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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (31 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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Una teoría era que la mujer del velo había engatusado a Sibyl para que fuera a comprar azúcar mientras su cómplice, el hombre que habían visto correr por West Prince’s Street, se llevaba a Rose. La policía creía posible que dicho hombre hubiera parado más tarde el coche de punto de Peter Kerr en Cambridge Street. Pero no se explicaban por qué se habían llevado a Rose y no a Sibyl, o por qué habían secuestrado a una de las niñas por dinero, ya que los Gillespie no eran precisamente ricos. Aun así, a la policía le intrigaba la petición de un rescate. Estaban bastante convencidos de que la persona que había escrito la nota no era de allí. Por ejemplo, el uso de la palabra
gut
en lugar de «bien», tenía particular interés, porque podía indicar que el autor de la nota era germanohablante, lo que coincidiría con la impresión de Kerr, el cochero de punto, de que el pasajero que había dejado en el East End era de origen alemán o austríaco.

El jueves al amanecer un numeroso grupo de agentes e inspectores echaron a andar por Vinegarhill. En el transcurso de los siguientes dos días registraron las caravanas, las casetas de obras y las barracas, e interrogaron a sus ocupantes, en su mayoría comerciantes de caballos itinerantes, jinetes y exhibidores, así como obreros de los solares en construcción de los alrededores. Los habitantes de Vinegarhill eran en su mayoría de origen irlandés o rumano, y negaron con rotundidad saber algo de la niña desaparecida o del extranjero. Lamentablemente, no encontraron al hombre entre las caravanas, y aunque había muchos golfillos corriendo descalzos entre las obras, ninguno se parecía a Rose Gillespie.

Como cabía esperar, los Gillespie se sumieron en un estado de sufrimiento y horror, agitación y angustia. Sibyl parecía haberse encerrado en sí misma, y Annie tenía siempre los ojos rojos de tanto llorar. Ned, estoico, luchaba contra la sensación de impotencia buscando sin cesar a Rose. No paraba quieto, y si él y su mujer coincidían en la misma habitación, apenas se dirigían la palabra. Annie seguía atormentada por el remordimiento y creía que Ned encontraba pretextos una y otra vez para evitar su compañía.

Para colmo de males, la familia se había visto sometida al cruel escrutinio de la prensa. Solo unas horas después de que apareciera el primer artículo de
The Evening Citizen
, la prensa había empezado a acosarlos para que les concedieran una entrevista. Como artista, así como figura pública, Ned ofrecía un interés particular. Cada día varios gacetilleros se apiñaban frente a la puerta del número 11, esperando a que saliera, y luego lo perseguían con sus cuadernos por la calle. Ned (que estaba concentrado en encontrar a su hija) empezó a escabullirse por el patio trasero, pero sus perseguidores enseguida frustraron la treta apostando a un par de sus hombres detrás de la terraza, en Stanley Lane, para que dieran la voz si aparecía. Al final empezó a salir de su casa muy temprano, antes de que ningún periodista ocupara su puesto. El pobre gastó las suelas pateándose las calles cada día, mientras se llevaban a cabo más búsquedas a pequeña escala conducidas por la policía y otros voluntarios preocupados. Por toda la ciudad, al parecer, grupos de hombres llevaban a cabo búsquedas en sus propios barrios, todo en vano.

Horatio Hamilton, el marchante, ofreció una recompensa de veinte libras por cualquier información que sirviera para encontrar a la niña desaparecida. En vista de lo sucedido, Ned se eximió de sus obligaciones como profesor en la Escuela de Bellas Artes esa semana. Sin embargo, las alumnas seguimos reuniéndonos, como siempre, y utilizamos las instalaciones del centro para hacer una octavilla y dar a conocer el caso. Una vez impresa, se repartieron cientos de copias a varios grupos, entre ellos el de la iglesia de Elspeth, para que las distribuyeran en sus reuniones, y así sucesivamente; un grupo de mujeres del barrio se comprometió a repartirlas en las esquinas concurridas, desde Saint George’s Cross hasta Tron Steeple.

El viernes por la noche, al cumplirse casi una semana de la desaparición de Rose sin tener ningún rastro de ella, la policía no tuvo otra alternativa que seguir adelante con las búsquedas organizadas. Así, el sábado 11 de mayo se pidió a todo hombre lo bastante afortunado de disponer de media jornada libre que se presentara en la fuente Stewart Memorial del parque. Por medio del boca a boca, el reparto de las octavillas y la publicación de varios artículos en la prensa, aumentó el número de voluntarios. En realidad, las circunstancias excepcionales de la desaparición de Rose habían despertado un apasionado interés entre la población. Acudieron hombres de todas partes de la ciudad, y hacia las tres de la tarde, pese a la lluvia torrencial, se había formado un grupo de ciento cincuenta personas. Solo faltaban cinco horas para que anocheciera, pero esperaban que, al contar con más gente, la búsqueda fuera más exhaustiva y saliera algo a la luz. Los voluntarios registraron todas las áreas que habían cubierto los grupos más pequeños el domingo anterior, pero, lamentablemente, sus esfuerzos fueron en vano, y regresaron al parque, desanimados, al echarse la noche encima.

Se organizó otra batida a la mañana siguiente, ya que el domingo la mayoría de los hombres no trabajaban, y esperaban que se presentaran más voluntarios todavía. Ned participó los dos días, junto con el subinspector Stirling, que seguía al frente del caso. Annie esperó angustiada en casa, rodeada de un grupo de mujeres siempre cambiante del vecindario, entre ellas yo. Antes de la desaparición de Rose, Elspeth y sus amigos habían programado ese día una feliz tarde de domingo para los barqueros del canal. Alrededor de cuarenta habían renunciado a la promesa de bollos untados con mantequilla y salmos para participar en la búsqueda. Su incorporación engrosó las filas hasta casi trescientos. Creían que el parque no había visto tales multitudes desde el año anterior, en la época de la Exposición Internacional. La policía tenía previsto barrer un área de varias millas cuadradas alrededor de South Woodside: desde Ruchill hasta los muelles de Clydeside, al sur; al oeste, a los jardines del Infirmary, y al este, hasta Saint Rollox. Una docena de numerosos grupos partieron poco después de las nueve de la mañana y los voluntarios no se rindieron hasta el anochecer. Pero una vez más sus esfuerzos resultaron inútiles.

Una tarde apacible, alrededor de una semana después, doblé la esquina hacia el número 11. Se había convertido en una costumbre apartar la vista del pequeño parque del centro de Queen’s Crescent cada vez que salía de mi alojamiento. En los días que siguieron a la desaparición de Rose, aferrándome a la vana esperanza de verla allí, mi mirada se había dirigido inexorablemente hacia los jardines, del mismo modo que la lengua busca un hueco en la dentadura. Pero en los últimos tiempos la simple visión de la fuente y los árboles, rodeados por la reja, me resultaba dolorosa.

Hasta entonces la primavera había sido lluviosa, pero esa tarde en particular el sol había logrado atravesar la capa de humo y calima que flotaba sin cesar sobre la ciudad. En lo alto de Stanley Street, me protegí los ojos con una mano y recorrí la calle con la mirada, buscando a los periodistas. Otra cosa que se había vuelto normal: comprobar cuántos gacetilleros merodeaban alrededor del número 11. Un periodista intrépido de
The Evening Citizen
había alquilado incluso una habitación en una pensión junto al apartamento de Elspeth, desde la que tenía una vista directa del salón y del dormitorio de Ned y Annie. Ese joven, que se llamaba Bruce Kemp, era una criatura reptiliana y cetrina, con la piel cubierta de escamas y ojos rasgados que parecían colocados a cada lado de su cabeza estrecha, y su horrible semblante se había convertido en algo permanente en la ventana de la pensión, siempre al acecho de cualquier indicio de movimiento. Incluso durante el día, Ned y Annie se veían obligados a tener las cortinas corridas para proteger su intimidad.

Ese día vi que Kemp había levantado la ventana de guillotina y estaba apoyado con descaro contra el marco mientras miraba con una sonrisa lasciva hacia el otro lado de la calle. Por suerte era la hora de comer, lo que significaba que la mayoría de los periodistas se había ido, como era la costumbre, a una de las tabernas cercanas, dejando a dos de sus colegas apostados frente al número 11. Bajé la cabeza en un intento de ocultar el rostro, pero en cuanto los jóvenes vieron que me acercaba, se apresuraron a cruzar la calzada y se pusieron a caminar a mi lado.

—Buenas tardes, señorita Baxter.

—A ver a los Gillespie, ¿no es así, señorita Baxter?

Como siempre, me negué a saludarlos y seguí andando. Afortunadamente, no tuve que esperar a que me dejaran entrar en el edificio, porque una piedra seguía manteniendo abierta la puerta principal. Mientras subía corriendo los escalones delanteros, uno de los periodistas se rezagó, pero el otro, que era más insistente, trató de detenerme, preguntando:

—¿Cómo está la señora Gillespie?

Pero pasé con brusquedad por su lado y entré en el zaguán; como los residentes del número 11 habían dejado claro que no permitirían la entrada de la prensa, ahí terminó la conversación.

En el piso de arriba, toqué el timbre de la puerta de los Gillespie y esperé. Tras un largo silencio, oí crujir una tabla en el interior del apartamento. Llamé de nuevo. Se produjo otro silencio y luego oí una voz infantil, quejumbrosa.

—¿Quién es?

—Hola, Sibyl…, soy yo, Harriet.

Esperé que se abriera la puerta, pero en lugar de ello oí unos cuantos crujidos más y luego silencio. Transcurrió otro minuto. Estaba a punto de llamar de nuevo cuando oí unas pisadas más fuertes acercarse y entonces la puerta se abrió dejando a la vista el pasillo lúgubre, y a Annie, descalza, en camisón y con el pelo sin arreglar. Parecía que acababa de despertarse de un sueño profundo. La ligera corriente de aire causada al abrir la puerta llevaba consigo un olor a moho un poco desagradable, aunque era difícil saber si emanaba de Annie o tal vez de su camisón.

—Buenas tardes, querida, lo siento mucho pero…

Negó con la cabeza y, sin decir más, se volvió hacia la cocina, dejando la puerta abierta.

Entré en el pasillo. No se veía a Sibyl por ninguna parte. En la esquina había una caja con la etiqueta de Pettigrew & Stephens, y dentro estaba la vajilla de diario que yo había comprado para la familia. En la confusión que siguió a la desaparición de Rose, no me había acordado de pedir que la enviaran a Merlinsfield. De cualquier modo, la vajilla ya no era una prioridad, pues la poca comida que la familia consumió en ese período la llevaron en su mayor parte amigos o vecinos, y se tomaba de pie: un bollo untado con mantequilla mordisqueado antes de ir a parar a la basura; un par de cucharadas de estofado frío; un pedazo roto de una tarta.

La cocina había adquirido el olor a polvo y aire viciado de una habitación que casi no se utilizaba, a pesar de unos pocos platos sucios esparcidos aquí y allá. Pero, por una vez, Annie parecía estar preparando algo de comida, porque cuando entré cortaba unas patatas hervidas frías y el aire olía a manteca caliente.

—Ese horrible hombre está ahí en la ventana —dije.

Ella asintió, pero no dijo una palabra.

—¿Cómo se encuentra, querida? ¿Cómo está Ned? ¿Y Sibyl? ¿Hay noticias?

Ella suspiró.

—Ha venido Stirling. Su jefe ha retirado a dos hombres del caso.

—¡No! Pero ¿por qué?

—Porque hay otros casos que investigar.

—¡Dios mío!

Annie echó las patatas a la sartén y se volvió hacia mí. A la luz de la ventana de la cocina, vi que tenía los ojos rojos e hinchados, como siempre.

—Escuche, Harriet, alguien vio a Rose por la Gallowgate en un tranvía.

—¿De veras?

—Sí, me lo dijo la señora Calthrop.

—Bueno, Calthrop…

—No, pero es cierto… Alguien vio a una niña con el pelo rubio. Iba en un tranvía, por los alrededores del mercado de ganado, con una pareja extranjera, un hombre y una mujer. La niña tenía unos cuatro años. Su vestido era marrón pero…, bueno, quizá llevaba otro después de tanto tiempo. —Annie se mordió sus labios secos y cuarteados, y miró fijamente al vacío. Luego añadió, casi en un murmullo—: Estoy pensando en ir a buscarla.

—¿Al East End?

Asintió con la mirada perdida. Sus ojos habían cobrado de pronto una intensidad extraña, febril, que me inquietó.

—¿Es prudente? —pregunté—. ¿Qué piensa Ned? ¿Dónde está, por cierto?

Ella me dio la espalda y, encogiéndose de hombros, sacudió la sartén.

—Arriba. No ha bajado desde que Stirling estuvo aquí.

Percibí una nota áspera en su voz que me disuadió de hacer más preguntas, así que cambié de tema.

—Ayer por la mañana vi un momento a Elspeth.

—Ya —respondió ella, con un tono de repente mordaz.

Salió de la habitación y volvió un momento después con un papel que me tendió. Era un telegrama de Mabel diciendo en pocas palabras que se había enterado de la terrible noticia y que, si era necesario, volvería a Escocia lo antes posible.

Eso me cogió por sorpresa, porque, que yo supiera, los Gillespie habían decidido no decir nada a Mabel. Cuando se esperaba que Rose apareciera en cualquier momento, nadie había querido preocupar a Mabel y Peden innecesariamente. Creyeron que pronto se solucionaría todo y podríamos escribirles y decir: «No vais a creer lo que ha pasado aquí. ¡Rose se perdió unos días! Pero no os preocupéis, ya está en casa ahora, sana y salva». Luego, a medida que pasaba el tiempo y la niña no aparecía, sus padres siguieron mostrándose reacios a comunicarles la mala noticia. Puedo entenderlo: escribir las palabras, en blanco y negro, habría equivalido a admitir algo, como reconocer que tal vez nunca encontrarían a Rose. Habíamos acordado entre todos que serían Ned y Annie quienes decidirían cuándo decírselo a Mabel. O eso había creído yo.

—Elspeth le mandó un telegrama —dijo Annie, clavando un cuchillo en las patatas—. ¡Esa vieja entrometida!

—Pero ¿está segura de que fue ella?

Annie asintió.

—Lo admitió ayer. Al principio dijo que creyó que no me importaría. ¿Puede creerlo? Luego se acaloró y se mostró muy ofendida, y dijo que Mabel tenía que saberlo porque Rose era su sobrina. ¿Sabía algo de ese telegrama?

—Nada; estoy tan sorprendida como usted.

—Bueno, ya estoy harta de ella y de sus intromisiones. He enviado un telegrama a Tánger diciéndole a Mabel que no regresen. ¡Está descartado! Tal vez encontremos a Rose mañana o pasado mañana, y habrán hecho el viaje en balde.

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