—Entonces vámonos a la excavación —dijo—. Mañana tampoco vamos a trabajar, así que no desperdiciemos el día.
Estuvo pensando en Kemal durante todo el camino, intentando demostrarse que no podía haberle pasado nada malo. La suposición de Timothy era la más razonable. La idea de Kemal probablemente fuera desaparecer durante un tiempo y volver a ganarse el interés de Elif, ya que creía que ella todavía le amaba. A pesar de que intentaba tranquilizarse razonando de aquella manera, el diablo suspicaz que habitaba en lo más profundo de su mente no se quedaba callado y le susurraba las peores posibilidades con su voz siniestra. De repente se sorprendió pensando que existía la posibilidad de que lo hubieran matado. Pero era algo absurdo. Fuera la organización la que había cometido los asesinatos, como creía Eşref, o fuera alguien que buscaba venganza, como sospechaba Esra, no existía el menor motivo para matar a Kemal. En su opinión, de haber un nuevo asesinato debía ser el de un maestro estañador… ¿Y si el asesino había cambiado de táctica? Pero, incluso en ese caso, ¿por qué matar a Kemal?
Empezó a excavar con un latido punzante en la cabeza que no disminuía de ninguna manera y con una profunda preocupación que intentaba reprimir. Todos, empezando por Elif, siguiendo por Maho, el capataz, y acabando por Murat, intentaban mantenerse alejados de ella. Respondía a sus preguntas con monosílabos e iba y venía con la cara larga.
En el descanso que se dieron a media mañana, mientras los obreros se dirigían a la anciana higuera para desayunar, llamó a Timothy. No, Kemal no había llegado. Que no se preocupara, la avisaría en cuanto apareciera. Era fácil de decir. Ya habían pasado tres horas. ¿Dónde estaría ese hombre? Después del desayuno, mientras el equipo volvía al trabajo, ella no se sintió con ganas de seguir y se quedó sentada a la sombra del árbol. Aquello era demasiado. Eran científicos, ¿qué pretendían de ella? Al cretino de Bernd le había dado por los armenios, ¿y a ella qué le importaban los armenios y los kurdos? Se sintió mejor después de tomarse un café fuerte y otra aspirina. Pero, aun así, no fue a la biblioteca. No se atrevía a exponerse al sol con aquel dolor de cabeza. Mientras dejaba que la acariciara la brisa fresca que soplaba desde el Éufrates, con la espalda apoyada en el tronco de la higuera, observó medio dormida cómo trabajaba el equipo. Luego volvió a acordarse de Kemal. Miró el reloj, era casi mediodía y todavía no había aparecido. Llamó a Elif, que se le acercó a regañadientes.
—Siento mucho lo que ha pasado —dijo antes de que Esra tuviera la oportunidad de hablar—. Si quieres, puedo dejar la excavación de inmediato.
Esra frunció el ceño.
—No quiero que nadie deje la excavación. Estoy harta de esa historia. Estamos a punto de terminar y todo el mundo habla de dejar la excavación… Ahora, vamos a ver. ¿Hay algún sitio al que vaya Kemal cuando quiere estar solo?
—¿Cómo? —tartamudeó Elif.
A Esra le dolía cada vez más la cabeza según hablaba y, a medida que le aumentaba el dolor, pensaba en lo estúpida que podía llegar a ser Elif.
—¿Qué sé yo? —exclamó—. Algún sitio especial al que podáis haber ido los dos… Algún rincón oculto a la orilla del Éufrates, un huerto escondido, una cueva…
—No —respondió Elif—. No hay ningún sitio así. Bajábamos al río, pero Teoman ya ha mirado por allí.
—Bien, ¿y ha habido alguna vez en que Kemal se haya enfadado y se haya marchado?
—Sí —contestó la joven—. Cuando discutíamos, desaparecía. Ni me llamaba por teléfono, ni contestaba cuando yo lo hacía. Luego yo preguntaba adónde había ido y me respondía: «A ningún sitio, por ahí».
—Espero que esta vez esté de verdad por ahí —dijo Esra—. Aunque, sinceramente, se va a arrepentir… —En ese momento vio que Murat les hacía gestos con la mano—. ¿Nos está llamando?
Elif miró en dirección a la biblioteca entornando los ojos.
—Sí, parece que han encontrado algo.
Esra no se dio prisa. Se tomó un vaso de agua del cántaro. La dulce frescura del agua se extendió por toda su boca humedeciendo sus resecos labios. Se incorporó como si le hubiera dado fuerzas y poniéndose el sombrero le dijo a Elif:
—Vamos, veamos qué han sacado.
Murat las alcanzó antes siquiera de que hubieran llegado a la biblioteca. Parecía haber perdido la cabeza y daba saltos de alegría.
—Hemos encontrado las tres tablillas que faltaban. Y en perfecto estado. Como si Patasana las hubiera dejado ahí ayer mismo.
Así que habían completado las veintiocho tablillas con el texto de la historia personal del escriba. El trabajo de tantos días por fin daba sus frutos. Y sin que faltara ni una. Era todo un éxito. Mientras Elif abrazaba entusiasmada al estudiante, Esra no pudo impedir pensar que ojalá Kemal hubiera estado allí. Parte del éxito también era suyo.
Ése no fue mi primer pecado, pero sí mi primera rebelión, mi primera sedición. El primer pecado lo cometí con Ashmunikal, y lo mismo ocurriría con mi primera insubordinación. Cometí mi primer pecado tocando a una mujer que los dioses y las leyes me prohibían. Por aquel entonces yo era un niño de corazón puro que observaba el mundo con ojos admirados y sabía que lo que había hecho estaba mal. Pero ahora ya no estaba tan seguro. Cometería mi pecado con premeditación, planeándolo de antemano, saboreándolo. Porque había perdido mi confianza en los dioses. Ya no les respetaba. Mi inquietud ya no se debía a los dioses ni a Pisiris. Lo que me preocupaba era si Ashmunikal perdonaría o no a su único amor, a ese enamorado capaz de abandonarla por un miserable cargo en palacio, a su estúpido, desleal amante deseoso de fama.
Ella me había demostrado su amor sumando a mis días una emoción hasta entonces desconocida para mí; me había enseñado lo que eran el valor y el pecado, había conseguido que pudiera saborear la vida. Pero ahora que pensaba volver a ella, me daba miedo que no me perdonara. A causa de dicho temor envié al harén a mi nuevo ayudante, Eriya, para que hablara con Ashmunikal. Le decía que habían llegado a la biblioteca nuevas tablillas con poemas de Ludingirra y que, si a la honorable señora, a quien tanto le interesaba la obra del poeta, le interesaba leerlas, podía venir a hacerlo cuando quisiera. Luego comencé a esperar angustiado. Cuando mi ayudante Eriya regresó con la buena noticia de que la señora visitaría la biblioteca al día siguiente, no supe qué hacer de pura felicidad.
Ese día envié fuera de la ciudad a Eriya, junto con dos esclavos, para que trajeran arcilla. Comencé a esperar en la biblioteca desde bien temprano. Ashmunikal, como siempre, no me hizo aguardarla demasiado. La recibí en la puerta de la biblioteca. Me estudió con sus ojos de gacela, preguntándome con su mirada qué ocurría. Y creo que en ese mismo instante lo entendió. Se alejó de mí y mirando las tablillas que se alineaban en los estantes, me dijo:
—Al parecer, han llegado tablillas de Ludingirra, me gustaría verlas.
Estaba fría y lejana, parecía una persona completamente distinta. La estaba perdiendo, o quizá hiciera mucho que la había perdido. Aquella idea me enloqueció y, sin que me importara si entraba alguien y nos veía, le tomé la mano y me arrodillé ante ella. Comencé a implorarle con las siguientes palabras:
—Perdóname. Perdona a este advenedizo que presume de venir de una familia noble y de haber aprendido de los mejores maestros. Perdona a este ignorante que ha sido incapaz de distinguir el bien del mal, lo hermoso de lo feo, a la amada del enemigo. Perdona a este estúpido que ha tirado el oro que se encontró como si fuera una piedra sin valor. Perdona a este inconsciente que no supo darse cuenta de que la vida sin ti se convertiría en un árido desierto. Perdona a este hombre imperdonable, ambicioso, insaciable, desleal y grosero.
»Si no le perdonas, se quebrará el último trozo de roca que sostiene a este pobre que anda al borde de un precipicio. Si no le perdonas, su cuerpo débil desaparecerá en las profundas aguas del Éufrates. Si no le perdonas, perderá todo lo que le queda de bueno, de hermoso, de puro, y caerá prisionero en el oscuro mundo de los espíritus. Si no le perdonas… Noté que la mano de Asmunikal, que hasta entonces había permanecido inmóvil en la mía, se estremecía.
—Levántate —me dijo con voz temblorosa. Alcé la cabeza y me encontré ante su cara bañada en lágrimas. En ese momento comprendí que no me había olvidado, que todavía me amaba. Me puse en pie y tomé entre mis brazos su grácil cuerpo, agitado por los sollozos. Sentí en mi carne el calor de la suya. Volví a probar el sabor incomparable de sus labios, mezclado con la sal de las lágrimas. Pero una vez que pasó la embriaguez del encuentro, volvió inexorable el temor. Pasamos a la pequeña habitación de la biblioteca y nos abandonamos a la segura protección del cerrojo.
Al mismo tiempo que la besaba en nuestro pequeño refugio, le daba las gracias por haberme perdonado. Ella me cubrió la boca con su mano y me dijo:
—No me des las gracias porque no te estoy haciendo ningún favor. Es verdad que me había irritado contigo, pero ¿cómo has sido capaz de pensar que podría renunciar a ti? ¿Puede renunciar la tierra a la nube porque no llueve? ¿Puede renunciar el hijo a su madre porque no le sonríe? ¿Pueden renunciar el campo a la semilla, la espiga al sol, el insecto a la flor? ¿Cómo has podido pensar que yo renunciaría a ti?
Mientras decía aquello, noté que la pasión de mi corazón se convertía en una llama que prendía mis venas. Y el fuego despertó mi órgano masculino, que creció entre mis piernas. Liberado de todos mis miedos, creí que sólo quedábamos ella y yo sobre la superficie de la tierra. Abracé con todas mis fuerzas a Ashmunikal. Y ella me ofreció su delicado cuerpo abriéndome sus puertas de par en par. Entré en ella con curiosidad y deseo, como si entrara en un templo desconocido para mí y anduve por él a mi gusto, como si fuera un país que visitaba por vez primera, oliendo y saboreando su sagrado fruto. Vi que mi tacto convertía el rostro de Ashmunikal en una flor silvestre del paraíso. Cada vez que la acariciaba, las brasas que ardían en sus ojos le añadían a su belleza un divino significado y su piel se renovaba como la tierra en primavera.
Ashmunikal me enseñó que nunca habría podido saborear el amor sin aquella magia suscitada por el tacto, sin aquella ceremonia bendecida por los besos. Viví con la agradable sorpresa de un muchacho cómo se transformaba en amor aquella incendiaria pasión que había empezado con mi admiración por su belleza inigualable y que luego había evidenciado mi virilidad. Al notar su amor herido, al tocarla, al besarla, al olerla, yo mismo me sorprendí de cómo había podido soportar mi vida sin Ashmunikal. Y comprendí mejor qué era el sentimiento que había embrujado a mi abuelo Mitannuwa ya cerca de la muerte. Lo grabé en mi mente para no olvidarlo nunca más. Pero había otra realidad que también debía grabarme en la mente: Ashmunikal era propiedad del rey, aunque ella ya no le interesara a Pisiris. Y el monarca condenaba a los más graves castigos a quienquiera que se atreviera a estar con alguna de sus mujeres. Ese pensamiento me oscurecía el gesto y provocaba que mi corazón temblara de angustia.
—Tenemos que encontrar a Kemal —dijo Esra angustiada.
Sus compañeros, reunidos en torno a la mesa, le prestaban toda su atención sin apartar la mirada de ella.
—Tenemos que encontrarlo —repitió—. Lleva ya muchas horas desaparecido y empiezo a preocuparme de verdad.
Cuando al regresar de la excavación supo que todavía no había noticias de Kemal, comprendió que había llegado el momento de hacer algo. Antes de hablar con los demás miembros del equipo, llamó dos veces a Eşref, pero en ambas ocasiones recibió la misma respuesta: «El capitán no está en la comandancia». Ni le dieron más explicaciones, ni le dijeron cuándo volvería: siete palabras en total. ¿Se había enfadado el capitán con ella y por eso no respondía a sus llamadas? Pensó que habría sido mejor que no se hubieran acostado. Era la primera vez que se arrepentía de haber hecho el amor con él. ¿Para qué le había llamado? ¿Para qué iba a ser? Para avisarle de que Kemal había desaparecido y para pedirle ayuda. ¿De veras? ¿No lo había hecho en realidad para sentir el consuelo de las palabras reconfortantes de alguien especial en aquellos momentos en los que se sentía tan desamparada? «No —se opuso la voz que no dejaba de hablar en su mente—. No pienso buscar consuelo en Eşref, ni nada que se le parezca, hay un asunto más importante que debo resolver». Reunió a sus compañeros intentando expulsar de su mente al capitán. Los miembros del equipo estaban disfrutando de la alegría de haber completado el hallazgo de las tablillas. Por eso les resultaba tan inoportuno lo que ella les estaba diciendo, pero no había otra salida. Un miembro del equipo había desaparecido después de dos asesinatos.
—Tenemos que dejar el trabajo y buscarle —continuó—. Esto no es tan grande. Formemos grupos, que unos bajen al pueblo y que otros busquen por la orilla del Éufrates.
Sus compañeros, reunidos en torno a la mesa, escuchaban con preocupación aquellas palabras dichas sin pensar apenas y casi sin respirar. Todos tenían en la cabeza los preparativos de la rueda de prensa del día siguiente. Timothy había traducido al inglés el texto que Esra había preparado y que había dejado en la habitación del ordenador, pero aún no lo habían fotocopiado. Tampoco estaban reveladas las fotografías que iban a repartir a los periodistas. Elif tenía que trabajar en el cuarto oscuro sin pérdida de tiempo. En una situación tan apremiante no les parecía bien perder su precioso tiempo buscando a Kemal, que probablemente se había marchado a cualquier sitio como resultado de su decepción amorosa. Exceptuando a Esra, todos pensaban de igual manera, pero ninguno se atrevía a decirlo. Fue Bernd quien asumió la tarea:
—No llegaremos a ningún sitio con tantas prisas —dijo. Su voz sonaba suave pero decidida—. No sabemos si Kemal se ha ido porque ha querido o si le ha pasado algo malo. Creo que es pronto para que nos dejemos llevar por el pánico. Y menos teniendo tanto trabajo por hacer…
Esra frunció el ceño y se dispuso a responderle, pero Timothy no le dio la oportunidad:
—Bernd tiene razón. Todos sabemos que Kemal es un hombre muy nervioso. Ayer casi se pelea conmigo. Es normal que alguien como él desaparezca sin avisarnos.
—No creo que se comporte de una manera tan irresponsable —contestó Esra sacudiendo la cabeza desesperada—. Con la hora que es, debería haber llamado por teléfono al menos.