Read La última astronave de la Tierra Online

Authors: John Boyd

Tags: #Ciencia ficción

La última astronave de la Tierra (19 page)

BOOK: La última astronave de la Tierra
6.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ya lo creo que lo sabía Haldane. Ese concepto vasto y secreto que se abriera paso en la serenidad de una mente helada y que prometía su liberación, estaba expuesto en el tablero de exhibición del viejo.

—Ahora bien, cuando el acusado habló con Brandt (página 76, libro 22) él dijo: «Yo no soy un Fairweather. Yo no construiré su papa».

—Pensé que nuestras conversaciones eran secretas —susurró Haldane.

—Y lo eran. No fueron grabadas. Ni siquiera ahora puede leerlas en voz alta. No hace más que citar de memoria.

El viejo continuaba:

—No se habla así de un héroe del Estado, a menos que uno se considere su igual…

—Te avisé acerca de Jesús —gimió Flaxon—, pero no podía avisarte sobre todos los malditos detalles.

—Ese Shakespeare electrónico, que él hablaba de crear en su tiempo libre, habría reproducido un cerebro más complejo que el de cualquier Papa, y habría tenido que hacerlo en ocho años si iba a salvar la valla para llegar a esa potranca en la época del parto, y a Fairweather le costó treinta años construir al papa.

»¡Creo que podría haberlo hecho! Juez, ahora tendrá que excusarme, pero yo afirmo que este joven tiene una mente en la que la amoralidad práctica, emparejada con la inmortalidad potencial, podrían acabar con mi trabajo y el de su señoría, por lo que yo recomiendo que se congele su mente.

Cuando Gurlick bajó vacilante del estrado, dirigiéndose a uno de los lados, se adelantó el Padre Kelly ofreciendo su perfil a las cámaras y prestó declaración, una declaración mucho menos decisiva que la de sus predecesores únicamente insistió en el comentario de Haldane de que Dios era amor.

—Con sus intentos de sofisma —dijo el sacerdote— el acusado atacó la piedra angular de la Iglesia. Sin un concepto de Dios como justicia, y la firmeza concomitante que el Espíritu Santo revela al administrar su orden, Freud cobraría nueva Vida, se predicaría a Darwin, y Darrow estaría desgarrando nuestras túnicas.

Incluso acabó con una nota de benevolencia. Oraría para que se concediera justicia al alma de Haldane IV.

Glandis, el miembro juvenil del departamento, se lanzó a la arena con el ímpetu de un gladiador.

—Su señoría, antes de entrevistar al acusado hice amplios preparativos para establecer la empatía. Bajo la suposición de que el sujeto era posiblemente atávico, leí el texto habitual sobre aberraciones de la personalidad que los antiguos llamaban «estar enamorados», la obra Diecisiete, de Booth Tarkington.

»Suponiendo que el objeto de la obsesión libidinoso del sujeto pudiera arrojar alguna luz sobre la personalidad del mismo, entrevisté a dicho objeto. Ella me dio un mensaje velado para el sujeto, el cual era, en esencia, que él debía leer para consolarse los sonetos de una tal E.Browning, poetisa célebre por su exceso de sentimentalismo en una era ya famosa por sus excesos de sentimentalismo. Cuando le comuniqué el mensaje, los ojos del sujeto se iluminaron y toda su conducta expresó felicidad.

»Con una profunda visión comprendí que había establecido empatía y descubierto el atavismo.

»Siguiendo con las técnicas de conquista establecidas por la psicología del interrogatorio policial, expresé la opinión de que el castigo por la mezcla de razas tal vez fuera exageradamente severo, ya que existía la posibilidad de que los productos de nacimientos antisociales llegaran a ser socialmente útiles.

»Creyéndome un aliado, el sujeto demostró que la teoría de la selección eugenética era matemáticamente errónea, y que los factores ambientales podían determinar su éxito.

»Me gustaría señalar al tribunal que la teoría de la psicología ambiental ha sido declarada herética.

Flaxon respondió automáticamente:

—¡Protesto!

—Se admite la protesta —dijo Malak—. La herejía no viene a cuento ahora.

—Después de establecer una magnífica relación con el acusado —continuó Glandis—, seleccioné estímulos de cólera y desperté ideas de agresión en el sujeto burlándome de su categoría. Su respuesta fue burlarse de mi categoría porque no desarrollaba la personalidad individual, favoreciendo así subconscientemente el egoísmo sobre la reacción condicionada, o el individualismo sobre el mayor bien para el mayor número. Es válido señalar al tribunal que este concepto no es aristotélico, y resulta antipavloviano. ¡Es puro Freud! Durante el período de la entrevista llegué a captar los errores de actuación de un psicópata social. Al revisar los informes de otros jurados he advertido la preocupación del acusado por la personalidad de nuestro noble héroe, Fairweather I.

»Su interés por las ideas de Fairweather I sí era consistente en un joven de su categoría; pero su antipatía hacia un héroe del Estado indicaba una relación sadomasoquista de amor-odio.

»¡Este hombre buscaba un dios personal! Rechazaba la adoración de Jesús, socialmente aprobada, sencillamente porque era socialmente aceptable. Rechazaba a Fairweather simplemente porque era un héroe del Estado. Este hombre buscaba un dios no integrado, no victorioso, no conformista y no aprobado por el Estado.

Escuchándole, Haldane sintió una furia helada que silbaba entre las nieves de su mente, esta no era una conspiración policíaca, sino una trampa vil por parte de los oficiales del Estado. Le habían cogido en una trampa. Incluso las observaciones más casuales de sus jurados habían sido cebos para llevarle a ella, y este muchacho de labios de pez y frente sudorosa que parecía tan inocuo había sido el maestro del engaño.

—En las preguntas rutinarias sobre la Liga Nacional Americana su reacción, naturalmente, fue negativa. Se mostró indiferente a los deportes de grupo, y equívoco sobre la recreación en grupo, descubrimiento ampliamente apoyado por los datos recogidos sin un análisis profundo por el Departamento de Sociología. Pero estaba muy interesado en el deporte del judo, individualista, competitivo y autosatisfactorio.

»Su señoría, toda la amplitud de la orientación antisocial del sujeto está en la respuesta a la pregunta sobre su petición de trabajo: ¡quería un puesto en las naves a Infierno!

»Señor, se han gastado millones para crear en la mente del sujeto una infiernofobia neuropsicótica… y este tipo lo ha desbaratado todo —Glandis latía de indignación incrédula y su cara de pez suplicaba al dios de los peces que presenciara esta abominación—. Entonces me pregunté, su señoría, si el Estado había fallado en esta área importante de su adoctrinamiento, ¿en cuántas áreas de menor importancia no habría fallado también?

»Aquí no había un simple atavismo. Reuní, pues, el perfil psicológico y entregué los datos al analizador de personalidad del departamento.

»Su señoría, de los 153 puntos que indican un síndrome de Fairweather, el sujeto llegó a 151. Una simple mayoría basta para definirlo.

»La bomba de tiempo no ha explotado, pero va está en marcha. No hay psicosis porque no ha habido una acción declarada, pero aquí —y señaló a Haldane con el índice— se sienta un auténtico y maduro síndrome de Fairweather. El Departamento de Psicología debe felicitarse por su descubrimiento.

Se volvió para enfrentarse con el juez.

—En apariencia el acusado era encantador, sincero y persuasivo. De no haber sido por el entrenamiento que se me dio en el departamento, este genio socio-psicopático andaría haciendo estragos por el sistema solar sin que nadie se lo impidiera. Mis sospechas iniciales se despertaron ante un gesto ocioso que los demás pasaron por alto; la indicación de la agresividad sublimada en la costumbre de darse con el puño en la palma abierta.

»Que mis palabras en favor del departamento figuren también en los informes del tribunal.

Cuando el juez dijo: «Cúmplase esta petición», y mientras el victorioso Glandis volvía a ocupar su asiento junto al resto de los jurados, Haldane se volvió a Flaxon:

—Una pregunta, consejero. Si Fairweather era semejante paría, ¿por qué le permitieron que construyera al papa?

—El síndrome de Fairweather no recibió el nombre del gran matemático —contestó Flaxon—, sino de su hijo, Fairweather II.

—¿Quién fue Fairweather ll?

—Un revolucionario de ojos fanáticos que organizó un ejército de profesionales y proletarios disidentes para derribar al Estado. ¡Ya puedes imaginar qué hazaña! Tú no necesitaste más que una chica y un abogado estúpido para que te cogieran.

—Jamás leí nada sobre él en los libros de Historia.

—¿Crees que el Estado iba a publicar un manual para los revolucionarios? Los únicos que lo saben son los que han de estar en guardia para detectarlo, gentes como abogados, sociólogos, psicólogos… ¡algunos abogados, claro!

»Este caso termina con los Flaxon. Uno no defiende a un síndrome de Fairweather, ¡sino que lo denuncia! —hundió la cabeza entre las manos—. El noventa y nueve por ciento de los abogados se pasan la vida sin oír hablar siquiera de uno de ellos, y yo me tropiezo con él en mi quinto juicio.

Parte de la mente de Haldane simpatizaba con el ser abyecto que tenía a su lado, pero la curiosidad le hizo olvidar su preocupación, no sólo por Flaxon, sino por sí mismo, cuando preguntó:

—¿Qué sucedió con aquel ejército?

—¡Fue aniquilado! El padre de Fairweather lo descubrió y se lo contó a la policía. Cuando su hijo atacó, le estaban esperando. Los revolucionarios se apoderaron de Moscú durante una semana, hicieron volar unas cuantas estaciones de energía en América, entraron a saco en Buenos Aires; sin embargo, todo acabó en tres días.

»Pero de ello obtuvieron una ventaja. Analizaron la personalidad de Fairweather antes de enviarle a Infierno, así que el Estado se ha mantenido vigilante desde entonces… todos menos yo, claro.

La voz del alguacil interrumpió los pensamientos de Haldane.

—¿Quiere ponerse en pie el acusado?

Haldane obedeció.

El Juez Malak se inclinó hacia delante y le examinó con curiosidad, como si quisiera imprimir en su mente los rasgos de un ser que poseía el síndrome terrible.

Cuando habló, parecía indiferente:

—En vista de los descubrimientos del tribunal, Haldane IV, es obligatorio que se te someta a juicio. Sin embargo, suspendo la sentencia a la espera de tu apelación hasta las dos de la tarde de mañana. Permanecerás bajo custodia de la Iglesia, y que Dios muestre justicia hacia tu petición.

Haldane se sentó mientras escuchaba en torno el rumor de los espectadores que salían, se apagaban las luces de las cámaras y se retiraban los jurados. Volviéndose a Flaxon, ahora con el rostro pétreo, le preguntó:

—¿A qué tribunal vamos a apelar?

Flaxon se levantó, se metió los folios bajo el brazo y dijo:

—No nosotros. Tú solo, aunque el cielo sabe que también es mi única oportunidad. Y no vas a apelar a un tribunal. Vas a apelar directamente a Dios.

Se volvió y se alejó caminando como un viejo, mientras Haldane miraba tristemente la espalda en retirada del primero y el último del linaje de los Flaxon.

Observó que Franz se dirigía ya hacia la salida. Llegaría a la primera carrera de Bay Meadows.

11

Se acercaban al Monte Whitney desde el sudeste, después de haber girado en un amplio arco sobre Bishop y el borde occidental de las Montañas Inyo, cerrando el arco en el Valle de la Muerte para lanzarse casi en ángulo recto hacia el macizo de las Sierras.

En el asiento delantero del avión, entre el Padre Kelly y un guardia, Haldane observaba el muro de granito ante ellos, sus laderas cubiertas de vegetación allá donde los arroyos caían desde las cumbres nevadas. Más abajo, las morenas del Panamint y las dunas del Valle de la Muerte marcaban el desolado acercamiento a la ciudad de Dios.

—Ahí está —susurró el sacerdote con temor.

Haldane compartía este sentimiento. Volaban lo bastante bajo, y lo bastante cerca, para sentir la inmensidad de la cumbre montañosa en la que se alzaba la catedral construida para albergar al hombre-máquina que ellos llamaban papa.

Bajando hacia la catedral, como mariposas de alas quietas que convergían hacia una única flor, blancas naves peregrinas empezaron a flotar junto a ellos, pero no hubo alteración en la línea de vuelo del negro aparato que llevaba a Haldane. Los peticionarios para escapar a Infierno tenían prioridad sobre los peregrinos que iban a rezar. La justicia de Dios era rápida.

Al oeste de la catedral estaba el campo de aterrizaje, excavado en el sólido granito, sobre el que descendió la nave. No era mucho mayor que un campo de fútbol de buen tamaño, y estaba abarrotado de naves de peregrinos.

Dejando a su prisionero con el guardia, el Padre Kelly saltó del avión y vino a caer de rodillas frente a la catedral, con los ojos cerrados y murmurando frases en latín. Haldane y el alguacil bajaron mientras el sacerdote terminaba su plegaria con un: «Mea culpa, mea culpa; Haldane maxima culpa».

El agente hizo apresuradamente la señal de la cruz pero permaneció en pie los ojos clavados en Haldane. Este no hizo nada. No consideraba esta catedral una casa de Dios, sino un monumento a los complejos de culpabilidad de sus antecesores.

El Padre Kelly se puso en pie.

—Sígueme, hijo mío.

Los tres juntos subieron los muchos tramos de escalones. Pasaron ante la larga cola de peregrinos que miraron el uniforme negro de Haldane con hostilidad, ya que no tendría que esperar como ellos en la cola.

Les recibió en la puerta un monje de cogulla gris, de la orden de los Hermanos Grises. El Padre Kelly fue acogido con todo respeto, y conversó con el monje en susurros. Todo lo que Haldane pudo pescar de su conversación fueron las palabras: Deux ex machina, pero vio que el Padre Kelly le entregaba al otro una tarjeta perforada.

El monje se llevó la tarjeta y desapareció en las sombras del edificio.

El Padre Kelly se volvió a Haldane.

—Le he dado al Hermano Jones la transcripción de tu juicio, unida a tu informe, ya en el archivo del papa. La habrá insertado para cuando lleguemos al altar. Ven.

El interior estaba oscuro y fresco, y el aire cargado en exceso de oxígeno. Haldane, que miraba hacia arriba, apenas llegaba a ver el techo, tan inmensa era la catedral.

Lentamente, adaptando el ritmo de su avance al paso del Padre Kelly, Haldane y el alguacil recorrieron la larga nave hacia el ábside y el elevado altar que albergaba al papa.

Al llegar al crucero, el sacerdote se detuvo.

—Es obligatorio que hagas tu petición sin intercesión por mi parte. Arrodíllate. Habla directamente hacia el altar en un tono de voz normal. Dale al papa tu nombre y designación genealógica. Pídele que revise todo lo descubierto en tu caso. Dile que sólo deseas justicia. Exponle todas aquellas circunstancias que creas pueden disculpar tu crimen. Es costumbre dirigirse al papa llamándole «su excelencia».

BOOK: La última astronave de la Tierra
6.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Stay With Me by Patrick, Elyssa
Saint Steps In by Leslie Charteris
Testimonies: A Novel by O'Brian, Patrick
I Do! by Rachel Gibson
Mustang Sally by Jayne Rylon
Passion Play by Jerzy Kosinski