Read La velocidad de la oscuridad Online
Authors: Elizabeth Moon
No quiero hablar con él sobre el tratamiento ahora mismo, pero es peor no decirle la verdad aquí en la iglesia que en otro sitio.
—Sí —digo—. Ha dicho usted que Dios nos ama a todos, que nos acepta tal como somos. Pero luego ha dicho que la gente debería cambiar, debería aceptar curarse. Sólo que, si somos aceptados tal como somos, tal vez sea así como debiéramos ser. Y si debemos cambiar, entonces estaría mal ser aceptados tal como somos.
Él asiente. No sé si eso significa que está de acuerdo en que lo he dicho correctamente o en que deberíamos cambiar.
—De verdad que no apuntaba esa flecha hacia ti, Lou, y lamento haberte alcanzado. Siempre he pensado en ti como en alguien que se había adaptado muy bien... que estaba contento dentro de los límites que Dios había puesto a su vida.
—No creo que fuera Dios. Mis padres dijeron que fue un accidente, que algunas personas nacen así. Pero si fue Dios, estaría mal cambiar, ¿no? —Él parece sorprendido—. Pero todo el mundo ha querido siempre que cambiara tanto como pudiera, que fuera tan normal como pudiera, y si es una exigencia correcta, entonces no pueden creer que los límites (el autismo) provengan de Dios. Eso es lo que no comprendo. Necesito saber qué es.
—Bueno... —Él se mece adelante y atrás, de los talones a los dedos de los pies, mirando más allá de mí durante un largo instante—. Nunca me lo había planteado de ese modo, Lou. En efecto, si la gente piensa que las discapacidades son literalmente dadas por Dios, entonces esperar junto al estanque es la única respuesta razonable. No se rechaza algo que Dios te ha dado. Pero la verdad... es que estoy de acuerdo contigo. No creo que Dios quiera que la gente nazca con discapacidades.
—¿Entonces debería querer curarme, aunque no haya ninguna cura?
—Creo que lo que se supone que tenemos que querer es lo que Dios quiere, y lo difícil es que la mayoría de las veces no sabemos qué es.
—Usted lo sabe.
—Sé una parte. Dios quiere que seamos honrados, amables, que nos ayudemos unos a otros. Pero si Dios quiere que sigamos todas las posibilidades de cura para los estados en los que estamos o en los que caemos... eso no lo sé. Sólo si no interfiere en quién somos como hijos de Dios, supongo. Y algunas cosas están más allá de los poderes humanos para curarlas, así que debemos hacerlo lo mejor que podamos para enfrentarnos a ellas. ¡Santo cielo, Lou, sí que planteas ideas difíciles!
Me sonríe, y parece una sonrisa real, los ojos y la boca y toda la cara.
—Habrías sido un seminarista muy interesante.
—No pude ir al seminario —digo—. Ni siquiera pude aprender lenguas.
—No estoy tan seguro. Pensaré en lo que has dicho, Lou. Si alguna vez quieres hablar...
Es una señal de que no quiere hablar más ahora. No sé por qué la gente normal no puede decir «no quiero hablar más ahora» y se marcha. Digo adiós rápidamente y me doy media vuelta. Conozco algunas de las señales, pero ojalá fueran más razonables.
El autobús llega con retraso, así que no lo pierdo. Me quedo de pie en la esquina, pensando en el sermón. Pocas personas viajan en autobús el domingo, así que encuentro un asiento libre y contemplo los árboles, todo el bronce y el cobre de la luz de otoño. Cuando era pequeño, los árboles todavía se volvían rojos y dorados, pero todos esos árboles murieron por el calor y ahora los árboles que cambian de color son más oscuros.
En el apartamento, empiezo a leer. Me gustaría terminar Cego y Clinton por la mañana. Estoy seguro de que me llamarán para hablar sobre el tratamiento y para que tome una decisión. No estoy preparado para tomar una decisión.
—Pete —dijo la voz. Aldrin no la reconoció—. Soy John Slazik.
La mente de Aldrin se petrificó; su corazón dio un brinco y luego aceleró. El general John L. Slazik, USAF, retirado, director de la compañía.
Aldrin tragó saliva, luego se aclaró la voz.
—Sí, señor Slazik.
Un segundo más tarde, pensó que debería haber dicho «sí, general», pero ya era demasiado tarde. No sabía, de todas formas, si los generales retirados utilizaban su rango en la vida civil.
—Escuche, estaba preguntándome qué puede decirme usted sobre este proyecto de Gene Crenshaw. —La voz de Slazik era grave, cálida, suave como el buen brandy, y casi igual de potente.
Aldrin sintió el fuego corriendo por sus venas.
—Sí, señor.
Trató de ordenar las ideas. No esperaba una llamada del director en persona. Masculló una explicación que incluía la investigación, la sección autista, la necesidad de reducir costes, su preocupación por el plan de Crenshaw, por sus consecuencias negativas para la compañía además de para los empleados autistas.
—Comprendo —dijo Slazik. Aldrin contuvo la respiración—. ¿Sabe, Pete? —dijo Slazik, con el mismo tono relajado—. Me preocupa un poco que no acudiera a mí en primer lugar. Cierto, soy nuevo aquí, pero quiero saber qué está pasando antes de que la patata caliente me explote en la cara.
—Lo siento, señor. No lo sabía. Intentaba no saltarme la cadena de mando...
—Bueno... —Una larga y obvia toma de aire—. Bien, comprendo su punto de vista, pero la cuestión es que hay veces (raras, pero se dan) en que uno ha intentado llegar arriba y le han cortado el paso y necesita saber saltarse un escalón. Y ésta es una de esas ocasiones en que estoy seguro de que habría sido útil... para mí.
—Lo siento, señor —repitió Aldrin. Su corazón latía con fuerza.
—Bueno, creo que lo hemos pillado a tiempo —dijo Slazik—. Hasta ahora no se ha filtrado a los medios, al menos. Me alegró saber que se preocupaba usted por nuestra gente, además de por la compañía. Espero que se dé cuenta, Pete, de que yo no autorizaría ninguna acción ilegal o poco ética con nuestros empleados o con ningún sujeto de investigación. Me siento más que sorprendido y decepcionado de que uno de mis subordinados intentara torearme de esa forma.
Por la longitud de esa última frase el tono se había endurecido hasta algo más parecido a acero; Aldrin se estremeció involuntariamente.
Entonces el tono tranquilo reapareció.
—Pero ése no es su problema. Pete, tenemos un conflicto con su gente. Se les ha prometido un tratamiento y se les ha amenazado con que perderán su empleo, y usted tiene que resolver eso. Legal va a enviar a alguien a explicarles la situación, pero quiero que usted los prepare.
—¿Cuál... cuál es la situación ahora, señor? —preguntó Aldrin.
—Obviamente, sus puestos de trabajo están seguros, si quieren conservarlos. No coaccionamos a los voluntarios: esto no es el Ejército, e incluso yo entiendo eso, aunque... aunque otros no. Tienen derechos. No tienen que aceptar el tratamiento. Por un lado, si quieren presentarse voluntarios, bien; ya han hecho las pruebas preliminares. Paga completa, ninguna pérdida de antigüedad... es un caso especial.
Aldrin quería preguntar qué sucedería con Crenshaw y con él mismo, pero tenía miedo de que hacerlo lo empeorara todo.
—Voy a llamar al señor Crenshaw para entrevistarme con él —dijo Slazik—. No hable de esto, excepto para convencer a su gente de que no corre peligro. ¿Puedo confiar en usted?
—Sí, señor.
—¿Ningún chismorreo con Shirley de Contabilidad ni con Bart de Recursos humanos ni ninguno de sus otros contactos?
Aldrin se sintió desfallecer. ¿Cuánto sabía Slazik?
—No, señor, no hablaré con nadie.
—Puede que Crenshaw lo llame... Estará bastante molesto con usted... pero no se preocupe.
—No, señor.
—Me reuniré con usted personalmente, Pete, cuando esto se calme un poco.
—Sí, señor.
—Si puede usted aprender a manejar un poco mejor el sistema, su dedicación a los objetivos de la compañía y al personal (y su conciencia de los aspectos de relaciones públicas de esas cosas) sería un auténtico bono para nosotros.
Slazik colgó antes de que Aldrin pudiera decir nada. Tomó aire (fue como si lo hiciera por primera vez en mucho tiempo) y se quedó sentado mirando el reloj hasta que se dio cuenta de que los números seguían cambiando.
Entonces se encaminó a la Sección A, antes de que Crenshaw (que ya debía de haberse enterado) pudiera echarle la bronca por teléfono. Se sentía frágil, vulnerable. Esperaba que su equipo se tomara bien el anuncio.
No he visto a Cameron desde que se marchó la semana pasada. No sé cuándo volveré a verlo. No me gusta no tener su coche frente al mío en el aparcamiento. No me gusta no saber dónde está ni si está bien o no.
Los símbolos de la pantalla que contemplo entran y salen de la realidad, pautas formándose y disolviéndose, y esto no es algo que haya sucedido antes. Enciendo el ventilador. El giro de las espirales, los movimientos de luz reflejada me lastiman los ojos. Desconecto el ventilador.
Leí otro libro anoche. Ojalá no lo hubiera leído.
Lo que nos enseñaron sobre nosotros mismos, como niños autistas, sólo era parte de lo que la gente que nos enseñaba creía que era verdad. Más tarde averigüé parte de eso, pero la parte restante nunca quise conocerla de verdad. Creía que el mundo ya era bastante duro sin saber todo lo que los demás pensaban que había de malo en mí. Creía que hacer que mi conducta externa encajara era suficiente. Eso me enseñaron: compórtate de un modo normal y serás bastante normal.
Si el chip que implantarán en el cerebro de Don hace que se comporte de un modo normal, ¿significa eso que no es lo bastante normal? ¿Es normal llevar un chip en el cerebro? ¿Tener un cerebro que necesita un chip para gobernar la conducta normal?
Si puedo parecer normal sin un chip y Don necesita un chip, ¿significa eso que yo soy normal, más normal que él?
El libro decía que los autistas tienden a sopesar excesivamente cuestiones filosóficas abstractas como ésta, igual que a veces hacen los psicóticos. Se refería a libros más antiguos que especulaban acerca de que las personas autistas no tienen verdadero sentido de la identidad personal, del yo. Decía que se autodefinen, pero de un modo limitado y dictado por las normas.
Me intranquiliza pensar en esto y en la rehabilitación bajo custodia de Don, y en lo que le está pasando a Cameron.
Si mi autodefinición es limitada y dictada por las normas, al menos es mi autodefinición y no la de otra persona. Me gustan los pimientos en la pizza y no me gustan las anchoas en la pizza. Si alguien me cambia, ¿seguirán gustándome los pimientos y no las anchoas en la pizza? ¿Y si ese alguien que me cambie quiere que yo quiera anchoas... puede cambiar eso?
Según el libro sobre el funcionamiento cerebral, las preferencias manifestadas son el resultado de la interacción entre el procesamiento sensorial innato y el condicionamiento social. Si la persona que quiere que me gusten las anchoas no ha tenido éxito con el condicionamiento social y tiene acceso a mi procesamiento sensorial, entonces esa persona puede hacer que me gusten las anchoas.
¿Recordaré que no me gustan las anchoas... que no me gustaban las anchoas?
El Lou a quien no le gustan las anchoas desaparecerá, y el nuevo Lou a quien le gustan las anchoas existirá sin un pasado. Pero quien yo soy es mi pasado además de si me gustan las anchoas o no.
Si se crean mis gustos, ¿importa cómo son? ¿Hay alguna diferencia entre ser una persona a quien le gustan las anchoas y ser una persona a quien no le gustan las anchoas? Si a todo el mundo le gustaran las anchoas o a todo el mundo no le gustaran las anchoas, ¿qué diferencia habría?
Para las anchoas, mucha. Si a todo el mundo le gustaran las anchoas, morirían más anchoas. Para la persona que vende las anchoas, mucha. Si a todo el mundo le gustaran las anchoas, esa persona ganaría más dinero vendiéndolas. Pero ¿y para mí, el yo que soy ahora o el yo que seré más tarde? ¿Estaría más sano o menos sano, sería más amable o menos amable, más listo o menos listo si me gustaran las anchoas? Otras personas que he visto que comen o no comen anchoas parecen iguales. Para muchas cosas creo que no importa lo que le gusta a la gente, qué colores, qué sabores, qué música.
Preguntar si quiero curarme es como preguntar si quiero que me gusten las anchoas. No puedo imaginar cómo sería que me gustaran las anchoas, qué sabor tendrían en mi boca. La gente a quien le gustan las anchoas me dice que saben bien; las personas que son normales me dicen que ser normal sienta bien. No pueden describir el sabor ni la sensación de un modo que tenga sentido para mí.
¿Necesito curarme? ¿A quién hago daño si no me curo? A mí mismo, pero sólo si me siento mal tal como soy, y no me siento mal excepto cuando los demás me dicen que no soy uno de ellos, que no soy normal. Supuestamente a las personas autistas no les importa lo que los demás piensen de ellas, pero esto no es cierto. A mí me importa, y me duele cuando la gente no me aprecia porque soy autista.
Ni siquiera los refugiados que huyen sin otra cosa que lo puesto tienen prohibidos sus recuerdos. Por desconcertados y asustados que puedan estar, se tienen a sí mismos para comparar. Tal vez nunca puedan volver a saborear su comida favorita, pero pueden recordar que les gustaba. Puede que no vuelvan a ver la tierra que conocían, pero pueden recordar que vivieron allí. Pueden juzgar si su vida es mejor o peor comparándola con sus recuerdos.
Quiero saber si Cameron recuerda al Cameron que era, si piensa que el país al que ha venido es mejor que el país que ha dejado atrás.
Esta tarde vamos a reunirnos de nuevo con los consejeros del tratamiento. Les preguntaré esto.
Miro el reloj. Son las 10.37.18 y no he conseguido nada esta mañana. No quiero conseguir nada en mi proyecto. Es el proyecto del vendedor de anchoas, no mi proyecto.
El señor Aldrin entra en nuestro edificio. Llama a mi puerta y dice:
—Sal, por favor. Quiero hablar contigo en el gimnasio.
Se me hace un nudo en el estómago. Lo oigo llamar a las puertas de los otros. Salen Linda y Bailey y Chuy y Eric y todos, y vamos en fila hacia el gimnasio, todos con la cara tensa. Es lo bastante grande para que quepamos todos. Trato de no preocuparme, pero noto que empiezo a sudar. ¿Van a empezar el tratamiento ahora mismo? ¿Sin importar lo que decidamos?
—Esto es complicado —dice el señor Aldrin—. Otras personas van a explicároslo de nuevo, pero quiero decirlo ahora mismo. —Parece nervioso y no tan triste como hace unos cuantos días—. ¿Recordáis que dije al principio que creía que era un error que intentaran obligaros a seguir el tratamiento? ¿Cuando os llamé por teléfono?