La indecisión que apareció por un instante en la cara morena del capitán dio paso a una expresión dócil. Se volvió hacia el soldado que le esperaba junto al jeep aparcado algo más allá con el arma en la mano.
—¡Quédate ahí! —le gritó—. ¡Enseguida nos vamos!
—¡A sus órdenes, mi capitán! —rugió el soldado poniéndose firmes.
Antes de entrar Esra miró el Éufrates, unos cientos de metros más allá del soldado. Envuelto en un azul casi marino bajo el sol de la mañana, el río seguía fluyendo en silencio por su cauce milenario.
En cuanto entró y vio el desorden de la habitación, se arrepintió de haber invitado a entrar al capitán, pero luego se enfadó consigo misma por haberlo pensado siquiera. Había ocurrido un asesinato que quizá pudiera poner en peligro toda la excavación y ella sólo se preocupaba por el desorden de su cuarto. Y, además, Eşref, que todavía no había superado la impresión, no parecía estar como para que le importara aquel caos. Esra dejó libre el taburete que había junto a la mesa.
—Siéntese.
Él se dejó caer sobre el asiento y ella le imitó. La mirada de Eşref se desvió hacia las fotografías que había sobre la mesa. Eran de las tablillas de arcilla que habían encontrado y estaban tomadas desde diversos ángulos. Las miró con tanto interés como si pudiera leer el acadio en el que estaban escritas. Pero en ese momento Esra no se sentía como para satisfacer su curiosidad. Las recogió con rapidez.
—¿Está seguro de que han matado a Hacı Settar?
—Me temo que sí —dijo el capitán volviendo en sí—. Tanto las declaraciones de los testigos presenciales como nuestra investigación en el lugar de los hechos indican que se ha cometido un asesinato —mientras hablaba mantenía su tímida mirada fija en la cara de Esra. Aquella actitud temerosa en un soldado que había estado en primera línea en la guerra encubierta que se desarrollaba en la región, que había participado en docenas de enfrentamientos y que había visto cientos de muertos la sorprendía y también la desmoralizaba. Porque el capitán Eşref se encontraba a la cabeza de las personas en las que podía confiar. Desde el principio había apoyado al equipo de las excavaciones y había corrido a ayudarles cada vez que había hecho falta. Pero puede que se equivocara, puede que no tuviera miedo… Simplemente, aquella muerte misteriosa le había confundido por un momento y no sabía muy bien qué hacer…
—Mire, Eşref Bey —dijo intentando aparentar tanta entereza como le era posible—. Usted es consciente de la importancia de este asunto. Si se propaga la noticia de que han tirado del alminar a Hacı Settar, y que además lo ha hecho un monje vestido de negro…
—Ya ha empezado a extenderse el rumor —contestó el capitán apesadumbrado—. Abid, el imán de la mezquita, proclamó junto al cadáver que esto ha ocurrido porque se está excavando Kara Kabir
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Esra sintió un escalofrío. Todos los desastres que se le habían pasado por la cabeza cuando llegó por primera vez a la región y vio en la zona del yacimiento la tumba del santo estaban ocurriendo ahora.
—¡Qué estupidez! ¿Cómo pueden pensar algo así?
El capitán no contestó, pero ella suponía que pensaba que todo iría mejor si se detenían las excavaciones, o al menos que veía con agrado aquella posibilidad. Y, además, él podía detenerlas si quería. ¿Sería capaz de hacerlo?
—Tiene que encontrar a los culpables —dijo tras un breve instante de silencio. Se dio cuenta de que la voz le había salido más alta de lo que debía, pero le daba miedo la idea de que si se callaba caería en las garras de la misma indecisión que poseía al capitán—. Tiene que encontrar a los culpables —repitió decidida—. Cuando lo haga, se demostrará que esto no tiene nada que ver con nuestra excavación.
Le pareció ver un brillo en los ojos marchitos del capitán Eşref. Continuó hablando, persuadida de que estaba empezando a convencerle.
—Éste es un lugar pequeño, no debería ser tan difícil atrapar al asesino.
Él rehuyó su mirada.
—Si tiene tras él a la organización separatista, tampoco será tan fácil —susurró abatido.
—¿Los separatistas? O sea que, según usted, fueron ellos quienes mataron a Hacı Settar.
—Por supuesto. Supongo que se habrán refugiado en algún lugar cerca de aquí. Hemos registrado los alrededores de la aldea de Göven, pero no hemos encontrado a nadie. Y pensé que, ya que veníamos por aquí, lo mejor era pasarme a darle a usted la noticia.
—Muchas gracias —respondió Esra—. Pero esa idea de la organización no acaba de convencerme. ¿Por qué iban a matar a Hacı Settar?
—Para provocar inquietud, crear anarquía y hacer que se hunda la confianza en el Estado.
Aquellas razones no la convencieron.
—Existen tantos problemas con los que pueden soliviantar al pueblo que no creo que consideren necesario un asesinato así.
—Usted no conoce a la gente de esta región. Están excavando en un sitio que para ellos es sagrado. Y eso ha dado lugar a que en el pueblo estén nerviosos. Los separatistas no dudan en aprovechar cualquier motivo de inquietud. Por eso mataron a Hacı Settar.
—No estoy segura, pero me da la impresión de que no son ellos quienes están detrás de todo esto.
Por mucho que no estuviera de acuerdo con lo que decía, el capitán la miró atentamente, como si quisiera comprenderla.
—Creo que a Hacı Settar lo mataron fanáticos religiosos —continuó Esra—. Usted mismo lo ha dicho, Abid Hoca
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enseguida empezó a hablar mal de nosotros. Además, ya sabe que he recibido amenazas por teléfono.
—No sabemos si los que la han amenazado han sido integristas.
—Yo creo que lo eran. Les he reconocido por su estilo. En cada frase usaban la palabra «Dios». Y a pesar de todas sus amenazas nunca blasfemaban.
Esra se detuvo un momento y añadió:
—De todas maneras, no se puede asegurar nada, por supuesto. Pero si les atrapa todo se aclarará. Ya no habrá ningún problema entre el pueblo y nosotros.
—Sí que lo habrá. Créame, aunque encontremos a los asesinos, la gente le seguirá echando la culpa a la excavación. Dirán que en cuanto llegaron ustedes se fastidió todo.
—Pero eso es pura ignorancia —protestó Esra.
—Será ignorancia, pero así es como vive esta gente —el capitán había vuelto a aprovecharse de sus palabras para decir lo que ella no había pretendido.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó preocupada—. ¿Vamos a dejar la excavación a medias?
—No lo sé, créame, señora Esra.
Aquella actitud temerosa y su comportamiento derrotista empezaban a atacarle los nervios.
—Mire, capitán —dijo subrayando el «capitán»—. Puede que usted no sepa qué hacer, pero yo estoy obligada a terminar esta excavación. Hemos conseguido unos hallazgos muy importantes. No puedo dejar el trabajo a medias por las supersticiones de un puñado de gente.
La indecisión de los ojos oscuros de Eşref dio paso a una expresión de reproche.
—Ha muerto un hombre —dijo con un tono muy significativo.
—Por esa misma razón no podemos dejar la excavación a medias. —Esra se había lanzado—. Hacı Settar estaba de nuestra parte. Decía que excavar no era una falta de respeto a la tumba del santo. Quizá por eso lo mataron. Si dejamos la excavación, estaremos faltando al respeto a su memoria. Tenemos que continuar el trabajo para que los asesinos no consigan lo que pretenden.
Esta vez su razonamiento tuvo éxito. El enfado del capitán cedió un tanto y en su rostro apareció una expresión más decidida. Pero tampoco podía decirse que se hubiera deshecho por completo de su inquietud. Durante un rato ambos permanecieron sentados sin hablar, luego él preguntó señalando las fotografías:
—¿Es lo que ha salido de la excavación?
Esra también miró las fotos.
—Sí, son las primeras tablillas que hemos encontrado. Fueron escritas aproximadamente hace dos mil setecientos años.
Eşref tomó una de las fotografías y comenzó a examinar aquellos garabatos ilegibles.
—¿Quiénes las escribieron?
—Los hititas, más exactamente los hititas tardíos…
—Estos hititas tardíos son la civilización que nosotros llamamos los eti, ¿no?
—Sí, el primer gran imperio de Anatolia. A pesar de que eran indoeuropeos, se parecen a nuestros otomanos. Como ellos, venían de fuera de Anatolia. Y como las tribus turcas, también vivieron unos siglos con los pueblos de Anatolia para después mezclarse con ellos y formar un gran imperio. Y al decir grande, quiero decir realmente grande. El segundo imperio de aquella época después de los egipcios.
—Pues sí que era grande —dijo asombrado el capitán—. ¿Y qué escritura es ésta?
—Cuneiforme. En realidad, los hititas tardíos usaban jeroglíficos. Pero el escriba usó cuneiforme para que resultara más duradero, y además escribió en acadio para que las tablillas tuvieran una mayor difusión. El acadio era una lengua como el inglés de ahora… Una lengua escrita con la que se comunicaban los diversos pueblos de Mesopotamia y Anatolia.
—¿Y puede entender lo que está escrito en ellas?
—Claro que sí… Timothy Hurley, el americano de nuestro equipo especialista en lenguas muertas, ha descifrado once tablillas… En realidad, estamos ante un hallazgo muy curioso. No se parece demasiado a lo que estamos acostumbrados.
El capitán frunció un poco sus gruesas pero bien definidas cejas.
—¿En qué sentido?
—Los temas habituales de las tablillas son testamentos de los reyes, textos religiosos, acuerdos entre países, leyes sociales, contratos o epopeyas. Pero éstas cuentan una historia completamente distinta.
—¿Una historia? —preguntó con curiosidad Eşref.
—Se me ha escapado lo de historia, y quizá debería haber dicho una confesión. O, más exactamente, la primera historia no oficial de la que hay noticia en el mundo. Estas tablillas no fueron escritas por orden de ningún rey.
—¿Y quién las escribió?
—Un hombre llamado Patasana. El gran escriba de palacio. La de gran escriba era una posición muy importante dentro de la estructura del Estado para los hititas. Eran hombres muy preparados. Sabían varias lenguas. Su misión consistía en escribir lo que el rey les pedía, no se dedicaban a poner por escrito sus propios sentimientos, pensamientos o recuerdos. Pero el escriba Patasana se atrevió a escribir sus memorias. Por eso son tan importantes estas tablillas. Pensamos hacer público nuestro descubrimiento dentro de poco.
—¿De verdad son tan importantes?
—Mucho. ¿Ha oído hablar de la epopeya de Gilgamesh?
—He oído hablar de ella, pero no la he leído.
—Es una de las primeras epopeyas escritas de la humanidad. Y nosotros creemos que estas tablillas son por lo menos tan importantes como ella. Pensamos que estamos ante el primer documento de historia no oficial de la humanidad. En los próximos días haremos una rueda de prensa internacional. El Instituto Arqueológico Alemán ya ha empezado con los trabajos de presentación.
—Bueno, ¿y qué escribió ese hombre para que sea tan importante?
—Creemos que narra la historia de la destrucción de la ciudad antigua. Y junto a la de la ciudad, también cuenta su propia historia. La primera tablilla empieza diciendo: «Soy un miserable que ha vivido en una época cruel».
El capitán estuvo un rato mirando pensativo las fotografías.
—Bien, tengo que irme —dijo por fin levantándose de su asiento. Al ponerse en pie dudó un instante, volvió a mirar las fotografías de la mesa, se volvió hacia Esra con una amarga sonrisa en los labios y susurró—: Así que dice «Soy un miserable que ha vivido en una época cruel». ¡Vaya!
Soy un miserable que ha vivido en una época cruel. Un miserable convertido en cobarde por los dioses. El más deplorable y repugnante de los miserables. Un siniestro escriba de palacio cuyo corazón se alimentaba de adulaciones y su mente de animosidades.
Un antiguo poeta al que no le asustó traicionar su talento redactando acuerdos para provecho de los reyes en lugar de susurrar poemas con la magia que le habían inspirado sus verdaderos señores: Teshup, dios de las tormentas y el cielo, su esposa Hepat, diosa del sol, y nuestra diosa Kupaba.
Un hipócrita ceremonioso que no dudaba en correr a cumplir las órdenes del rey de Hatti ocultando tras una máscara de felicidad más dura que el bronce el odio por los nobles agazapado en su cuerpo y el profundo dolor que le provocaban sus ropas ostentosas.
El varón menos honroso de la tierra, que escogió permanecer callado llevándose las manos dignamente al pecho para demostrar su fidelidad al soberano mientras la mujer que amaba moría por su amor. La vergüenza de los hombres. El más infame de los libertinos, que, en lugar de la gloria de morir por amor, prefirió refugiar su despreciable existencia a la sombra ostentosa de los muros de piedra de palacio.
Soy el consejero del rey Pisiris, el gran escriba del palacio de los hititas, importante miembro de la gran asamblea de Panku, soy Patasana, el más innoble de los nobles.
Soy el gran escriba de palacio Patasana, el que flota entre los muertos, marcado en la frente por los dioses para sufrir por toda la eternidad.
Soy Patasana, un pobre hombre que con los acuerdos y mensajes que escribía podía alterar el destino de los países, pero que no tenía poder de decisión sobre el suyo propio.
A ti, al que has de encontrar estas tablillas, te digo lo siguiente: ten cuidado. Que no caiga sobre ti la maldición de los dioses que convirtió mi vida de árbol florido en rama seca. Que no hagan presa tu vida de la infelicidad, sirviendo a las órdenes de un rey tirano, como me hicieron a mí.
Ve al templo antes de leer estas tablillas. Ablanda el corazón de los mil dioses del país de Hatti. Preséntales ofrendas valiosas a Teshup, dios de las tormentas y el cielo, a su esposa Hepat, diosa del sol, y a la diosa Kupaba, que son tus señores tanto como los míos, preséntales tu sumisión. Hazlo para que nadie más se sume a los miles de crucificados, desollados, quemados o desterrados que hubo por culpa mía. Y que esa maldición que llevo encima desde hace tantos años no vuelva a destrozar ninguna otra vida.
De no hacerlo así, no mires las tablillas, no las toques, no las leas. No respires el aire enmohecido del subterráneo de piedra en el que las he ocultado. Ya seas un joven de piernas vigorosas como las de un potro o un anciano que a duras penas se mantiene en pie, corre con todas tus fuerzas, aléjate de aquí. No le hables a nadie de estas tablillas, ni a tu amigo más cercano, ni a la mujer que de noche tomas entre tus brazos. Quizá así te perdonen los dioses, quizá así liberes a esta ciudad sabia de la nefasta maldición que pende sobre ella como un muro oscuro en las brillantes riberas del Éufrates.