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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (5 page)

BOOK: La Tumba Negra
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El joven dudó, pero eso no le impidió responder:

—Me lo ha contado el soldado de Ankara que esperaba en el jeep mientras el capitán Eşref hablaba con usted.

La seriedad de la cara de Esra se transformó en curiosidad.

—¿Y sabía el soldado quién había matado a Hacı Settar?

—No; él, no. Pero yo sí lo sé.

Esra estaba confusa.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Me lo dijo el asesino —respondió Halaf. En su rostro se veía la inocencia de un hombre que no ha comprendido del todo la importancia de lo que acaba de decir.

—O sea —empezó Kemal con tono irónico y pensando que el cocinero no decía más que tonterías— que después del crimen el asesino fue a verte y te contó lo que había hecho.

Halaf le miró de manera aviesa. No le gustaba nada aquel joven estambulí alto y delgado.

—¡Hombre! ¿Cómo iba a hacer eso? —sacudió la cabeza—. Me lo contó antes, por supuesto.

Murat, el más joven e impaciente de todo el equipo, lanzó la pregunta que todos estaban deseando hacer:

—Bueno, ¿y quién es el asesino?

Halaf contestó sin dudar:

—Şehmuz. El primo segundo de Rojin.

El hecho de que Halaf contara las cosas por etapas empezaba a poner nerviosa a Esra.

—¿Y quién es Rojin?

—Rojin es la última mujer de Hacı Settar.

Esra recordó a una mujer joven y robusta, de cara sonriente, con unas marcas rojas de alheña en las manos y tres puntos tatuados en la sien. La había conocido cuando Hacı Settar la invitó a su casa. Rojin tenía prácticamente la misma edad que la nieta del anciano. De no ser porque él le había dicho: «Y ésta es mi tercera esposa», nunca habría podido sospechar que aquella joven era su mujer. Y lo más raro era que ella no parecía en absoluto infeliz. Mientras las otras dos mujeres ponían la mesa en el suelo, Rojin, con enorme satisfacción, les preparó unas exquisitas albóndigas de carne cruda.

—Şehmuz era el enamorado de Rojin. Pero su tío se la dio a Hacı Settar en vez de a él.

A Esra se le había pasado la irritación y su voz sonó tranquila.

—¿Y tú cómo sabes todo eso?

—Yendo y viniendo a Antep he tomado alguna vez su microbús. Şehmuz me lo ha contado.

—¿Şehmuz es conductor de microbuses?

—Es ayudante del conductor en el de Memili. A mí no me cuentan nada, pero sé que también se dedica a otros asuntos más sucios. No para de preguntar por la excavación. Que si ha salido oro o no, que si hay un tesoro. El año pasado lo metieron en la trena por cultivar hierba en el huerto.

—¿Hierba? —preguntó con curiosidad la joven.

—Marihuana —le explicó Timothy—. El cáñamo índico que todos conocemos.

Bernd se rió en silencio de las palabras de Timothy. Y Murat se unió a la risa de Bernd. Esra lo fulminó con la mirada y el candidato a arqueólogo bajó la cabeza. Pero en realidad no le habían molestado las risas de Murat, sino las de Bernd.

—Sí, marihuana —continuó explicando Halaf—. El tipo está metido en toda la basura que quieran. Yo creo que ese maricón de Şehmuz mató al tío Hacı.

—¿Qué te dijo Şehmuz exactamente? —esta vez era Elif quien preguntaba. El cocinero se ruborizó al notar su mirada verde musgo clavada en él. Respondió a la pregunta sin atreverse a mirarla.

—No paraba de decir «En cuanto tenga la oportunidad, me voy a cargar a ése».

—Muy interesante —dijo Esra. Parecía más tranquila. Si aquella hipótesis era cierta, la excavación no estaba en peligro. Quizá había sido Memili quien había provocado a Şehmuz. Así éste conseguiría a la mujer a la que amaba y se correría la voz de que el lugar de las excavaciones estaba maldito—. Realmente interesante —susurró de nuevo. En sus ojos castaños brilló un destello casi imperceptible de esperanza—. Tenemos que contárselo al capitán —dijo volviéndose a sus compañeros.

—Tienes razón —la apoyó Teoman—. Que arresten enseguida a Şehmuz.

Todos estuvieron de acuerdo, excepto Bernd. El arqueólogo alemán, sin moverse del pupitre en el que estaba sentado, dijo agitado:

—¿Para qué vamos a mezclarnos en todo esto? Es cosa de las fuerzas de seguridad, ¿no?

Esra le respondió con dureza.

—Y también es cosa nuestra. En cuanto la gente del pueblo se ha enterado de que han tirado del alminar a Hacı Settar, ha empezado a hablar de la maldición de Kara Kabir.

—Pero eso no son más que tonterías… —empezó a protestar Bernd.

—En absoluto —dijo Timothy con la voz segura de un hombre de mundo—. Así son sus creencias. Y teniendo en cuenta que son nuestros anfitriones, deberíamos respetarlas aunque nos parezcan tonterías.

Bernd se rió nervioso.

—En todas las excavaciones surgen rumores parecidos —susurró—. Cuando Howard Carter encontró la tumba de Tutankamón en el Valle de los Reyes, también se habló de la maldición de los faraones. Pero los rumores no deben desviar de su camino a los arqueólogos.

Esra estaba a punto de decirle que no entendía nada cuando intervino Murat y enredó aún más las cosas.

—Eso es lo que usted opina, pero todavía no se han explicado del todo las muertes que hubo después de que se abriera la tumba, empezando por la de lord Carnavon, el responsable de la excavación, y siguiendo por las de los demás miembros del equipo, que fallecieron uno tras otro. Por aquellos días éste era un tema que no se caía de los titulares de los periódicos londinenses.

La parrafada de Murat, que creía en las fuerzas sobrenaturales y era un gran aficionado a la parapsicología, hizo que Esra suspirara profundamente. En los labios de Timothy apareció una mueca burlona. Teoman y Elif seguían con interés la discusión y Kemal sacudía la cabeza en silencio como si pensara que se habían metido en un buen lío. En cuanto a Halaf, parecía asustado por todo lo que se estaba diciendo.

—Hace ya mucho que ese debate se acabó —dijo Bernd mirando despectivamente al joven estudiante—. En el año 1933 el profesor Steindorff desmintió claramente los rumores. Y los periódicos buscaron otros asuntos con los que entretener a sus ignorantes lectores. Me parece extraño que un estudiante tan brillante como usted siga creyendo en esas cosas.

Murat se disponía a responderle cuando Esra les interrumpió.

—Ya seguiremos discutiendo sobre eso en otro momento. Lo importante ahora es que este asesinato se resuelva sin que las excavaciones se vean perjudicadas… Creo que lo que ha dicho Halaf tiene mucha importancia. Es posible que Şehmuz sea el asesino. Lo mejor es que informemos al capitán. Pero nosotros también tenemos que andarnos con cuidado.

—¿Por qué? —volvió a oponerse Bernd—. Nosotros estamos excavando. Lo que nos interesa son los hititas tardíos. No cómo mataron a Hacı Settar.

Esra miró al alemán con actitud decidida.

—Mire,
herr
Burns, no sé cómo se relaciona con la población local cuando dirige una excavación, pero yo soy partidaria de que nos llevemos bien con ellos. Y conozco este país y a sus habitantes mejor que usted. Por favor, escuche lo que tengo que decirles sin interrumpirme, por la seguridad de todos, incluida la suya propia.

—¿Nuestra seguridad? —exclamó Timothy—. ¿Es que sabes algo?

En lugar de contestarle, Esra se volvió al joven cocinero, que seguía allí de pie.

—Gracias, Halaf —le dijo—, lo que nos has contado es muy importante y será de mucha ayuda para resolver este asunto. Pero tienes que ir a la comandancia y contárselo también al capitán.

Halaf puso cara larga.

—¿Tengo que ir? ¿Y si se lo decimos por teléfono?

—Llamaremos antes de que vayas, para que no se les escape Şehmuz. Pero querrán tomarte declaración —le explicó Esra, y al darse cuenta de la expresión nerviosa del cocinero intentó calmarle—. No te preocupes, iremos juntos a verle.

A Halaf aquello no le tranquilizó, pero inclinó la cabeza como quien acepta su destino.

—Entonces voy a preparar el desayuno —y salió silenciosamente de la habitación.

Una vez que se hubo alejado, Esra continuó:

—En realidad, no existe ningún peligro concreto —tenía la mirada clavada en Timothy, pero se dirigía a todos—. No obstante, esos rumores de «la maldición de Kara Kabir» me preocupan de verdad. En esta región las creencias religiosas tienen mucha fuerza. Tenemos que explicar a la gente que la excavación no supone ninguna falta de respeto y que no dará lugar a ninguna maldición. Y tenemos que hacerlo a través de los gendarmes, por supuesto. Hacı Settar era muy importante para nosotros. Era alguien del pueblo, la gente le escuchaba. Y ahora ya no está. Hemos perdido a la única persona que habría podido detener a los fanáticos que se oponen a la excavación. Ahora debemos ser más responsables.

—Tienes razón —dijo Timothy rascándose la broncínea barba de una semana—. Algo parecido nos pasó en unas excavaciones cerca de Nínive. Queríamos conseguir unas tablillas en cuneiforme que la gente consideraba sagradas. Pero los locales no querían entregárnoslas escudándose en que les protegían de las catástrofes. El director de la excavación, un francés, el profesor André, recurrió a las autoridades. Se produjeron hechos muy desagradables, e incluso llegaron a dispararnos. Nos vimos obligados a abandonar la excavación y huir de allí. Y además sin poder llevarnos ni una sola tablilla. Lo peor que se puede hacer en nuestro trabajo es ir en contra de la población local. En el momento en que algo así ocurre, hay que empezar a liar el petate porque significa que la excavación se ha acabado.

Esra vio que Bernd fruncía los labios y continuó hablando:

—Pero eso tampoco quiere decir que tengamos que dejar la excavación a medias. No podemos permitir que los peones se den cuenta de que estamos preocupados. Los trabajos deben continuar. Nadie debe pensar en abandonar la excavación.

—¿De dónde ha salido eso de dejarla? —preguntó Bernd—. El Instituto Arqueológico Alemán está trabajando a marchas forzadas para preparar la conferencia de prensa. Ayer hablé con
herr
Krencker. Me dijo que ya estaban listos los trabajos previos.

Esra suspiró aliviada.

—Bernd tiene razón —dijo—. Olvidemos ya eso de suspender la excavación o dejarla.

—No tenemos otra opción —la apoyó Timothy—. No podemos dejarla ahora que hemos encontrado un hallazgo tan importante. No sé vosotros, pero yo estoy impaciente por leer las otras tablillas que escribió Patasana.

Tercera tablilla

¡Tú que has de leer lo que escribo! Quizá pienses que lo que lees es insuficiente, quizá quieras saber más. Quizá quieras agotarlo todo en un instante, absorberlo todo como las pozas sin fondo del Éufrates, que se tragan almadías, vacas, ovejas y personas. Pero aprender no es fácil, debes ser paciente como una tortuga y tenaz como el viento, que deshace los escarpados riscos que tocan con sus cabezas el cielo hasta convertirlos en arena.

Puede que encuentres exageradas mis palabras, que pienses que lo que cuento está lleno de trampas misteriosas para engañar a quien lo lea. Puede que te digas que has oído muchas historias parecidas. Pero, créeme, lo que hayas podido escuchar sólo es como una pequeña parte de la ribera del Éufrates cubierta de bruma. En cambio, la verdad está oculta en estas tablillas en toda su crudeza y majestad, como el río impetuoso cuando no lo envuelve la espesa niebla.

Primero te hablaré de mi abuelo el poeta Mitannuwa, de sublime corazón. Digo poeta porque, a pesar de haber llegado a la categoría de gran escriba de palacio, quería que se le recordara como poeta. Cuando me hacía leer tablillas en las que se alineaban palabras en lenguas extranjeras, me decía lo siguiente:

—El acadio, el lullubi, el hurrita, el arameo, no aprendas estas lenguas extranjeras sólo para la correspondencia oficial. Los acuerdos, las leyes, los contratos no le dicen nada al hombre. Sólo sirven para proteger los pequeños intereses de los dioses, los reyes y los nobles. Pero las epopeyas, las leyendas y los poemas te amplían el horizonte. Qué hay tras las montañas, cómo es el mar en el que desemboca el Éufrates, a qué se parecen los árboles que hay donde acaban las llanuras; todo te lo enseñan. Y, lo más importante, también nos enseñan que somos parte de la tierra. Nos enseñan que somos hermanos del nogal de espesa sombra, de las achaparradas cepas de la vid, de las preñadas espigas amarillas, de la hierba seca, de la hormiga del suelo, de la serpiente en su madriguera, del lobo de las montañas, del azor del aire. Estos escritos nos hablan a nosotros y hablan de nosotros. La razón de que aprendas acadio: la epopeya de Gilgamesh y los poemas de Ludingirra, poeta de Sumer; la razón de que aprendas hurrita debe ser que puedas leer en su propia lengua la leyenda de Gurparanzah. Y por supuesto debes aprenderte las demás epopeyas, leyendas y canciones. Debes aprenderte de memoria lo que dicen las epopeyas de Kumarbis, de Keshshi, del Bien y el Mal, la leyenda de la Caída de la Luna del Cielo, la de Telipinu. En caso contrario, no descubrirás el secreto de la vida; en caso contrario, no serás distinto a los asnos pardos que cada día traen agua del Éufrates de la mañana a la tarde. Acabarás siendo un hombre como tu padre, que desperdicia su tiempo por los intereses de los reyes, que nunca ríe, que nunca llora, que nunca se irrita.

Yo le escuchaba y hacía lo que me decía. Con quince años ya había memorizado todas las leyendas que me había contado. A mi padre no le gustaba que pasara gran parte de mi tiempo con mitos y leyendas pero, puede que para no discutir con mi abuelo, tampoco intentaba impedírmelo. Y yo, en la medida de lo posible, trataba de no irritarle. De hecho, yo no era un rebelde como mi abuelo. Era dócil, no me gustaban las discusiones, y siempre era partidario de llegar a acuerdos.

Mi padre me había advertido que debíamos ser muy cuidadosos en lo que se refería al Imperio asirio, bajo cuya soberanía vivíamos; era un reino tan peligroso y bárbaro como para no dudar en matar a miles de personas de un golpe. Y tampoco debíamos hacer caso omiso de los urarteos al noreste. Estaban deseando tener una oportunidad para destruirnos. En cuanto a los frigios, al noroeste, su principal preocupación era contener al Imperio asirio, cada día más extenso.

Mi padre no sólo hablaba conmigo de cuestiones políticas, también me enseñaba, de una manera simple aunque fría, cómo traducir a nuestra lengua un texto extranjero. Además, cada vez que encontraba una oportunidad, me llevaba a la biblioteca de palacio y, diciéndome que una de las misiones del gran escriba era dirigirla, me explicaba minuciosamente todo lo referente al cuidado de las tablillas, desde cómo protegerlas hasta cómo disponerlas en los estantes. Una vez que había terminado su explicación, me hacía repetirlo todo para asegurarse de que lo había entendido.

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