las tablillas de Timothy, estaban todas grabadas en el ordenador. Abrió el archivo en el que estaban y, tras leerlas un rato, encontró lo que buscaba. Comenzaría por el párrafo final de la segunda tablilla. Patasana decía lo siguiente: «Cuando mi abuelo miraba el Éufrates siempre veía el secreto de nuestra felicidad interior, en cambio mi padre veía en el río la fuerza que nos hacía superiores a nuestros enemigos: veía las aceitunas, los garbanzos, el trigo, el albaricoque y la uva. Si le preguntabas a mi abuelo qué era el Éufrates, te respondía: “De día, la luz que se refleja en los ojos de la amada. De noche, el negro pelo suelto de la amante”. Si se lo preguntabas a mi padre, la respuesta era obvia: “El Éufrates es un río fecundo que no hay que dejar que nos arrebate el enemigo”».
Sí, debía empezar con aquel párrafo, el origen de todas las grandes civilizaciones que habían vivido en aquellas tierras era aquel magnífico río al que los hititas llamaban Mala y que llevaba milenios fluyendo en silencio hasta el golfo Pérsico, proporcionando fertilidad y abundancia a los seres humanos. Su texto debía crecer en torno al río.
Se lanzó entusiasmada sobre el teclado del ordenador. Su padre volvía a tener razón, después del primer párrafo, lo demás comenzaba a salir por sí solo. Leyendo lo que había escrito en voz alta, cambiando ciertos párrafos que no le gustaban y deteniéndose a pensar la palabra más adecuada, completó el texto en unas horas. Mientras tomaba los folios que salían de la impresora tras haber hecho las últimas correcciones, se abrió la puerta del aula y entraron Teoman, Murat y Kemal, los verdaderos dueños del cuarto. Esra les recibió alegre.
—Vaya, los monstruos del fútbol. ¿Así que habéis vuelto?
Pero no vio la menor traza de alegría en sus compañeros.
—Sí, hemos vuelto —dijo Teoman mientras se encaminaba hacia la cama arrastrando los pies. Murat tenía una cara que le llegaba hasta el suelo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Esra.
—Asquerosos —dijo Murat como si gimiera—. ¡Qué desilusión de equipo!
Ella se echó a reír.
—¡Ay, Dios! Así que habéis perdido.
—No te rías, Esra —terció Teoman.
—Pero, bueno, es sólo un partido amistoso.
—Puede que sí, pero lo que peor nos ha sentado es el gol que nos ha metido un antiguo jugador nuestro. —Murat contrajo la cara como si algo le doliera—. De no ser por él, el partido habría acabado con un empate a dos.
—Miserable —silbó entre dientes Teoman—. Me ha puesto enfermo.
—Cuidado. Mucho ojo, nada de ponerse enfermo antes de hacer la rueda de prensa.
Teoman no le hizo ni caso y se dejó caer en la cama. Murat le imitó.
—Basta ya —protestó Esra—. ¿Quién va a corregir lo que he escrito?
—Yo lo haré —contestó Kemal. Parecía que se le hubiera pasado el mal humor y tampoco aparentaba estar triste como sus compañeros. Se dirigió hacia los folios que salían de la impresora—. ¿Es la comunicación que vas a hacer en la rueda de prensa?
—Sí —a Esra le alegró que su amigo se ocupara de lo que había escrito—. Espero también tus críticas sobre el contenido.
Él recogió los papeles y se dejó caer en una silla.
—Siento mucho lo que ha pasado —dijo avergonzado antes de ponerse a leer—. Habría preferido que nada de esto ocurriera en tu excavación. Espero que me perdones.
—Yo sólo estoy preocupada por ti —respondió Esra—. Te estás destrozando… ¿De verdad vale la pena?
—No quiero discutirlo más —replicó Kemal poniéndose tenso—. Dediquémonos a lo nuestro.
Esra, viendo que la cosa iba por buen camino, no quiso insistir.
—Muy bien, mientras tú te lo lees, yo saldré a que me dé un poco el aire. Me he pasado toda la tarde en esta habitación.
En el jardín de atrás el sol estaba a punto de ponerse. En la mesa, dispuesta bajo el emparrado, se alineaban las fuentes de carne cortada en cuadrados y de tomates y pimientos picados. Halaf, canturreando una de las tristes canciones de las tribus turcomanas emigradas del Jurasán, estaba absorto en su trabajo atravesando con habilidad los gruesos trozos de carne en largas y estrechas brochetas. Hacía su trabajo con un placer tal que Esra no pudo evitar quedarse contemplándolo durante varios minutos. De no haber sido porque Halaf, sintiendo la presión de una mirada, levantó la cabeza y la vio, habría podido seguir aún más tiempo.
—Por Dios, señora Esra —dijo—. ¿Por qué no me avisó de que estaba aquí?
—No quería interrumpirte —y señalando con la cabeza todo lo que había sobre la mesa, preguntó—: ¿Es la cena?
En los gruesos labios del cocinero apareció una sonrisa pícara que demostraba que no le había importado que le hubiera estado observando.
—Sí, como esta noche viene el capitán, he decidido prepararle carne asada con un lecho de puré de tomates.
Esra aparentó sorprenderse.
—¿No me digas? Creía que el capitán no te caía bien. Como me dijiste que le llamaban el
Loco
y tal…
—Puede que haya dicho que está loco, pero no que sea un mal hombre. En realidad, al que hay que temer es al que tiene la cabeza sobre los hombros. Al que llaman loco es a quien le ahoga que le rodeen ladrones y mala gente. Al pobre no le queda más solución que perder la cabeza. Su rabia no le hace daño a nadie. Como mucho, se daña a sí mismo… Pero, por ejemplo, Kemal Bey no es así. Ése podría hacerle daño a todo el mundo.
—Está enamorado —respondió Esra sentándose a la mesa. Intentaba disculpar a su amigo—. Y el amor es una especie de locura.
—Lo suyo no es locura, es falta de consideración. Le tira coces a sus pedos.
El cocinero continuó mientras Esra se reía de la comparación.
—Si estuviera loco, se taparía la herida y no se la enseñaría a nadie. No se pondría en ridículo ni avergonzaría a la pobre chica y al otro. Personalmente, yo aprecio mucho a Tim. Será un infiel, pero es todo un hombre. Con el tamaño que tiene, le bastaría y le sobraría con darle medio capón a Kemal. Pero es un hombre que ha visto mundo, no se lo ha tomado a mal y ha intentado apañar el asunto…
Dejó la brocheta, ya con suficiente carne, apoyada junto a la sartén en la que estaban los tomates. Cogió otra y continuó:
—Olvídese de Kemal, señora Esra. Ya no lo tragaba mucho, pero ahora me cae todavía peor. La chica dice que no le quiere. Pues no hay nada que hacer. Por muy mal que te siente, por mucho que te moleste, no te queda más remedio que darle la razón. Es lo que tienes que hacer si eres un hombre de verdad. Hasta por estas tierras le dan ya las hijas a quienes ellas quieren.
Esra, temiendo que la charla se alargara, se inclinó hacia las brochetas.
—Déjame que te ayude.
—Tenga cuidado, no se vaya a hacer daño en la mano.
—Tampoco es para tanto —le contestó ella. En su rostro apareció una expresión guasona—. Algo sé de estas cosas.
Una sonrisa infantil adornó los labios de Halaf.
—Muy bien, entonces. Vaya ensartando esos tomates.
Esra, como si llevara años trabajando en un asador, tomó una brocheta y empezó a ensartar tomates uno detrás de otro hasta que Halaf se tranquilizó. Ella, para evitar que la conversación volviera a Kemal, le preguntó:
—¿Por esta región había aldeas armenias, verdad?
Halaf parpadeó suspicaz bajo sus unidas cejas y, en lugar de contestar, dijo:
—Mahmut y su amigo han resultado ser inocentes, ¿no es cierto? —Y añadió como si estuviera seguro de que la respuesta iba a ser afirmativa—: Ya se lo había dicho yo…
A Esra le molestó su actitud de sabelotodo.
—¿De dónde te sacas que Mahmut y su amigo son inocentes? Sólo te he hecho una pregunta.
Halaf la miró como si quisiera entender, pero ni siquiera la irritación de Esra sirvió para disipar sus sospechas.
—Dígame la verdad, señora Esra. ¿Realmente mataron ellos a Hacı Settar y a Reşat Agá?
—Eso piensa el capitán. En fin, tú déjate de suposiciones y respóndeme.
Halaf no se quedó muy convencido, pero por fin contestó a su pregunta.
—Hay dos aldeas armenias. Una es Göven, la de Abid Hoca.
—Espera, espera un momento. —Esra le prestó toda su atención creyendo haberle oído mal—. ¿Abid Hoca también es de origen armenio?
—Claro. Era armenio, como todos los de esa aldea.