»Cuando nuestro poderoso rey Kamanas murió al caer del caballo en una cacería de leones, se abrieron los cielos para mi hijo y para el joven rey Astarus, que siempre hacía lo que aquél le aconsejaba. Tras las ceremonias del funeral del heroico soberano, que duraron catorce días, comenzaron a intrigar antes incluso de que sus cenizas pudieran descansar en la urna. Mi hijo convenció al joven rey Astarus de que debía deshacerse de los ancianos. Me apartaron de mis funciones y quisieron arrojar sombras sobre mi honor. Pero no tenían fuerza suficiente. Sólo pudieron arrebatarme el nombre, el poder y la autoridad que me había concedido el rey. No pudieron tocar mi libertad ni mi respetabilidad.
Mientras escuchaba lo que mi abuelo Mitannuwa me contaba furioso, pensaba en cuánto habría de verdad y cuánto de exageración. Su llama, como la yesca, prendía con rapidez, pero no duraba mucho. Cuando se encendía, perdía la cabeza y era capaz de decir lo primero que se le viniera a la boca. Por ese motivo, yo escuchaba con precaución todo lo que decía sobre mi padre, como si ante mí tuviera a un adolescente que se deja arrebatar por la ira, y antes de creerle me lo pensaba mucho.
Después de comer Esra se sentó a la sombra del emparrado e intentó pasar el tiempo meditando en todo lo que había ocurrido. Pero a partir de cierto momento su mente comenzó a vagar por sí sola hasta quedarse bloqueada en el mismo punto: ¿qué estaría contando Şehmuz? ¿Confesaría su crimen? En caso afirmativo, ¿qué otros habría detrás de todo el asunto? Era imposible adivinar lo que había sucedido sin saber lo que diría. Así que estaba obligada a esperar los resultados del interrogatorio. Pero pasaban las horas y no había noticias de Eşref. La espera empezó a disipar su optimismo y a dejarla con la misma inquietud de aquella mañana.
A pesar del calor abrasador, pensó que ojalá hubiera ido con Halaf a llevarle la comida a Selo, el vigilante del yacimiento. Quizá allí el tiempo habría pasado con mayor rapidez. Pero ya no podía hacer nada, el joven cocinero debía haber llegado a la excavación hacía rato. Incluso podía ser que el anciano Selo hubiera terminado de almorzar, hubiera liado un par de cigarrillos del tabaco de contrabando de su petaca y ahora él y el muchacho estuvieran fumando tranquilamente a la sombra de la higuera que había en la Puerta Real. En ese momento le habría gustado estar con ellos y escuchar su conversación sobre la cosecha de ese año o sobre el cambio del clima provocado por los embalses que habían formado las presas construidas en el Éufrates. Por fin se retiró a su habitación, se tumbó en la cama angustiada y trató de leer la novela histórica que tanto tiempo llevaba intentando acabar. Como le era imposible concentrarse, dejó el libro y se levantó; se dirigió a la parte de delante, al cuarto donde estaban los ordenadores.
Allí sólo estaba Kemal; Teoman se había ido a dormir la siesta en la hamaca tendida bajo la espesa sombra del nogal del huerto de granados de la abuela Hattuç. Para mitigar la tensión de la espera, se sentó frente al ordenador y empezó a trabajar inventariando piezas de cerámica, fragmentos, innumerables sellos, dos estatuillas de cobre y una de plata de influencia asiria, un collar de estilo arameo, un jarrón y las tablillas.
Hasta ese momento habían extraído veinticuatro tablillas de la pequeña habitación de la biblioteca que había bajo el palacio. Diez de ellas eran fragmentos de la epopeya de Gilgamesh y catorce los escritos de Patasana. Al contrario que las tablillas de Gilgamesh, las de Patasana no habían sufrido demasiados daños. Cuando el palacio se desplomó, las tablillas habían quedado bajo los escombros y los montones de piedra en la misma habitación en la que las había ocultado el escriba. Pero como éste las había cocido, eran resistentes y no se habían deshecho en cuanto las sacaron a la luz del sol, como había ocurrido antes tantas veces con otras tablillas. Aun así, enseguida hicieron copias en papel y las fotografiaron con todo detalle. La tercera, la cuarta y la séptima tablillas tenían grietas, pero no estaban rotas.
Esra estaba atenta a su teléfono móvil mientras transcribía toda aquella información. Pero, por algún extraño motivo, no sonaba. ¿Cómo podía durar tanto un interrogatorio? O quizá ya hubieran terminado hacía rato y el capitán no había visto la necesidad de avisarla. «¿Llamo yo?», pensó por un instante. Luego cambió de idea. ¿Y si todavía continuaba el interrogatorio? En ese caso sería mejor que los dejara tranquilos, ya le llamaría Eşref. ¿Llamaría? Probablemente el mismo hombre que le había dado la noticia del asesinato en lo más oscuro de la madrugada le informaría sobre si el asesino había confesado o no… ¿Qué pensaría el capitán de ella? En varias ocasiones le había atrapado mirándola apasionadamente. Pero era muy difícil valorar aquellas miradas huidizas. Eran señales que descubrían el apetito de un hombre que llevaba mucho tiempo sin una mujer. Bueno, eso era algo que no había que despreciar en una relación. Pero Esra quería más. Después de separarse de Orhan tampoco ella había mantenido una relación estable. Durante cierto tiempo había salido con Haluk, del Departamento de Prehistoria de la universidad. Un hombre guapo, pero tan bocazas que sólo pudo soportarle un mes. Bien, ¿y qué era lo que veía en el capitán? Ni siquiera ella lo sabía. Sólo tenían en común que ambos eran de Estambul. La formación que habían recibido y su forma de ver la vida eran tan distintas… Recordó la conversación que habían mantenido en el jardín de la comandancia. Volvió a pensar lo absurdo que le parecía que Eşref buscara una organización terrorista detrás de todo. Pero lo que de veras la enfurecía era que hubiera intentado por un segundo abrirse sinceramente a ella y que hubiera renunciado al intento de improviso.
—No sabe lo que quiere —susurró.
—¿Qué? —preguntó Kemal, tan nervioso al menos como Esra—. ¿Has dicho algo?
—No, no era a ti —volvió la mirada hacia él, que estaba de pie ante la ventana—. Estaba hablando sola —y para cambiar de conversación le preguntó—: Todavía no han venido, ¿no?
—No —replicó él molesto—. Probablemente no vuelvan hasta el anochecer.
Como Timothy y Elif no habían regresado para el almuerzo, Kemal había perdido toda su capacidad de concentración. Primero intentó seguir con los trazados, pero como no pudo conseguirlo, jugó un rato al tetris en el ordenador, luego paseó sin rumbo arriba y abajo por la habitación, y cuando se aburrió, volvió al tetris y por fin se plantó ante la ventana a esperar a su amada. Llevaba por lo menos una hora allí.
—Si quieres, podemos salir a dar un paseo —le propuso Esra amistosamente—. Ya no hace tanto calor.
Kemal suspiró.
—Pensábamos ir al Éufrates a nadar. Si viene y no me encuentra…
—Pero va a llegar tarde…
El joven inclinó la cabeza resignado.
—Sí. Pero tengo que esperarla.
A Esra le molestó su falta de decisión.
—Tú sabrás —dijo apagando el ordenador—. Yo estoy aburrida y me voy a dar una vuelta.
Al salir al pasillo una música resonó en sus oídos. Un violonchelo gemía profundamente y al fondo se oía de manera apenas perceptible un piano. El sonido llegaba de la habitación de Bernd. La puerta estaba cerrada y, al pasar por delante de ella, Esra redujo el paso. Era una melodía conmovedora; recordaba la música, pero no al compositor.
Pensó que, acompañado por aquella música, Bernd estaría releyendo la carta que le había escrito a su mujer con el corazón sobrecogido por una dulce nostalgia. ¿No le había pasado lo mismo a ella mientras estaba casada con Orhan cada vez que había ido a una excavación? La soledad milenaria de las ciudades antiguas la atrapaba y una extraña amargura le envolvía el alma. Especialmente en los ratos libres después del trabajo diario, sobre todo en las noches en las que las estrellas relumbraban en el cielo como chispas de pedernal… Aquella expresión del pedernal también era de Halaf. ¿Cómo se le habría venido a la cabeza? ¿Qué era lo que le estaba pasando? Al principio, cuando había tantos problemas, no estaba tan sentimental. Salió de la escuela diciéndose: «Concéntrate, Esra».
Cuando llegó junto a la pérgola, vio al joven cocinero, que había regresado del yacimiento. Mojaba con una manguera la tierra agrietada por el calor y regaba las damas de noche moradas, a punto de abrirse, y los rojos geranios.
—Hola. ¡Qué buena idea! —dijo aspirando el acre aroma de los geranios.
—Gracias. He pensado que estaría bien refrescar esto un poco.
—Has hecho bien, huele estupendamente. ¿Qué novedades hay en la excavación?
—Todo como siempre. —Luego vaciló—. Pero no he visto con buen aspecto al tío Selo.
—¿Y eso? ¿No estará enfermo?
—No, no está enfermo. Qué sé yo, el mismo hombre que antes me miraba a los ojos ahora me ha mirado a los pies.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Esra observando cuidadosamente al cocinero.
—No pasa nada, pero hay que tener cuidado con este tío Selo. Antes de que pusieran minas en la frontera, su hermano y él se dedicaban al contrabando. Están acostumbrados al dinero fácil…
—¿Qué quiere decir que están acostumbrados al dinero fácil?
—le preguntó con un duro tono de voz—. Sé más claro. Si sabes algo, dímelo.
—No es nada —contestó Halaf—. Como hay Dios allá arriba, no he visto que el tío Selo anduviera con trapicheos ni que robara nada, pero, qué sé yo, hoy estaba raro. Hoy ha preguntado por ustedes y nunca lo había hecho hasta ahora. Y cuando le dije que esta mañana el capitán había venido a la escuela, se le puso la cara blanca como la cal.
—Pero, muchacho, ¿y qué? ¿No puede el pobre hombre estar preocupado por nosotros? Y en cuanto se menciona al capitán, ¿no pierdes tú también el color? Yo confío en Selo. Nos lo buscó Hacı Settar. Y hasta este momento ha cumplido perfectamente sus funciones.
Es un hombre honesto.
—Seguro que es como usted dice. —Halaf dio marcha atrás, pero no pudo contenerse y añadió—: Aunque, como dice el refrán, la peste del ajo tarda en notarse y tarda en quitarse.
—No te preocupes, no pasará nada. Selo es una buena persona.
Déjate ya de recelos y dime qué hay de cenar.
—Estoy preparando el pescado que trajo Timothy —dijo Halaf y luego torció el gesto—. Kemal Bey me ha dicho que no les ponga ni salsa de tomate ni ajo, pero de otra manera no están ricos. Él está pensando en pescado de mar.
Esra, que ya había sido testigo de ese tipo de discusiones, estaba harta de lo exigente que podía ser Kemal. También a ella le había resultado extraño que Halaf usara salsa de tomate, pero cuando probó el pescado y descubrió su sabor, no tuvo más remedio que darle la razón.
No obstante, Kemal no dejaba de insistir en que el pescado se prepara sin salsa de tomate.
—Tú haz los nuestros con tomate y el suyo aparte. Prepáraselo como él quiera.
Mientras Halaf se dirigía a la cocina por fin satisfecho, comenzaron las noticias en la radio que tenían colgada del emparrado. Un locutor de voz ronca decía que en los enfrentamientos que habían tenido lugar en Van habían muerto cinco miembros de las fuerzas de seguridad y treinta y dos terroristas y que las operaciones continuaban sin pausa. Esra ya estaba habituada a aquel tipo de noticias, pero no pudo evitar decirse «¡Qué pena, qué pena!» mientras echaba a andar.
El calor empezaba a ceder, y en pocas horas habría refrescado. Era el rato que más le gustaba. No se puso el sombrero ni las gafas. Miró el horizonte entrecerrando los ojos. Las luces iban perdiendo su resplandor y se iban apagando poco a poco, pasando del amarillo dorado al color de la miel.
Para llegar al río, había que cruzar el huerto de los granados y llegar a la senda que bajaba hasta la orilla, flanqueada a un lado por hierbas secas y al otro por espinos de flores moradas. Miró en el huerto por si veía a Teoman durmiendo en la hamaca. Le llamaron la atención los albaricoqueros y los ciruelos dispersos por entre los granados florecidos. Los albaricoques todavía estaban verdes, pero las ciruelas que colmaban las ramas ya habían empezado a caerse. En lugar de Teoman, se le apareció la propietaria del huerto. La abuela Hattuç, con su cara llena de arrugas, era la anciana más simpática de la tierra.
—Ven, hija, ¿querías algo? —le preguntó hospitalaria.
—Gracias, abuela. Estaba paseando y quería ver si nuestro Teoman se había despertado.
Al principio los miembros del equipo de excavación no le habían caído demasiado bien a la anciana. Pensaba que saquearían su huerto o que le harían alguna barrabasada, e intentó permanecer alejada de ellos. Pero al ver que no eran tan malos, abandonó aquella actitud y en poco tiempo se hizo muy amiga suya, especialmente de Teoman, que cada vez que pasaba por el huerto le preguntaba por su salud, incapaz de resistirse a sus palabras dulces y a su simpatía. Ahora, en cuanto veía a cualquiera del equipo, la mujer se le acercaba para pegar la hebra y comenzaba a renegar de su hijo, que vivía en Antep, o de la loca de su nuera, la de la aldea.
—Teoman está en la parte de abajo del huerto —dijo la anciana con una sonrisa que le sentaba muy bien a su boca sin dientes—. Le dije que fuera al albaricoquero de allí. No es bueno dormir a la sombra del nogal. Puedes ponerte enfermo.
—Acabará por ponerse enfermo de todas maneras si duerme tanto —replicó con tono cariñoso Esra.
—No le pasará nada, no le pasará nada. Dentro de poco le despertaré. Ven aquí, date un respiro, pondré té y lo tomaremos juntas.
—Muchas gracias, quizá en otro momento. Ahora me están esperando mis compañeros.
—Tú sabrás —contestó la abuela Hattuç—. A ver, dame la mano —la anciana tomó un puñado de las ciruelas que había recogido en la falda y se las ofreció a Esra.
—Son muchas —dijo ella con una agradable sorpresa.
—Toma, hija, toma. Aprovecha tú que tienes dientes en la boca, no como yo. Cuando yo tenía tu edad, no me hartaba de comerlas.
Esra se llenó los faldones de la camisa con las ciruelas. Llevándolas de aquella manera ya no podría bajar al río. Se despidió de la abuela Hattuç, y cuando echó a andar hacia la escuela, oyó el ruido de un motor. El corazón le dio un salto de alegría. ¿Sería el capitán? Se apartó a un lado del camino y empezó a esperar con curiosidad. El ruido del motor fue en aumento y poco después apareció tras la loma un Land Rover de modelo antiguo. Era Murat quien conducía. Timothy y Elif estaban en el asiento de atrás. La joven le contaba algo divertido al norteamericano. Se la veía tan feliz que Esra no pudo evitar pensar: