Al sur de Turquía, el equipo de arqueólogos que dirige la joven Esra Beyhan acaba de realizar un descubrimiento histórico: una colección de veintiocho tablillas de barro que podría revelar las claves de la súbita desaparición del imperio hitita hace casi 3000 años. No obstante, mientras el grupo trabaja en la traducción de los textos (el diario privado de un escriba real llamado Patasana), el asesinato de uno de sus colaboradores pone en peligro la empresa.
¿Quién lanzó a Hacı Settar desde lo alto del alminar? ¿Fueron los enemigos que el fallecido se había ganado en una región de costumbres aún feudales? ¿El independentismo kurdo? ¿O se trató quizá de una venganza de radicales islámicos por la profanación de la Tumba Negra? Esra acompañará al capitán Eşref Bey en la investigación de un caso que se complicará más aún cuando Reşat, jefe de los guardias, aparezca decapitado.
La Tumba Negra
es una novela apasionante que mezcla de forma sorprendente el género histórico con el policíaco. De la mano de Ahmet Ümit descubriremos, además, que la idea de «choque de civilizaciones» es tan antigua como la humanidad misma, y que no pocos hombres y culturas han sido víctimas de ella.
Ahmet Ümit
La Tumba Negra
ePUB v1.0
Crubiera20.04.13
Título original:
Patasana
Ahmet Ümit, 2002.
Traductor: Rafael Carpintero
Diseño portada: Umbriel
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.1
Mi agradecimiento más sincero a los siguientes profesores de la Facultad de Letras de la Universidad de Estambul, que me inspiraron con sus valiosos conocimientos y me mostraron el camino: el profesor Ali Dinçol, director del Departamento de Hititología, la doctora Aslı Erim Özdoğan, directora del Departamento de Prehistoria, el doctor Erhan Bıçakçı y Güneş Duru, profesores del mismo departamento.
«Llené las plazas de la ciudad con los cadáveres de los que había degollado. Quemé y derruí la ciudad y las casas; las hice añicos desde los cimientos a los tejados. Derribé las torres, los templos y los dioses de ladrillo y adobe. Ordené cavar canales desde el Éufrates hasta el centro de la ciudad e hice que las aguas corrieran por las calles. La anegué para que en el futuro nadie pudiera encontrar el lugar en el que estaban la ciudad, los templos y los dioses…»
De una tablilla escrita por Senaquerib, rey de Asur.
Samuel Noah Kramer,
Mesopotamien
, Rowohlt Verlag, pág. 77
Primero vio la luz. Relucía como una luciérnaga en medio de la oscuridad que de repente había caído sobre el valle. Apoyada en el muro de piedra de la antigua ciudad, observó aquella luciérnaga, lo único que podía ver. Se encontraba cansada y sola pero, extrañamente, le preocupaba saber dónde podían estar sus compañeros. Una brisa suave le traía desde algún sitio el vago aroma de las adelfas. Cerró los ojos para sentir más intensamente el viento que le acariciaba la piel. Pero al cerrarlos la brisa se detuvo de repente. A lo lejos oyó un tumulto y abrió los ojos curiosa. Vio que las luciérnagas habían comenzado a multiplicarse: dos, cinco, ocho… Su número aumentaba con tanta velocidad que ya no pudo contarlas. Según se multiplicaban las luciérnagas, la oscuridad se hacía más densa. Y el tumulto se acercaba según se hacía más densa la oscuridad. Apartó la espalda del muro y prestó atención. Sí, no se había equivocado, el ruido procedía de las luciérnagas. Esperó pacientemente con la mirada fija en la multitud de luces que se iban multiplicando a medida que se acercaban y los oídos atentos al tumulto que se alzaba en oleadas. Ahora podía oír mejor las voces. Aunque todavía no podía entender lo que decían, le dio la impresión de que estaban entonando una melodía conocida. Un estribillo muy antiguo y familiar. «Dios es grande, Dios es grande…»
De repente las luciérnagas desaparecieron. De la oscuridad surgieron hombres llevando antorchas, a cuya luz vio cómo elevaban al cielo los puños y banderas verdes que ondeaban en la negrura. Notó que todo su cuerpo se tensaba a causa del miedo. Retrocedió presa del pánico. Pero los muros desplomados de la ciudad antigua la detuvieron. La muchedumbre se acercaba con pasos lentos pero decididos. «Dios es grande, Dios es grande…»
Ante ella se encontraban todos los habitantes del pueblo. La observaban, clavándole la mirada como si fueran un solo hombre. La luz, temblando entre las sombras, convertía en una extraña máscara las caras de aquella gente conocida, y la visión la trastornaba. El corazón le latía enloquecido, como si quisiera salírsele del pecho. «Dios es grande, Dios es grande…»
«Tengo que huir», pensó, pero no podía, permanecía de pie pegada al antiguo muro mirando a la multitud que se le iba acercando. Todos gritaban a la vez «Dios es grande, Dios es grande…», mientras avanzaban paso a paso, sin ira, sin demostrar el menor indicio de irracionalidad.
«Ya nada puede salvarme», pensó aterrorizada. En cualquier momento podría caerle encima un puñetazo o una pedrada. Intentando protegerse la cabeza con las manos, esperó temerosa el primer golpe que encajaría su cuerpo. Sin embargo, en lugar de eso le llegó una voz. Una voz remota, pero lo bastante potente como para ahogar la proclamación de la unidad de Dios. Levantó la cabeza e intentó entender lo que decía aquella voz fijando la mirada en la oscuridad más allá de la multitud. Su dueño repetía dos palabras, dos palabras que ella conocía muy bien. Las oía, sabía que las conocía, pero era incapaz de entenderlas. Siguió escuchando fascinada. Por suerte, el dueño de la voz era testarudo. Repetía con decisión aquellas dos palabras. Por fin consiguió comprenderlas.
—Señora Esra… Señora Esra…
En cuanto las entendió, la habitación se iluminó. La luz que entraba por la ventana empezó a darle forma a los objetos del pequeño cuarto de la escuela primaria cuyos pasillos habían estado repletos de niños campesinos apenas dos meses antes. Se incorporó con rapidez en la cama. Estaban llamando enloquecidamente a la puerta de su habitación y aquella voz repetía su nombre sin cesar.
—Señora Esra… Señora Esra…
Se levantó a toda velocidad, sin saber con quién tendría que vérselas. Se lanzó hacia la puerta sin pensar. Al llegar al centro de la habitación se detuvo. Intentó tranquilizarse. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que no llevaba nada encima aparte de una camiseta.
—Un minuto, ahora voy —le gritó al que llamaba. En la voz todavía se le notaba la desazón que le había provocado el sueño. Fue por los tejanos que había dejado en un taburete junto a la cabecera de la cama. El de la puerta debió oírla porque dejó de gritar. Mientras se ponía los pantalones pensó que había reconocido al dueño de la voz, pero como aún estaba medio dormida no podía identificarle. Abrió la puerta y hasta que no vio sus ojos oscuros y tímidos no fue capaz de entender que la voz pertenecía al capitán Eşref.
El capitán estaba a un paso de la puerta. Al verle, los labios de Esra sonrieron involuntariamente. No le gustaban lo más mínimo los uniformes, pero le daba la impresión de que aquella tela verde y basta perdía su función si era Eşref quien la llevaba, y se convertía en una ropa normal y corriente. Le vinieron a la memoria los días de colegio en Estambul. Los días en los que despreciaba a las chicas que salían con estudiantes de las academias militares con un «Imbéciles, se dejan atraer por el uniforme». Ahora no le daba vergüenza descender al mismo nivel que aquellas chicas y se interesaba por aquel capitán alto y vergonzoso aunque de aspecto duro, a pesar de que creía que verse envuelta en aquel tipo de relaciones disminuía la productividad de las excavaciones.
Una vez superada la primera sorpresa, Esra pensó preocupada en su aspecto. Se había plantado delante de aquel hombre sin ni siquiera mirarse al espejo ni arreglarse el pelo. Generalmente, por las mañanas se levantaba con la cara hinchada y los ojos congestionados. Pero esa mañana no se hacía justicia creyéndose así. El pelo revuelto que le caía sobre la frente daba un aspecto de inocencia a su cara y los ojos lánguidos por el aturdimiento del sueño brillaban con dulzura.
Esra tenía una belleza que no se ofrecía a primera vista y que había que descubrir lentamente: una cara muy atractiva en la que todavía no se arriesgaban a aparecer las arrugas a pesar de andar ya por la treintena, enormes ojos color de miel que miraban bajo sus cejas castañas, unos labios ni gruesos ni delgados, ligeramente inclinados hacia la derecha, instalados entre la pequeña nariz y la delicada barbilla y que sabían besar tan bien como hablar. Cuando hablaba, se le hacía más notable aquella inclinación, pero el defecto no sólo añadía un toque infantil a su cara seria, sino que además la hacía más atractiva. Esra no era consciente de aquello. No se encontraba demasiado guapa.
El capitán Eşref, plantado ante la puerta reprimiendo una sonrisa, saludó a Esra y después le dijo:
—Perdone que la haya despertado. Intenté llamarla al móvil, pero estaba apagado.
—Por las noches lo apago —contestó ella—. No tiene importancia que me haya despertado temprano; de hecho, nos despertamos a estas horas. —Cuando terminó de hablar percibió la inquietud en el rostro de Eşref—. ¿Por qué está así? ¿Qué ha pasado?
La pregunta aceleró el movimiento de las pupilas del capitán, que ya se agitaban incómodas. Intentaba no mirar a la joven a la cara. Por fin, sus labios pronunciaron la mala noticia:
—Hacı Settar ha muerto.
Esra sufrió una sacudida, como si hubiera recibido un golpe violento. Recordó la cara sonriente y de barba blanca de Hacı Settar y el gorro de lana con un pompón que nunca se quitaba de la cabeza y que le daba el aspecto de un sacerdote arameo que hubiera vivido hacía miles de años.
—¿Que ha muerto?
En realidad, había oído perfectamente lo que había dicho el capitán, pero quería asegurarse.
—Sí, murió esta mañana. —Al capitán no le tranquilizó haber dado por fin la noticia. En su voz había algo más que el desaliento de ser el mensajero de un desastre; tenía el tono siniestro de quien deja entender que ha comenzado a hacerse realidad una profecía nefasta—. Se cayó del alminar. Esta mañana se subió como hacía todos los viernes para la llamada a la oración…
¿Se había caído del alminar? ¡Así que había sido un accidente!
Esra notó que su preocupación se aliviaba.
—A su edad no debería haber subido —susurró.
El capitán negó con la cabeza con tristeza, como si hubiera intuido su razonamiento.
—No creemos que haya sido un accidente. Lo empujaron.
—¿Está seguro? —le preguntó ella. La inquietud de su voz era evidente.
—La barandilla del balcón es bastante alta y es imposible que perdiera el sentido y se cayera. Alguien tiró a Hacı Settar.
—Pero eso es sólo una suposición —objetó Esra.
—Ojalá lo fuera —respondió él como si se disculpara—. Los que iban a la oración de la mañana vieron a un monje vestido de negro que huía de la mezquita…
Hacı Settar arrojado del alminar, un monje de negro huyendo de la mezquita… Empezaba a estar bastante confusa. Le costaba trabajo entender lo que había ocurrido.
—Un momento, Eşref Bey
[1]
—le interrumpió—. Así no. Pase y cuéntemelo todo desde el principio.