La Venganza Elfa (8 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #fantasía

BOOK: La Venganza Elfa
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En el baile de la Gran Cosecha —organizado por varias familias nobles— se echaba la casa por la ventana. Se celebraba invariablemente en la Casa de las Sedas Púrpura, uno de los edificios para celebraciones más grandes y espléndidos de la ciudad. Setecientos invitados se habían congregado en el salón principal, que brillaba con la luz de un millar de diminutos faroles que cambiaban mágicamente de color en función del ritmo y el tono de la música de baile. En el centro del suelo de mármol un gran corro de bailarines ejecutaba los complicados movimientos de un rondó, riendo y girando. Las relucientes joyas y sedas de los bailarines reflejaban los cambios de color de la luz como un enorme caleidoscopio.

Otros invitados disfrutaban lo suyo junto al bufé o se servían de las bandejas llenas de exquisitos manjares que un pequeño ejército de camareros hacía circular. No se habían escatimado gastos; aquella noche todo era de la mejor calidad que podía encontrarse en la Ciudad de los Prodigios. Jarrones llenos de exóticas flores cultivadas en invernaderos perfumaban el aire; los músicos eran de lo mejorcito de Faerun y esa noche ofrecerían breves conciertos para amenizar la velada. En aquellos instantes un conjunto de violas e instrumentos de viento de madera interpretaban danzas, pero en rincones alejados otros músicos tañían laúdes y arpas para crear una atmósfera adecuada a las citas galantes.

En un rincón del salón —situado muy cerca de un bar muy bien provisto— no cesaban de resonar las carcajadas. Un alegre grupito se había formado alrededor de Danilo Thann, el favorito de los cachorros de la buena sociedad de Aguas Profundas.

El objeto de tanta atención era un hombre joven vestido de punta en blanco con un atuendo que realzaba su recién adquirida imagen de hombre muy viajado. Danilo lucía un sombrero de ala ancha y terciopelo verde, que deliberadamente llevaba el sello característico de un famoso pirata de Ruathyn, incluidas las majestuosas plumas. El dandi calzaba unas botas suaves y flexibles, como las de los aventureros sembianos, con la diferencia de que las suyas estaban hechas con piel de un animal poco común y, además, teñidas de verde. Dragones y grifones delicadamente bordados retozaban en su camisa de seda de Shou verde pálido. Pero aquí acababa su disfraz de trotamundos, pues su abrigo y sus pantalones color verde jade seguían la última moda local, al igual que la capa de terciopelo a conjunto que se arrastraba con elegancia por el suelo. Sus manos de dedos gesticulantes se adornaban con diversos anillos, y un colgante con una esmeralda cuadrada de gran tamaño le brillaba en el pecho. La mata de cabello rubio que le caía sobre los hombros —con brillantes ondas primorosamente cuidadas— enmarcaba un animado rostro.

Danilo Thann era un diletante por convicción así como todo un figurín, reputado por sus talentos musicales y mágicos tan divertidos como imperfectos. En esos momentos entretenía a sus amigos con un nuevo truco de magia.

—¡Eh, Dan! Por fin ha regresado el aventurero —gritó una voz a espaldas de Danilo, interrumpiendo al aspirante a mago en medio de un hechizo.

El recién llegado fue saludado ruidosamente. Un espléndidamente ataviado Regnet Amcathra con los colores rojo, plateado y azul de la familia se introdujo en el círculo de jóvenes nobles. Él y Danilo se estrecharon la mano con la misma gravedad que si fueran guerreros, para después romper a reír y abrazarse golpeándose la espalda.

—Por los ojos de Helm, qué bien te ves —juró Regnet. Su amigo de infancia y rival en cuestiones de moda examinó el conjunto verde de Danilo de la cabeza a los pies—. Dime, Dan —dijo al fin, hablando con afectación—, ¿cambiarás de color cuando madures?

El grupo prorrumpió en carcajadas antes de que Danilo pudiera responder con otra pulla.

—Sí, bueno, hablando de verde —intervino Myrna Callahanter—, ¿os habéis enterado de que se ha visto a nuestro buen amigo Rhys Brossfeather entrar en La Sirena Sonriente?

Los jóvenes nobles esbozaron una sonrisa de complicidad. Myrna era una cotilla frívola y un tanto maliciosa que aprovechaba la más mínima oportunidad para chismorrear.

—¿De veras? He oído historias maravillosas sobre ese lugar —replicó Danilo, sonriendo de oreja a oreja al imaginarse al apocado y joven clérigo en una taberna de mala nota—. ¿Es tan pícaro el espectáculo que se ofrece como dicen?

—Bueno... eso he oído —contestó Myrna, bajando los ojos con recato.

El grupo acogió con carcajadas el intento de Myrna de salirse por la tangente.

—Probablemente Myrna estaba sobre el escenario esa noche —sugirió Regnet, lo que provocó otro estallido de risas.

Sin sentirse en modo alguno insultada, lady Callahanter respondió con una malévola mueca digna de un dragón rojo. A la joven le encantaba ser el centro de atención y con un estudiado gesto alzó una mano hacia su brillante cabello pelirrojo. Al hacerlo, su manto se abrió convenientemente revelando un vestido transparente y mucho más. Varios de los jóvenes nobles se quedaron boquiabiertos ante la súbita exhibición, y un invitado dejó caer ruidosamente la copa.

Con expresión divertida Danilo se inclinó hacia Regnet y le preguntó:

—Tiene un sentido de la oportunidad digno de un bardo, ¿pero sabe cantar?

—¿Acaso importa? —repuso secamente su compinche.

Como la mayoría de los invitados, Myrna Callahanter se había vestido para deslumbrar. El vestido verde azulado que llevaba era casi transparente, con montones de lentejuelas cosidas en lugares estratégicos que creaban la ilusión de que iba decentemente vestida. El generoso escote revelaba un exuberante pecho. En la piel de brazos y cuellos exhibía dibujos ingeniosamente trazados con purpurina multicolor, así como unas curvas impresionantes. Incluso el cabello —del estridente tono escarlata que se conseguía con alheña— había sido primorosamente peinado y adornado con gemas y brillantes cintas. En Myrna no había nada sutil y tenía fama de causar tantos estragos entre los hombres como una banda de trolls que irrumpieran en una carnicería.

Para sacar el máximo partido de ser el centro de todas las miradas, Myrna lanzó un dramático suspiro. Con una prolongada caída de ojos, continuó con su letanía de chismes.

—Y también está ese terrible escándalo de Jhessoba, la pobre...

—Myrna, cariño, sé que tu familia está especializada en el comercio del rumor, ¿pero es realmente necesario que hables de negocios en una fiesta?

Nuevamente todos los jóvenes nobles sonrieron al unísono. Quien había hablado era Galinda Raventree; ella y Myrna eran enemigas juradas, y sus viperinas lenguas siempre animaban las fiestas.

Pero aquella noche Galinda tenía otro motivo para hacer callar a Myrna: el último infortunio de Jhessoba tenía implicaciones políticas que, por desgracia, podrían conducir a un serio debate sobre cuestiones de peso. Fanática de las fiestas, Galinda no estaba dispuesta a permitir que el ambiente de apropiada frivolidad se disipara.

Danilo pasó un brazo alrededor de los hombros de Myrna y salió valientemente en su defensa:

—Oye, Galinda, deberías dejar que Myrna hablara. Después de pasar dos meses viajando en esa aburrida caravana de mercaderes me muero por conocer los chismorreos. Vamos, continúa —añadió, propinando a Myrna un suave pellizco para animarla.

—Mi héroe —ronroneó la chismosa joven. Acto seguido se arrimó un poco más a él, su mano de uñas escarlata subió sinuosa por el pecho del joven y jugueteó con la esmeralda.

Al notar la familiar mirada de devorahombres en los ojos de Myrna, Danilo, prudentemente, se retiró. No obstante, ya tenía un brazo ligeramente espolvoreado con purpurina.

—Eh, Myrna —protestó al ver su ropa manchada—, me has cubierto con esa cosa asquerosa.

Varias mujeres del grupo lanzaron miradas furtivas a sus acompañantes para comprobar si también ellos mostraban reveladores destellos. Galinda Raventree tomó nota del subrepticio examen y, muy satisfecha, sonrió clavando la mirada en su copa de vino.

Pero Myrna, que nunca se sentía insultada, abrazó de nuevo a Danilo al tiempo que le suplicaba:

—Haz otro truco.

—Me encantaría, pero se me han acabado todos los hechizos que tenía para hoy.

—Oh, no —susurró la mujer, dirigiéndole un mohín—. Alguno te quedará, ¿no?

—Bueno... —Danilo vacilaba—. De hecho, he estado trabajando en unas modificaciones de hechizos muy interesantes.

—¿Otra bola de nieve Snilloc? —dijo Regnet, riéndose a carcajadas.

—¿Así es como me lo agradeces? —Danilo fingió despecho y se enfurruñó. Entonces se volvió hacia los demás y con una mano llena de anillos señaló lánguidamente a su amigo—. Hace unos tres meses a nuestro elegante amigo no se le ocurrió nada mejor que insultar a unos caballeros muy grandes y muy borrachos en una taberna del distrito de los Muelles. Hubo una pequeña reyerta y, por supuesto, yo corrí en auxilio de mi amigo. Usando el hechizo de la bola de nieve Snilloc, conjuré un proyectil mágico...

—¿Una bola de nieve? —inquirió con sorna Wardon Agundar. Su familia se dedicaba a la forja de espadas, y él despreciaba otras armas.

—Bueno, no exactamente —confesó Danilo—. Probé una variación del hechizo y conjuré un arma, humm, algo más peculiar.

—Creando así el hechizo de la tarta de crema Snilloc —apostilló Regnet con una amplia sonrisa. Los nobles lanzaron ruidosas carcajadas al imaginárselo, y Danilo inclinó la cabeza, admitiéndolo.

—Ese hechizo me hará inmortal —declaró, llevándose una mano al corazón y adoptando una pose heroica.

—¿Y qué pasó? —preguntó Myrna entrecortadamente—. ¿Tuvisteis que luchar o intervino la guardia?

—La sangre no llegó al río —admitió Danilo—. Resolvimos nuestras diferencias como caballeros. Regnet pagó una ronda a nuestros antiguos adversarios. Huelga decir que ellos pusieron el postre.

Un gruñido universal acogió el juego de palabras de Danilo.

—Ahora deberías hacer otro truco para redimirte —le aconsejó Regnet.

Todos trataron de convencerlo para que lanzara otro de sus encantamientos. Danilo se negó, argumentando que aún tenía que acabar de dar los últimos toques a su hechizo, pero al fin accedió.

—Necesito algo realmente vulgar para hacer este encantamiento —dijo Danilo. Sus ojos se posaron en el colgante que llevaba Regnet, una versión de la divisa de los Amcathra hecho con refulgentes piedras rojas y azules.

—¡Caramba, Regnet, eso es justo lo que necesito!

Regnet fingió acusar el amistoso insulto, pero le tendió la fruslería. Su amigo empezó a entonar el hechizo, cantando las palabras arcanas y gesticulando. Finalmente, lanzó el colgante al aire, y la exhibición culminó en un estallido y una ráfaga de humo multicolor.

Cuando el humo se disipó los jóvenes aristócratas se quedaron mirando fijamente a Regnet sin dar crédito a sus ojos. Inmediatamente sus risotadas resonaron por todo el salón. El hechizo había convertido las coloridas galas de Regnet en las apagadas ropas marrones de un druida.

Danilo abrió mucho los ojos, falsamente consternado. Dio un paso atrás y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Humm... Veamos, ¿cómo ha podido pasar algo así? —murmuró, llevándose una mano a su atractivo mentón y dándose golpecitos allí.

El rostro de Regnet era un poema mientras contemplaba su vulgar indumentaria. Su congoja provocó nuevas carcajadas por parte de sus amigos. De pronto, todas las risas cesaron y un nervioso silencio se adueñó del animado grupo.

Un hombre alto y fornido se acercaba a la esquina que ocupaban. A diferencia de la mayoría de los invitados, el hombre iba vestido de negro solemne y sus únicos adornos eran una torques de plata y una capa forrada con una magnífica piel gris. Tenía cabello blanco entrecano y fruncía la frente en gesto reprobador.

—Ay, ay, ay... —murmuró Myrna con ojos brillantes de júbilo ante el inminente desastre. Otro miembro del grupo, un noble que había empinado demasiado el codo, palideció al ver la severa figura que se aproximaba y se quitó de en medio. Pero Danilo levantó una mano y saludó encantado:

—¡Tío Khelben! Justo la persona que necesitábamos. Me temo que mi último hechizo no me ha salido demasiado bien. ¿Puedes decirme en qué me he equivocado?

—No oso imaginarlo —replicó Khelben secamente—. Danilo, me parece que ya es hora de que tengamos otra charla tú y yo. —El hombre agarró con firmeza uno de los brazos del pisaverde, y miró fríamente al círculo de nobles.

El bullicioso grupo captó la indirecta y se disolvió como una bandada de pájaros asustados, murmurando excusas entre dientes. No sería ésa la primera vez que Khelben «Báculo Oscuro», archimago y reputado miembro del círculo secreto que gobernaba la ciudad, reprendía a su frívolo sobrino por su irresponsable uso de la magia, y a los amigos de Danilo no les apetecía oír el sermón del archimago.

—Son todos unos cobardes —pensó en voz alta Danilo, observando la precipitada retirada de sus amigos.

—Olvídalos. Tenemos cosas más importantes de las que hablar.

Danilo hizo una mueca y cogió al vuelo dos copas de aguamiel espumosa de la bandeja de un sirviente que acertó a pasar por su lado.

—Toma, coge esto —dijo a su tío, al tiempo que le ponía una de las copas en la mano—. Supongo que, como de costumbre, todavía no te habrás remojado el gaznate.

La adusta respuesta de Khelben quedó ahogada por una estridente expresión de alegría.

—¡Danilo, has vuelto! —Una mujer noble, algo achispada, ataviada con una incongruente mezcla de encaje transparente y pieles blancas, se abalanzó sobre el dandi vestido de verde.

Fiel a su lema de no mancharse las galas con vino, Danilo apartó la copa a un brazo de distancia mientras acogía cautelosamente al atractivo proyectil y lo abrazaba con el otro brazo.

—He contado los minutos, Sheabba —le dijo, sonriendo hacia el rostro de la mujer vuelto hacia él.

La mujer rubia rodeó la cintura de Danilo con sus brazos y soltó una risita tonta.

—Sí, claro —replicó escéptica—. Supongo que habrás conquistado a todas las mujeres de aquí hasta Suzail.

—Más bien, habrá estado abonando los campos —la atajó Khelben en tono ácido.

—Vete a rebuznar a otra parte, viejo asno —le espetó Sheabba. La mujer fulminó al mago con la mirada e inmediatamente retrocedió horrorizada al darse cuenta de a quién había insultado.

Danilo, apercibiéndose de la consternación de la mujer, se apresuró a rescatarla.

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