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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (8 page)

BOOK: La Tumba Negra
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—Por supuesto que sí —dijo con tono sarcástico Kemal—. Nosotros podemos partirnos la cabeza con los ordenadores sea día libre o no, y el señor que se largue con el todoterreno a pasear por las aldeas.

—Vamos, vamos, dejad de quejaros y volved al trabajo. —Esra intentaba calmar a Kemal—. Bien, ¿dónde está Bernd?

—¿Cómo lo vamos a saber? —contestó Teoman—. Si no está en su habitación, habrá ido a dar un paseo en bicicleta… Si no se digna a hablar con nosotros… ¿Qué vas a hacer con ese creído?

En realidad, los sentimientos de Esra hacia Bernd no eran distintos de los de Teoman, pero no quiso que se le notara.

—Por lo que veo, en el equipo ha empezado a haber cierta xenofobia.

—Venga ya, Esra —se rebeló Teoman—. A ti tampoco te gusta ese cara de nazi.

—No deberías hablar así… No es mala persona. Sólo tiene un estilo distinto.

—Pues será mejor que lo cambie —gruñó Teoman—. No puede esperar que todo el equipo se adapte a él.

—Creo que será mejor que te tranquilices —le reprendió Esra—. La excavación se hace en nuestro país y bajo nuestra responsabilidad.

—Y además la pagan los alemanes. —Teoman no pudo evitar el sarcasmo.

—Eso también. Sí, la pagan los alemanes, pero no es ésa la razón por la que tenemos que soportar a Bernd. Es un miembro del equipo. Y no quiero que se margine a ningún miembro del equipo.

Teoman la miró con cierta desazón, pero no dijo nada. Esra, que interpretó el silencio como señal de que aceptaban lo que acababa de decir, recogió sus cosas sin sentir la necesidad de añadir nada más.

—Voy a ir a buscarle, por si me necesitáis —al llegar a la puerta, dio media vuelta—. Nos veremos en el almuerzo —dijo con una voz dulce que dejaba claro que deseaba ganarse el corazón de sus compañeros—. Halaf está preparando unas deliciosas croquetas de calabacines, y para acompañarlas, trigo hervido con mantequilla auténtica y ensalada en abundancia.

Mientras avanzaba por el pasillo lleno de desconchones y grietas, pensaba que Teoman tenía razón. En todas las excavaciones en las que había participado hasta hoy nunca se había encontrado a nadie tan poco agradable como Bernd. Frío, ambicioso, nada sociable… De no ser por su pasión por la bicicleta, se diría que no tenía el menor interés por la vida cotidiana. En sus ratos libres nunca se unía al resto del equipo; o bien se encerraba a trabajar en su habitación, o salía a dar un paseo en bicicleta por las aldeas de los alrededores. Pero por mucho que Bernd intentara mantenerse alejado, era misión de Esra ganárselo y superar la frialdad existente entre ellos. Los arqueólogos, como los demás científicos, no estaban en situación de permitirse el privilegio de interesarse sólo por lo relacionado con su propio campo, al mismo tiempo debían ser genios de la organización y psicólogos capaces de establecer buenas relaciones con los demás. No tenía más salida que llevarse bien con Bernd. O al menos debía hacer todo lo que estuviera en su mano…

Con esa intención llamó a la puerta entreabierta del arqueólogo alemán. Al oír su «Pase», asomó la cabeza sonriendo.

—¿Tiene un momento?

Bernd, sentado en un pupitre de aquella clase en la que había instalado con tanta meticulosidad sus cosas, levantó la cabeza y miró hacia la puerta. En la mano tenía un bolígrafo y ante él había unos papeles.

—Pase, pase, por favor —dijo con su turco de fuerte acento alemán.

—¿Estaba trabajando? —le preguntó Esra cruzando el umbral.

—Estaba escribiendo una carta —contestó él subiéndose las gafas de cristales redondos. Así resaltaban aún más sus iris de un azul acero.

—Lo siento, entonces volveré más tarde.

—No, no se vaya. Pase, por favor, ya había terminado. —Bernd le señaló el pupitre que había junto al suyo—. Venga, siéntese aquí.

Parecía haber olvidado la discusión de aquella mañana. Esra se sentó donde le indicaba. Su mirada se deslizó a los papeles que Bernd tenía ante sí. «¿Estará enviando un informe al Instituto Arqueológico Alemán?», pensó preocupada.

—Una carta —le explicó Bernd como si pudiera leer lo que pasaba por la mente de la joven. Las profundas arrugas de su cara larga y estrecha se habían relajado y la dura expresión de sus ojos de color azul acero se había dulcificado—. Le escribo a Vartuhi, mi mujer, que está en Alemania.

A Esra el nombre le pareció muy raro.

—¿Vartuhi?

—Sí, quiere decir «rosa» en armenio —le explicó él con voz dulce.

Esra pensó que debía querer mucho a su mujer. Por alguna extraña razón se le vino a la cabeza Orhan, su ex marido.

—Haçik, mi suegro, nació en Turquía —aunque fuera con algo de retraso, Esra por fin comprendió el significado de lo que le estaba diciendo Bernd—. Con él empecé a hablar turco.

—¿En serio? —le preguntó interesada—. ¿Cuándo se fue de Turquía?

—Hace mucho —le contestó Bernd. El brillo de sus ojos claros se apagó—. Hace mucho… Cuando la guerra. Malos días… Vivieron malos momentos. Los turcos fueron despiadados con ellos. Mataron a los hombres, violaron a las mujeres, los desterraron a todos sin que les importaran niños o ancianos.

El amistoso Bernd de poco antes había desaparecido y surgió el alemán hosco al que estaba acostumbrada.

—Por desgracia, todos los países tienen en su historia sucesos de ese tipo. —Esra se vio obligada a ponerse a la defensiva.

—Pero está muy mal —continuó él arrugando el gesto—. El padre de mi suegro murió, su madre se lo llevó con ella y tras muchas dificultades lograron huir a Francia. Pero no ha llegado a acostumbrarse, no hace más que repetir «mi patria, mi patria». Y, por otro lado, maldice a los turcos.

—Es difícil, claro. —Esra se rindió—. Pero son unos hechos muy polémicos.

—No hay nada que discutir —respondió Bernd muy seguro de sí mismo—. Fue un genocidio. Así lo cree el resto del mundo. Sólo el gobierno turco lo niega.

Esra estaba intentando controlarse.

—Como muy bien dijo esta mañana, eso no es asunto nuestro. Si le parece bien, dejemos que los historiadores investiguen la verdad y volvamos a nuestra excavación.

Bernd continuó hablando como si no la hubiera oído.

—Y a pesar de tanta crueldad siguen amando este país. Hasta el año pasado Vartuhi y yo veníamos juntos. Y mi suegro se interesaba mucho por la región. Cada vez que volvíamos de Turquía, nos sometía a un chaparrón de preguntas.

—¿No ha venido su mujer este año?

—No ha podido. Está embarazada.

—Ojalá hubiera venido —dijo Esra creyendo que había encontrado una puerta para acercarse a él—. ¿De cuántos meses está?

—De seis —contestó el alemán. La voz volvía a ser apacible, su mirada había perdido el tono apagado, sus ojos azules se hundían en un brillo tan dulce como el color del Éufrates a la luz de media tarde—. Esperamos el nacimiento para primeros de septiembre.

—¿Se sabe qué es?

—Una niña —contestó Bernd—. Como yo quería. Me encantan las niñas.

—A mí también, son más simpáticas y más monas.

—¿Usted tiene hijos?

Esra evitó su mirada.

—No —respondió. Por un instante le habría gustado hablarle de la niña que había perdido a los cinco meses de embarazo, pero luego cambió de idea—. No, no tengo hijos.

Su tristeza no se le escapó a Bernd.

—No se ponga triste. Todavía es joven, algún día los tendrá.

«No los tendré nunca», pensó ella, pero tampoco se lo dijo.

—Dejemos de hablar de mí —susurró sonriendo—. ¿Qué nombre le van a poner?

—Mayreni —dijo Bernd—. Eso es lo que quiere Vartuhi. Era el nombre de su abuela.

—Espero que Mayreni tenga una vida larga y llena de salud.

—Eso espero. Gracias por sus buenos deseos.

Esra pensó que no podría encontrar un momento más adecuado y dijo con actitud humilde pero decidida:

—Esta mañana fui un poco dura con usted. Si le he molestado, le pido disculpas.

Bernd la miró con atención. Luego sacudió la cabeza.

—No, no. No tiene por qué disculparse. Es su obligación. Yo dije lo que pensaba y usted hizo lo mismo. No hay problema.

Esra se tranquilizó. Pensaba que el arqueólogo alemán querría tomarse la revancha de la discusión de aquella mañana, que se habría puesto de mal humor y que no llegarían a entenderse. Si se hubiera tratado de Timothy, todo habría sido más fácil. Él tenía mucho sentido común, había recibido una formación extraordinaria, tenía experiencia. Cuando a Esra todavía no se le pasaba por la cabeza la idea de ser arqueóloga, él ya estaba descifrando las tablillas que aparecían en los túmulos cubiertos por la arena en Mesopotamia. Pero nunca había usado aquellas cualidades para demostrar su superioridad. Le bastaba con tocar las tablillas, descifrar las inscripciones, trabajar hombro con hombro con los demás miembros del equipo. A pesar de que Esra pensaba a veces que ocultaba algo, hasta ese momento nunca había visto nada negativo en él. No le interesaba destacar, ni demostrar lo sabio y lo experimentado que era. Quizá por eso se había ganado el cariño de todos los del equipo, exceptuando a Kemal. No se podía decir lo mismo del arqueólogo alemán. Él también había recibido una magnífica formación, dominaba su campo, pero desde el principio había sido excesivamente quisquilloso en los momentos más inoportunos y no le importaba provocar problemas a la menor oportunidad. Parecía andar buscando faltas por todos lados. Esra no podía estar segura de su sinceridad. Cuántas veces no se le había pasado por la cabeza que ojalá no hubieran admitido a Bernd en el equipo. Pero en las universidades turcas los arqueólogos alemanes tenían una influencia innegable. El Departamento de Hititología lo habían fundado científicos alemanes que huían de Hitler. Los turcos habían hecho suyos los métodos de trabajo de los alemanes. Siendo así las cosas, era difícil no admitir a alguien como Bernd en el equipo. Esra creía que no le quedaba más remedio que aguantarle y quería continuar con la excavación evitando cualquier enfrentamiento. Pero la actitud que el arqueólogo mostraba en aquel momento la había sorprendido de veras. No pudo evitar pensar: «Así que me equivocaba con el alemán». Quizá lo que le ponía de tan mal humor era estar separado de su querida Vartuhi. Debía ser más comprensiva con él.

—Me alegro de que piense así —le dijo lanzándole una mirada agradecida.

—¿Cómo podría hacerlo de otra manera? —contestó Bernd sin ocultar que encontraba demasiado sentimental la actitud de Esra—. Aquí estamos llevando a cabo el trabajo más difícil del mundo. Claro que habrá discusiones, pero ante todo debe haber disciplina. Como bien dijo esta mañana, usted es la responsable de todo esto. Esra sintió como si Bernd la mirara por encima del hombro al decir aquello, pero no le dio importancia. Era la primera vez desde que habían comenzado las excavaciones que mantenía un diálogo positivo con él. Sabía que eran dos personas muy distintas, pero la conversación de hoy había roto el hielo entre ellos y les había procurado cierta intimidad.

Quinta tablilla

Nunca vi que mi abuelo Mitannuwa y mi padre Araras intimaran. En lo que respecta a su enemistad, contaban cosas bien distintas. Según mi abuelo, mi padre era más ladino y mentiroso que un comerciante asirio. En su opinión, además de ser fruto de una semilla nefasta y un hijo desleal, era el canalla mejor educado de las riberas del Éufrates.

Él mismo confirmaba la primera parte de lo que contaba mi padre.

—Cuando los dioses se llevaron con ellos a Tunnawi, la amada de mi corazón, me quedé sin saber qué hacer, como un siluro en tierra —contaba mi abuelo—. Me olvidé no sólo de que era padre, sino incluso de mí mismo. Tunnawi era mi amor desde la infancia, crecimos juntos. Cuando ella murió, todo perdió su sentido. No me apetecía ver a nadie ni hablar con nadie, incluido nuestro buen rey Kamanas. Con el permiso de nuestro señor Kamanas, nuestro heroico soberano, el favorito en la tierra del dios de la tormenta, tomé conmigo a dos esclavos leales y me retiré al islote que hay en el centro del Éufrates. Los esclavos me dejaron allí y regresaron.

»Durante tres días y tres noches anduve dando vueltas por el islote como un loco, durante tres días y tres noches aullé de dolor como un perro, durante tres días y tres noches lloré como una mujer de luto. Al final de la primera noche había enronquecido, al final de la segunda mis ojos se habían secado, al final de la tercera mis fuerzas se habían agotado y al amanecer del cuarto día perdí el sentido. Cuando lo recobré, estaba de nuevo en mi casa, en mi cama. Mis manos buscaron en vano por entre las frescas sábanas de agradable olor a la bella Tunnawi, la amada de mi corazón que alegraba mi lecho. Pero mientras mi corazón estaba envuelto por los negros cortinajes de la noche de luto, ocurrió algo inesperado. El compasivo rey Kamanas vino a mi casa. ¿Puedes imaginártelo siquiera? Kamanas, ese gran hombre, ese rey heroico, el representante de los dioses en la tierra vino a verme a la casa que había sido construida siguiendo sus órdenes en las tierras que me había obsequiado. Tomó al niño en brazos y me dijo: “Mira, éste es tu hijo. Mira que niño tan hermoso. Le daré el nombre de mi padre. A partir de ahora se llamará Araras”. Luego me alargó el niño. Lo tomé en brazos sorprendido y avergonzado. Apreté contra mi pecho con dolor y cariño a aquel hijo mío ignorante de su inocencia y su orfandad.

»Le quería cada vez más según iba creciendo. Lo llevaba dondequiera que fuera y contemplaba su talento con el pecho henchido de orgullo. En cuanto encontraba la oportunidad, lo llevaba a ver a nuestro señor, el heroico soberano Kamanas.

»Y el gran rey Kamanas amaba tanto al pequeño Araras que hasta nos hizo el honor de que se educara con su propio hijo, Astarus. Al oír la noticia, elevé la cabeza al cielo y mis ojos estallaron en lágrimas de alegría. Durante días anduve ebrio de orgullo por el honor que el monarca le había concedido a mi familia. Pero la negra traición que sufriría me mostraría en qué estúpido error estaba.

»Mi hijo se iba pareciendo más a mí al crecer, pero la similitud física no se reflejaba en su comportamiento. Era respetuoso como un sacerdote, trabajador como un esclavo e inteligente como un buen escriba. Teshup, el dios de la tormenta, le había otorgado todas las buenas cualidades que un padre puede querer en su hijo. Nunca vi que se opusiera a lo que yo decía por duro que fuera. Me escuchaba hasta que terminaba de hablar, pero en su mirada había una sombra y en su actitud algo retorcido que me asustaba. Nunca vi en sus ojos una mirada infantil, ni en sus labios una sonrisa inocente. Su comportamiento, sus palabras y su sonrisa ya en aquellos días eran controlados y medidos como los de un escriba que se pasa el día siguiendo al rey. Mis amigos alababan las buenas cualidades de mi hijo, pero a mí me preocupaba. Y sin que pasara mucho tiempo me daría cuenta de que tenía toda la razón en preocuparme.

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