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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (35 page)

BOOK: La Tumba Negra
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Esra se tiraba de la camisa y el pantalón intentando que no le rozaran la piel. Eşref se volvió de nuevo al soldado.

—Trae agua —gritó—, rápido —miró a Esra, y de repente cambió de opinión—. Será mejor que vayamos a mi casa.

—No es nada, estoy bien —dijo ella, pero su cara contraída por el dolor indicaba todo lo contrario.

—Vamos a casa y te mojas con agua fría. Te dolerá menos.

Esra no se opuso y ambos se encaminaron hacia la residencia. El soldado, sin saber qué hacer, se quedó mirándoles cariacontecido.

El apartamento del capitán Eşref estaba en la primera planta. Todo estaba bastante ordenado, pero a Esra el dolor le impedía prestar demasiada atención al piso.

Él le señaló una puerta entreabierta.

—El baño está ahí —le dijo apresuradamente—. Ve, yo te llevaré ahora toallas limpias.

Esra se quitó la camisa y los pantalones en cuanto entró en el cuarto de baño. Pasó a la ducha y abrió el grifo. Dejó que el agua corriera por la parte enrojecida de su vientre y su pierna. El agua, al principio templada, pronto empezó a enfriarse amortiguando el dolor. De repente recordó que había dejado la puerta abierta, cerró el grifo y se dirigió hacia ella a toda prisa. No se veía al capitán. Se acercó chorreando a la puerta y al empujarla oyó la voz de Eşref:

—Además de las toallas, te he traído algo para que te pongas. Te lo dejo junto a la puerta.

Por el ruido pudo comprender que estaba colgando la ropa y las toallas en el picaporte de la puerta. Esperó un momento, abrió y lo recogió todo. Se quitó la ropa interior, volvió a entrar en la ducha y, cuidando de no mojarse el pelo, se quedó bajo el agua hasta que se le alivió el dolor.

Al salir de la ducha las zonas enrojecidas aún le palpitaban, pero al menos no le dolían tanto. Tomó la toalla y empezó a secarse ante el lavabo. Después de secarse bien, le echó un nuevo vistazo a la pierna y al vientre; no tenía ampollas a pesar de la quemadura. Por poco, pensó. Miró la camisa y los pantalones, que había dejado sobre la lavadora. ¿No sería mejor lavarlos un poco? Mojó las partes donde había caído el
zahter
. Ambas piezas se secarían en cuanto las colgara en el balcón. Se puso la ropa interior y el fino pantalón de pijama y la camiseta que le había llevado Eşref. De repente notó un olor apenas perceptible pero conocido, que provenía o del pantalón o de la camiseta. No, no era a detergente, parecía loción para después del afeitado. Súbitamente se acordó, era el aroma que usaba Orhan. Así que Eşref utilizaba el mismo. Se sintió extraña mientras se miraba la cara en el espejo. Estaba en el cuarto de baño de un hombre que le gustaba y llevaba puesta su ropa. Recordó que después de hacer el amor solía ponerse la parte de arriba del pijama de Orhan. Contemplaba orgullosa cómo su marido miraba sus pechos y sus piernas por entre la camisa abierta del pijama. ¿Cuánto tiempo llevaba sin hacer el amor con un hombre? Su mirada volvió a desviarse hacia el rostro en el espejo. No debieron gustarle el rubor de sus mejillas ni el extraño brillo de sus ojos porque se dijo: «No pienses tonterías, Esra». No debía hacer nada que lo complicara todo aún más. Pero no era fácil librarse de aquel deseo secreto que se despertaba dentro de ella, en lo más profundo. Tocó la tela suave de la camiseta, que tan grande le quedaba. Pensó en las manos morenas de largos dedos del capitán. El calor de sus mejillas empezó a extendérsele por todo el cuerpo. De pronto se rehizo. ¡En qué estaba pensando! No debía hacer algo así. «No, no», se reconvino. Ni siquiera conocía bien a Eşref. Además, con tantos problemas como tenían ahora…

Abrió el grifo del lavabo y se enjuagó la cara como si el agua pudiera llevarse el deseo que le estaba naciendo en su interior. Después de secarse, tomó la ropa húmeda y salió intentando no pensar en nada. Avanzó hacia el salón, y justo cuando iba a doblar la esquina del pasillo, se topó con el capitán. Estaban tan cerca el uno del otro que podían sentirse el aliento. A pesar de haberse encontrado tantas veces con aquellos ojos oscuros, vio por primera vez una expresión totalmente desconocida en ellos. Dejó lo que llevaba en la mano y le abrazó. Tras un instante de duda, el capitán respondió a su abrazo. Se quedaron así un momento, como si sus cuerpos quisieran conocerse apoyados el uno en el otro. Esra volvió a percibir el perfume de Eşref, ahora mezclado con un ligero olor a sudor. Su corazón empezó a latirle de emoción, como el de una jovencita. Él, como si lo hubiera notado, se movió ligeramente, se apartó hasta poder verle la cara y luego, tomándola de los hombros, se inclinó hacia sus labios.

Decimonovena tablilla

Acaricié con cariño su mano y le miré con amor al rostro y a los ojos, pero intenté en lo posible mantener mi cuerpo apartado del suyo. Porque temía besarla, desnudarla, hacerle el amor y fallar de nuevo. Ashmunikal lo sabía e intentaba tranquilizarme con palabras dulces, miradas de ánimo y caricias ligeras. Pero no era tan fácil. Hablábamos sin cesar y nos acariciábamos mediante cuentos, epopeyas y poemas. Nos amábamos no con nuestros cuerpos, sino con palabras. La pequeña habitación de la biblioteca en la que ahora estoy escribiendo estas tablillas era el único testigo de nuestro extraño amor.

El primero en traerme a esta habitación fue mi abuelo Mitannuwa. Aquí fue donde él, por aquel entonces gran escriba de palacio, me enseñó a manipular la arcilla y a escribir cuneiforme en las tablillas. Luego, una vez que mi abuelo dejó de ser escriba, seguí yendo allí con mi padre Araras. ¡Cuántos días estuve ayudándole a escribir tablillas hasta la puesta del sol! En aquella pequeña habitación escribimos textos secretos para los reyes y preparamos acuerdos y alianzas, pero ni mi abuelo Mitannuwa, ni mi padre Araras, ni yo, Patasana, pensamos que podría ser el escenario de un amor secreto. El hombre no es un dios para ser omnisciente ni para tener prescencia. Hay cosas que no sabemos y que no podemos prever, y aquella pequeña habitación se convirtió en un nido de amor para Ashmunikal y para mí.

Ella venía prácticamente cada día a la biblioteca, y en cuanto teníamos la menor ocasión de librarnos de Laimas, corríamos al cuarto. De haber seguido así, el rey Pisiris habría descubierto nuestro amor sin que pasara mucho. Pero Walvaziti, el sumo sacerdote, nos vio un día que vino a la biblioteca para buscar un texto religioso. Como estaba al tanto de nuestros antecedentes, lo comprendió todo en cuanto nos vio y aquella misma noche vino diligentemente a casa. Me preguntó si existía alguna relación indecorosa entre Ashmunikal y yo. Yo le contesté que no. No me creyó, pero tampoco me lo echó en cara. Se limitó a prevenirme con estas palabras:

—Hijo de Araras, me dices que no mantienes ninguna relación impropia con esa joven que pertenece a la familia del rey y, sin embargo, lo que he visto me indica lo contrario. No obstante, quiero creerte porque en el futuro serás uno de los hombres que decidan el destino de este país. Tu inteligencia, tu experiencia y tu sabiduría estarán a las órdenes del rey y las usarás para la felicidad del pueblo. No ignoro lo ardiente y lo irrenunciable que puede ser el amor, cómo puede llegar a ser un sentimiento que te vuelva loco de felicidad. Pero el amor se parece al sol que de repente sale en invierno o al dulce chaparrón que cae súbitamente en el calor del verano. Por mucho que posea una belleza enloquecedora y una pasión que te hace vivir sin aliento, es transitorio. De la misma manera que la vida del sol que aparece en invierno es breve, que el chaparrón que cae en verano se interrumpe sin llegar a mojar la tierra, el amor también se acaba de repente. No tiene sentido ofender a los dioses y al rey por algo tan pasajero. Sé tú mismo y mantente alejado de ese sentimiento enfermizo. No permitas que te provoque una joven. Demuéstrale que eres distinto al garañón salvaje que pierde la cabeza en cuanto ve una hermosa yegua. No manches la honra de tu familia y de tu padre Araras.

Por un instante las palabras de Walvaziti me llenaron de miedo el corazón, pero tan pronto como pensé en Ashmunikal mis preocupaciones desaparecieron como la escarcha al sol. Continué manteniendo mi mentira aun mirando a los ojos al anciano sacerdote y así supuse que había logrado engañarle. Pero el experimentado Walvaziti no me creyó. Cuando mi padre Araras regresó de su viaje un mes más tarde, le contó todo lo ocurrido. Mi pobre padre, ya bastante abrumado por los asuntos de Estado, se plantó ante mí jadeando como un jabalí herido y me sometió a un interrogatorio. Le mentí en todo lo que me preguntó, negué el amor que sentía por Ashmunikal y las experiencias que habíamos vivido juntos. Él no supo si creerme o no, pero no quiso dejar al azar el que mis asuntos del corazón le provocaran problemas en una época en la que el país se encontraba en una difícil situación. Me prohibió que fuera a palacio. A partir de ese momento sería él quien se encargara personalmente de enseñarle acadio a Ashmunikal. Y así me resultó imposible ver a mi único amor, a la amada de mi corazón, a la joven más hermosa e inteligente de estas tierras. Lanzando una lluvia de maldiciones sobre mi propio padre, ideé maneras de llegar a Ashmunikal y busqué soluciones para que pudiéramos volver a vernos. Pero no las encontré. Mi padre había arrancado de raíz la posibilidad de nuestro amor. No se encontraba en situación de poder tolerar el menor rumor que ensombreciera la honra del rey. Sobre todo en unos momentos en los que nuestro país comenzaba a organizar un juego muy peligroso con los reinos vecinos…

Pero los esfuerzos de mi padre Araras fueron en vano porque los dioses harían que nuestros cuerpos volvieran a encontrarse en la pequeña habitación de la biblioteca para no separarse nunca más.

20

Sus cuerpos desnudos permanecían echados el uno junto al otro en la cama de matrimonio de Eşref, en la que dormía solo desde hacía tanto. Habían terminado los rápidos jadeos, los profundos suspiros, las convulsiones que les habían envuelto, y las gotas de sudor habían comenzado a secarse con el suave tacto de la templada brisa que se filtraba por entre las cortinas.

Curiosamente, Esra no se sentía en absoluto extraña. Sin embargo, cuando se acostaba por primera vez con un hombre siempre se levantaba con una sensación incómoda; como si estuviera sucia, como si fuera otra mujer. Pero ahora, aunque junto a ella tenía a un hombre completamente desnudo, sólo se notaba relajada, cómoda y feliz, en lugar de inquieta o avergonzada. Debía ser aquello que decía Sevim, pensó: «No hay nada que le venga mejor a una mujer que un satisfactorio polvete». Al volver la cabeza vio por entre las largas pestañas de Eşref que la estaba observando. Se arrimó a él y le acarició con cariño el corto pelo.

—Qué cómoda se te ve —dijo él—. Como si hubieras sido mi amante desde hace mil años.

Esra se apartó a toda velocidad. En sus ojos aparecieron chispas de furia.

—¿Qué quieres decir?

El capitán la tomó por la cintura.

—Espera, no te enfades. Me gusta que estés cómoda.

—No me he enfadado —respondió ella más dócil—. Pero no quiero que me tomes por lo que no soy.

El capitán la atrajo hacia sí sin decir nada. Comenzó a besarla. Esra creyó que volverían a hacer el amor, pero él relajó su abrazo y la miró a los ojos.

—¿Por qué yo?

Esra se deshizo de sus brazos.

—¿A qué viene esa pregunta ahora?

—Sentía curiosidad, simplemente —acercó la cabeza al vientre de la joven—. ¿Es malo?

En los labios de Esra apareció una sonrisa burlona.

—Quizá sea por culpa de Memduh… —improvisó.

—¿Y quién es Memduh?

—Memduh era el amor de mi infancia —continuó improvisando ella—. Yo tenía siete u ocho años y él unos veinte. Estudiaba en la Academia de Marina de la isla Heybeli. Era el hijo de un vecino nuestro. Me fascinaba su uniforme.

—Pero los suyos son blancos.

—Lo sé. Qué más da, blancos o verdes siguen siendo uniformes, ¿no?

Eşref pareció decepcionado.

—O sea, ¿que todo ha sido porque te recordaba a otro?

—Era una broma —dijo ella posando en sus labios un cariñoso beso—. No sé por qué has sido tú. Hay algo en ti que me atrae, pero no sé qué es.

La respuesta le gustó a Eşref, que intentó besarle los pechos. Esra se lo impidió cubriéndoselos con las manos.

—¡No lo hagas!

Él se apartó obediente, pero siguió observándola.

—¿Te das cuenta? —le dijo—. Tú tampoco me has contado nada sobre ti.

—¿Qué te apetece saber?

—¿Y tu marido? ¿Por qué os separasteis?

—No era sincero conmigo —contestó ella sin ni siquiera pensárselo—. No dejaba de decirme que me quería. Supuestamente se estremecía de pasión por mí. —Guardó silencio con la mirada fija en la pared de enfrente.

—Pero… —el capitán tocó su hombro para que continuara.

—Pero en realidad no me quería —replicó Esra, deshaciéndose de su ensimismamiento—. Sólo lo aparentaba.

—¿Y cómo te diste cuenta?

—Me quedé embarazada —contestó ella. Eşref notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, pero el tono de su voz no se alteró lo más mínimo—. Los dos queríamos tener el niño. Orhan, como siempre, estaba más entusiasmado que yo, como si lo quisiera más que yo. No me dejaba hacer nada. En cuanto intentaba levantar algo que pesara un poco, ya estaba a mi lado diciéndome que no lo hiciera. Prestaba mucha atención a que me alimentara como es debido, me preparaba la comida con sus propias manos, me rogaba que no fumara. Aunque a veces me agobiara, para qué voy a negarlo, la verdad es que, en general, me gustaba que me tratara así.

»A veces dudaba de sus sentimientos y encontraba su actitud un tanto artificial. Pero las sospechas no me duraban mucho. Orhan era así y le producía una enorme felicidad ocuparse de mí y mimarme. O, más exactamente, eso era lo que yo creía. En el quinto mes de embarazo él tuvo que irse a Ankara para una conferencia internacional. Era un paso muy importante en su carrera. Participaría en una reunión con arqueólogos de fama mundial. Llevaba meses preparando su ponencia. El congreso duraría tres días y su ponencia era la primera. Yo estaba tan nerviosa como él y esperaba con curiosidad la reacción de los asistentes. Me llamó esa noche. Estaba muy contento. Había recibido muchos aplausos y todos habían demostrado mucho interés por lo que había expuesto. Me alegré mucho por él. No podía quedarme quieta de pura emoción y decidí ir a darle la buena noticia a la profesora Behice, que vivía una calle por debajo de nosotros. Con las prisas resbalé al bajar las escaleras del bloque y rodé hasta el descansillo. Cuando abrí los ojos, estaba en el hospital con mi madre a mi cabecera. Le pregunté qué había pasado. Ella me dijo que me encontraba bien. Pero tenía los ojos llenos de lágrimas. Enseguida se me vino el niño a la cabeza. Lo había perdido. Sentí un vacío dentro de mí. Como si me hubieran arrancado algo de mi interior, como si me lo hubieran robado. Quería llorar, pero me contuve. Pregunté por Orhan.

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